Golpear entre varios: cuando el odio nos convoca

La muestra nació como un “antihomenaje” y fue, según lo que recogió la exigua crónica periodística, una especie de lúdico y jocoso linchamiento simbólico. Se trataba de ridiculizar a un personaje de historieta, arremetiendo de paso contra las aptitudes creativas –y sobre todo las posibles simpatías políticas– de su autor.

Para la festiva humillación, entre las obras realizadas por los ilustradores que participaron, se destacó una escultura del personaje escarnecido –un popular gato– concebida ex profeso con el fin de ser “vandalizada” por el público. También, un dibujo que muestra a Alejandra Pizarnik a bordo de un coche, al pie del cual se lee una leyenda que descompone en tres palabras el apellido de la poeta para sugerir que el humorista y su criatura sean atropellados por el vehículo.

Borrado del mapa: un presidente bajo la alfombra

Pero lo más llamativo es una viñeta en la que el gato que el “colectivo” de artistas ama odiar yace exangüe, los ojos arruinados, la boca entreabierta por la que asoman los dientes rotos, bajo la mirada amenazante o risueña de otros célebres felinos de historieta (remedos de Garfield y Don Gato entre ellos), quienes parecen haber sido los que le “aplicaron el correctivo” a su primo criollo. Que no les gusta nada, nada, y parece que, por eso mismo, merece que lo muelan a palos. El texto que acompaña la imagen es sencillamente alucinante: “No se admiten fachos en esta pandilla”. Será una ironía, seguro, como la letra de aquella canción: “Con el odio acabaremos/ una bomba le pondremos/ cuatro tiros seis granadas/diez misiles y un torpedo/la lengua le arrancaremos/ y los dientes venderemos/ con el odio acabaremos”.

Huelga decirlo pero aquí va, de todos modos, por si alguien convenientemente despistado cree que el fascismo es el otro: pocos actos hay más fascistas que golpear entre varios a uno que está solo, y sólo porque no agradan su ética o su estética. (Un colega perspicaz observó, no sin sorna, lo poco “emancipadoramente” edificante del mensaje: una mascota del sur global, derrotada por los opulentos felinos del imperialismo hegemónico).

Los lazos que tiende la concordia suelen ser frágiles, sutiles; exigen delicadeza, constancia, discreción. La discordia, en cambio, embiste con potencia bruta; desdeña los matices, propaga la aridez.

Se dirá que esto es arte; sea. Como caminar desnuda por la Muralla China, arrebatarle la peluca a Andy Warhol, comerciar cristales rotos, o cualquier otra entre tantas hazañas performáticas como las que ha recopilado en libro Esteban Feune de Colombi (Alguien lo hizo). Pero en el caso del personaje puesto en la picota, lo que incomoda es el motor de la convocatoria: una fuerza odiadora, destructiva, apenas disfrazada de inocente diversión.

En 1979, un animador de radio organizó en Chicago la Disco Demolition Night. Estaban en su apogeo los meneos de Travolta en Fiebre del sábado por la noche, el falsete de los hermanos Gibb, sello inconfundible de las canciones de The Bee Gees, la alegría abiertamente gay de The Village People. Al señor de la radio (y a muchos otros, claro) todo eso, de nuevo, no le gustaba nada, nada, y entonces llamó a la quema. Basta de esa música ligera tan poco viril, tan frívolamente afeminada. El fuego purifica, saben los inquisidores. Aquella noche, más de cincuenta mil personas se congregaron en un estadio de béisbol munidos de los vinilos que querían ver reducidos a pedazos. Apilados en pira fúnebre, los discos fueron dinamitados con fuegos artificiales por el factótum de la velada, vestido para la ocasión con uniforme militar, mientras la masa vociferaba enardecida.

Fueron los presocráticos quienes descubrieron que el amor y el odio son las fuerzas (también físicas) que rigen el mundo. El amor une y atrae lo diferente, el odio separa lo semejante. Ambos son causa de efectos.

Por desgracia, la historia nos muestra que, al menos cuando se trata de fenómenos sociales, el odio puede tener un poder aglutinante mucho mayor que el amor, y más duradero. Los lazos que tiende la concordia suelen ser frágiles, sutiles; exigen delicadeza, constancia, discreción. La discordia, en cambio, embiste con potencia bruta; desdeña los matices, propaga la aridez.

Lo peor, detrás de esas bacanales del rencor traficadas como performances, es la hipocresía con que las justificamos. En el fondo, las anima un moralismo iracundo y cerril: aquello sobre lo que estamos prontos a descargar nuestra furia, sin límite y sin culpa, se lo merece, porque es malo, feo, pernicioso. No debería existir. Esa moralina actúa como coartada y escudo. Indignados con justa razón, entonces, nos permitimos la violencia, de la palabra o del cuerpo.

La noche de los vinilos masacrados no terminó bien. Sacrificado el chivo expiatorio, la cólera de la multitud se quedó sin objeto. Rabiosa, comenzó a lanzar dentelladas ciegas también contra sí misma.

Todos caníbales de una misma tribu.

La muestra nació como un “antihomenaje” y fue, según lo que recogió la exigua crónica periodística, una especie de lúdico y jocoso linchamiento simbólico. Se trataba de ridiculizar a un personaje de historieta, arremetiendo de paso contra las aptitudes creativas –y sobre todo las posibles simpatías políticas– de su autor.

Para la festiva humillación, entre las obras realizadas por los ilustradores que participaron, se destacó una escultura del personaje escarnecido –un popular gato– concebida ex profeso con el fin de ser “vandalizada” por el público. También, un dibujo que muestra a Alejandra Pizarnik a bordo de un coche, al pie del cual se lee una leyenda que descompone en tres palabras el apellido de la poeta para sugerir que el humorista y su criatura sean atropellados por el vehículo.

Borrado del mapa: un presidente bajo la alfombra

Pero lo más llamativo es una viñeta en la que el gato que el “colectivo” de artistas ama odiar yace exangüe, los ojos arruinados, la boca entreabierta por la que asoman los dientes rotos, bajo la mirada amenazante o risueña de otros célebres felinos de historieta (remedos de Garfield y Don Gato entre ellos), quienes parecen haber sido los que le “aplicaron el correctivo” a su primo criollo. Que no les gusta nada, nada, y parece que, por eso mismo, merece que lo muelan a palos. El texto que acompaña la imagen es sencillamente alucinante: “No se admiten fachos en esta pandilla”. Será una ironía, seguro, como la letra de aquella canción: “Con el odio acabaremos/ una bomba le pondremos/ cuatro tiros seis granadas/diez misiles y un torpedo/la lengua le arrancaremos/ y los dientes venderemos/ con el odio acabaremos”.

Huelga decirlo pero aquí va, de todos modos, por si alguien convenientemente despistado cree que el fascismo es el otro: pocos actos hay más fascistas que golpear entre varios a uno que está solo, y sólo porque no agradan su ética o su estética. (Un colega perspicaz observó, no sin sorna, lo poco “emancipadoramente” edificante del mensaje: una mascota del sur global, derrotada por los opulentos felinos del imperialismo hegemónico).

Los lazos que tiende la concordia suelen ser frágiles, sutiles; exigen delicadeza, constancia, discreción. La discordia, en cambio, embiste con potencia bruta; desdeña los matices, propaga la aridez.

Se dirá que esto es arte; sea. Como caminar desnuda por la Muralla China, arrebatarle la peluca a Andy Warhol, comerciar cristales rotos, o cualquier otra entre tantas hazañas performáticas como las que ha recopilado en libro Esteban Feune de Colombi (Alguien lo hizo). Pero en el caso del personaje puesto en la picota, lo que incomoda es el motor de la convocatoria: una fuerza odiadora, destructiva, apenas disfrazada de inocente diversión.

En 1979, un animador de radio organizó en Chicago la Disco Demolition Night. Estaban en su apogeo los meneos de Travolta en Fiebre del sábado por la noche, el falsete de los hermanos Gibb, sello inconfundible de las canciones de The Bee Gees, la alegría abiertamente gay de The Village People. Al señor de la radio (y a muchos otros, claro) todo eso, de nuevo, no le gustaba nada, nada, y entonces llamó a la quema. Basta de esa música ligera tan poco viril, tan frívolamente afeminada. El fuego purifica, saben los inquisidores. Aquella noche, más de cincuenta mil personas se congregaron en un estadio de béisbol munidos de los vinilos que querían ver reducidos a pedazos. Apilados en pira fúnebre, los discos fueron dinamitados con fuegos artificiales por el factótum de la velada, vestido para la ocasión con uniforme militar, mientras la masa vociferaba enardecida.

Fueron los presocráticos quienes descubrieron que el amor y el odio son las fuerzas (también físicas) que rigen el mundo. El amor une y atrae lo diferente, el odio separa lo semejante. Ambos son causa de efectos.

Por desgracia, la historia nos muestra que, al menos cuando se trata de fenómenos sociales, el odio puede tener un poder aglutinante mucho mayor que el amor, y más duradero. Los lazos que tiende la concordia suelen ser frágiles, sutiles; exigen delicadeza, constancia, discreción. La discordia, en cambio, embiste con potencia bruta; desdeña los matices, propaga la aridez.

Lo peor, detrás de esas bacanales del rencor traficadas como performances, es la hipocresía con que las justificamos. En el fondo, las anima un moralismo iracundo y cerril: aquello sobre lo que estamos prontos a descargar nuestra furia, sin límite y sin culpa, se lo merece, porque es malo, feo, pernicioso. No debería existir. Esa moralina actúa como coartada y escudo. Indignados con justa razón, entonces, nos permitimos la violencia, de la palabra o del cuerpo.

La noche de los vinilos masacrados no terminó bien. Sacrificado el chivo expiatorio, la cólera de la multitud se quedó sin objeto. Rabiosa, comenzó a lanzar dentelladas ciegas también contra sí misma.

Todos caníbales de una misma tribu.

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