Cuando las violencias hacia las mujeres eran apenas reconocidas y los femicidios se consideraban “crímenes pasionales”, ella fue pionera en ésto de alzar la voz. Fue, por ejemplo, una de las impulsoras de la Ley de Parto Respetado (2015) y desde hace más de 30 años trabaja apasionadamente en la prevención y atención de todas las formas de violencia de género y también en el acceso a la salud reproductiva de adolescentes y adultas, para que la sexualidad sea vivida en un clima de respeto, disfrute y libertad.
En su amplísimo piso de Belgrano, donde en cada rincón hay fotos familiares y decenas de recuerdos, la médica obstetra y ginecóloga Diana Galimberti tiene su escritorio de trabajo y allí están sus más de 300 brujas, de todo tamaño, color y origen, que ella misma fue trayendo de sus numerosos viajes y que gente querida y amistades le fueron regalando. “A pesar de que las brujas tienen mala fama, en realidad eran mujeres poderosas, sabias, llenas de habilidades –explica–. Hace años, cuando se incendió parte del hospital donde yo era directora y también mi despacho, una de las pocas que ‘sobrevivió’ fue una de estas brujas. Le lavamos su vestido y aquí está, en la repisa, junto con las otras”.
Se recibió de médica en cuatro años y medio, cuando tenía 21. Y el 8 de enero próximo cumplirá 80. Se casó tres veces, tiene un hijo de 55 años que vive en los EE. UU. y hace apenas dos meses quedó viuda de su marido, Hans, un ingeniero alemán con quien compartió sus últimos 30 años de vida. No tiene nietos propios, pero sí los cinco de su marido, de quienes es muy cercana. La vocación por la medicina, y en especial por la obstetricia, le viene en forma muy directa. Es que su mamá, la toco ginecóloga Ana Clara Scheinkman, fue –dice– la primera mujer médica ayudante de la Cátedra de Anatomía de la Facultad de Medicina de la UBA.
“Mamá murió de 99 años, en 2015, así que cuando hizo la carrera de Medicina la facultad era paga. Mis abuelos maternos tuvieron cuatro hijos, de quienes tres se dedicaron a la salud: mi mamá y mi tío, médicos. Ella, ginecóloga y obstetra y mi tío, pediatra. Y otra tía era obstétrica. Mi abuelo tenía una fábrica de herrajes”.
–Su mamá tenía su misma especialidad, ¿cómo era la relación entre ustedes?
–Mi mamá era una mujer brillante y exigente a morir. Excelente médica e investigadora. Se especializó en obstetricia y ginecología y fue al hospital Alvear, que en ese entonces era hospital escuela y ahora está especializado en salud mental. Yo siempre la admiré muchísimo, pero teníamos una relación complicada. Nunca se tiñó el pelo, siempre la recuerdo así, con rodete y canosa (y trae una foto).
–¿En su familia eran varios hermanos?
–Yo era la mayor. Después nació una segunda hija que murió muy pequeña de coqueluche; y más tarde una tercera hermana que tenía parálisis cerebral y falleció a los 19 años.
–¿Y su papá a qué se dedicaba?
–Mi padre había estudiado Filosofía y era aviador. Fue jefe de Gabinete de Manuel Luis Fresco en la provincia de Buenos Aires. Papá vivía en La Plata y venía a casa todos los fines de semana. Como mamá hacía partos y trabajaba mucho a mí me cuidaba mi abuela, la mamá de mi mamá. Ella sufrió mucho por la pérdida de mi primera hermanita y le aconsejaron tener otro hijo, pero mi segunda hermana nació con problemas de salud y eso preocupaba muchísimo a mi mamá. Yo era la gordita saludable, una peste, era muy traviesa. Me mandaron medio pupila aquí en Belgrano a un colegio inglés que después fue el Belgrano Day School, en esa época tenía otro nombre. Venían profesoras de Inglaterra, no se hablaba otra cosa que inglés.
–¿Y por qué se dedicó a la medicina y le interesó el problema de las violencias?
–Por un lado, creo que influyó mucho la admiración que tenía por mi madre, mi educación y también el clima de mi casa. Porque mi padre era muy autoritario. Era 20 años mayor que mi mamá. Él quería que hicieras algo y había que hacerlo aunque no quisieras. Él me me trató como un varoncito, me enseñó a saltar a caballo y a tirar, como si fuera el hijo varón que no había tenido.
–¿Siempre quiso estudiar medicina?
–Mis padres querían que estudiara Derecho. Pero cuando terminé la escuela secundaria mi madre se fue de viaje de estudios y yo decidí empezar el curso de ingreso a Medicina. Cuando ella volvió yo había aprobado y estaba a punto de empezar las clases. En principio me había interesado la cardiología, pero después me incliné por la obstetricia y ginecología. Durante muchos años hice guardias de obstetricia. Y siempre, atendiendo partos, lo hice pensando en que la dueña del parto es la mujer, que tenía derecho a estar acompañada por quien ella quisiera. Y empecé a atender sin guardapolvos en el consultorio, a menos que tuviera que hacer alguna práctica especial, para estar más cerca de las mujeres, tener un trato más transversal con ellas.
–¿Alguien la había formado en esa manera de abordar el trato con las embarazadas?
–No. Brotaba de mí.
–¿Usted ya había sido madre?
–Sí. Yo tuve contracciones del embarazo de mi hijo, Nicolás, mientras atendía un parto. Era candidata a cesárea porque tengo el útero con una deformación, pero finalmente mi parto fue normal. Me atendieron dos colegas de mi mamá. Y después de cuando nació mi hijo fui a vivir unos días a su casa. Mi hermana menor al poco tiempo falleció.
–¿Llegó a trabajar en el mismo hospital que su mamá?
–Sí. Estuve en el Alvear y cuando se cerró pasé al Rivadavia y luego al hospital Fernández, que tenía un servicio de ginecología y obstetricia 5 estrellas. Un hospital impecable y con todo lo necesario para trabajar muy bien. Después de un tiempo, desde la Secretaría de Salud me ofrecieron ir como jefa de la División de Obstetricia del hospital Álvarez, en Flores, porque yo estaba muy interesada en hacer investigaciones y allí existía esa posibilidad. Y una de las cosas que más me atrajo era que el Álvarez tenía una psicóloga en la maternidad, algo que en el Fernández, a pesar de ser un excelente servicio, no existía. Pero el resto de las cosas no funcionaba nada bien.
–¿Qué pasaba?
–Recuerdo que el primer día, un 19 de enero, hacía un calor tremendo y las mujeres que estaban por parir o habían parido no se podían bañar porque no había agua caliente. Me ocupé de averiguar qué pasaba y hacía cinco años que estaban tapados los caños. Los arreglaron. Otro problema era que los cirujanos entraban a operar sin ropa de cirugía. Recuerdo un día que uno tenía una chaqueta sucia con algo colorado, sería jugo de tomate… Pero eso era un área quirúrgica. Entonces fui a la dirección y pedí que compraran 20 ambos. Faltaban además monitores, ecógrafos. Había mucho abandono porque no interesaba la población de embarazadas. Yo creo que de hecho hay hospitales de “primera” y hospitales de “segunda”. Para mí la gestión de un director es lo que hace la diferencia: si el director primero le pregunta a la gente qué necesita y lo gestiona, hace que empiecen a modificarse cosas. A mí me abrió la cabeza el trabajar siempre con toda la gente en forma transversal, especialmente con las enfermeras.
–¿Y cómo fue abordado el tema de las violencias desde el hospital?
–Bueno, ese era un tema que siempre me había interesado. Fue muy importante un curso que hice en el Centro de Estudios de Estado y Sociedad (Cedes) que estaba vinculado con salud reproductiva y violencia contra la mujer. Ahí conozco a Silvina Ramos, a Mónica Gogna, a Mariana Romero y a Martha Rosenberg, todas mujeres investigadoras de primera línea, y hago este curso que se basaba en la idea de trabajar no sobre la enfermedad, sino sobre la salud bajo la idea de la interdisciplina. Eso fue fundamental. Entonces, una abogada especialista en familia, Leonor Vain, también ligada al Cedes, me recomendó trabajar el tema de violencia familiar en el contexto de la obstetricia y la ginecología. Era el año 92 y ahí es cuando me invitan a formar parte de la Comisión Directiva de la Sociedad de Obstetricia y Ginecología de Buenos Aires (Sogiba).
–¿Cómo recibieron la noticia sus colegas?
–Enrique Gadow, que era por entonces el presidente de Sogiba y un médico excelente, estaba interesado y de acuerdo. Pero muchos otros, no. Me decían cosas como “buscate a Barreda que te ayude” o “andate a la Triestina” que era la el negocio de escopetas… se reían de mí. Pero aun así pudimos crear un Comité de Violencia de Género, que años más tarde replicamos en la Federación Argentina de Sociedades de Ginecología y Obstetricia (Fasgo), que abarca todo el país y del que estuve al frente muchos años. Lo que ocurre es que la facultad nos da una formación que no prepara para tener interés en ciertos temas. Empezás disecando cadáveres y de ahí en adelante es todo biología y biología. Entonces es muy difícil formarse en la interdisciplina y cuando llegás a los hospitales todos queremos ver los casos más raros y nada más.
–¿Obstetricia y ginecología siempre vienen juntas?
–La formación sí, pero alguien puede elegir ocuparse de una u otra o de ambas. A mí me gustaba más la obstetricia. Me hacía sentir bien con las mujeres. Y empecé con cosas novedosas, como por ejemplo el curso psicoprofiláctico de parto: lo hacía yo misma a mis pacientes, nos tratábamos de vos, nos tirábamos al piso, era muy cercano.
–¿Cuántos niños ayudó a nacer?
–No sé, no llevo la cuenta. Lo que sí sé es que nunca se murió una mujer en un parto que yo haya atendido. Sí murió un bebé, un chiquito que nació con una grave discapacidad y fue eso lo que lo llevó a la muerte. Era anencéfalo. Para un obstetra es muy difícil enfrentar la muerte de una mujer en el parto. No es un tema que le resulte fácil de abordar. Esto lo vi durante un curso que hice en el Centro Latinoamericano de Perinatología (CLAP) en Uruguay. En Brasil, donde también me formé, trabajaban con una metodología que llaman “autopsia verbal”. Se parte de la mujer que murió y se hace el recorrido inverso: cómo llegó al hospital, cómo fue su embarazo, cómo se compone su familia, etcétera. Yo lo quise instrumentar acá, pero me sacaron volando. Sin embargo, es común que los obstetras digan “se me murió”, tomándolo como algo más personal, no simplemente “se murió”. Hay un sentimiento de culpa.
–¿Usted siempre prefirió parto vaginal a cesárea?
–Siempre que se pueda, sí.
–¿Y qué pasa con la epidemia de cesáreas?
–En los hospitales públicos hay alrededor del 35%, pero en el ámbito privado pueden alcanzar hasta un 80%. Ahora las mujeres pueden pedirlas y muchas las prefieren porque no quieren transcurrir el trabajo de parto o creen que el parto vaginal les dejará la vulva estirada. Yo creo que si uno plantea los beneficios del nacimiento por parto vaginal tanto para el bebé como para la mamá, la mujer posiblemente cambie de opinión. Pero hay otra variable, además: una cesárea se hace en 45 minutos y un trabajo de parto puede llevar muchas horas. Si un médico no comparte la idea de una cesárea sin una causa justificada tiene derecho como profesional a no hacerla: hace un resumen de la historia clínica y deriva a la embarazada a un profesional que sí decida hacérsela para que la mujer no se quede sin atención médica.
–¿Qué pasa con la violencia obstétrica? La ley de Parto Respetado, que usted misma impulsó, no parece cumplirse demasiado…
–Especialmente las mujeres que se atienden a través de prepagas, a menudo van con un plan de parto que puede decir “no monitoreo”, “no venoclisis (goteo)”, “no episiotomía”. Eso se lo presentan al médico que les dice “está bien”, y la verdad es que está sacado de contexto. Porque el plan de parto no dice “episiotomía nunca”. La Organización Mundial de la Salud (OMS) dice “no a la episiotomía si no es necesario, o al goteo, o al monitoreo si no son necesarios”. Tal vez el médico le dijo que sí porque está acuerdo, pero si el bebé es grande tiene que hacer una episiotomía y la mujer se queda mal, hace la denuncia en la Comisión Nacional Coordinadora de Acciones para la Elaboración de Sanciones de Violencia de Género (Consavig) y muchas veces el imaginario de las mujeres las deja con sensación de frustración porque sienten que no consiguieron un parto respetado. Violencia obstétrica no solo se refiere al médico: incluye a todo el equipo de salud, el que las recibe, el de seguridad, la persona de la limpieza. La denuncia no es únicamente al médico, sino a todo el equipo de salud.
–En el Hospital Álvarez usted fue directora durante 10 años. ¿Cuáles fueron las innovaciones más importantes que introdujo?
–Sí, lo fui. Me propuso la tarea el doctor Alfredo Stern cuando era secretario de Salud de CABA. Yo era todavía subdirectora y estaba muy interesada en un proyecto de salas de Trabajo de Parto y Recuperación, que se llaman TPR. Busqué de distintas formas financiamiento y recuerdo que un sábado por la mañana vino a visitar el hospital un grupo de diputados de Bérgamo, Italia. Dijeron sin más rodeos que el estado del edificio era tan malo que convenía más tirarlo abajo y construir uno nuevo que restaurarlo. Pero nos ofrecieron una donación especial para construir la sala de TPR. Abrías la puerta y era otro hospital, otro mundo. Fue uno de los primeros hospitales del país que tuvo ese tipo de sala. Una sala de parto y recuperación tiene grandes ventajas porque la mujer está en contacto permanente con su bebé, que solo es separado de ella si tiene alguna patología grave y necesita ir a neonatología.
–¿Es cierto también que introdujo la silla de parto para que las mujeres que lo querían pudieran parir sentadas?
–Sí. Había muchas mujeres bolivianas en el barrio y por influencia cultural ellas prefieren parir así. Les ofrecimos esa posibilidad.
–¿Usted fue la primera directora de un hospital porteño?
–No, antes lo habían sido Liliana Votto del Fernández y Cristina Galoppo del Hospital de niños Ricardo Gutiérrez.
–¿Qué otras iniciativas especiales puso en práctica?
–Bueno, hubo una tarea que nunca fue del todo oficializada. El hospital está en una zona donde hay mucha prostitución. Un día vino a verme Elena Reynada, la directora de AMAR, el sindicato de las Mujeres Meretrices de la República Argentina, que tiene personería en la CGT. Elena me dice que la habían mandado a hablar conmigo y que estaban preocupadas por el tema el VIH y de los embarazos, que se embarazaban del proxeneta y después tenían que abortar. Yo me quedé pensando qué podíamos hacer y con la ayuda de dos residentes, Alejandra Rigitano y Gilda Diego, creamos un programa de salud reproductiva para las chicas de AMAR. Los turnos los daban en un bar de Flores, los respetaban mucho, y venían los sábados. Yo era subdirectora todavía y al tiempo me llamaron la atención porque las chicas venían después de trabajar, sin cambiarse. ¿Y cómo querés que vengan?, me dijo Elena Reynaga. Le respondí que si fueran bomberos no vendrían vestidas de bomberos… Así que al tiempo empezaron a venir de jogging, de pantalones, con otro tipo de ropa.
–En el hospital también generó un programa contra las distintas formas de violencia contra la mujer…
–Bueno, yo había trabajado históricamente con Estela Garrido, una psicóloga de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) que vino varias veces a hablar sobre violencia familiar y había diseñado una encuesta para indagar sobre el tema. En el hospital había agentes de salud que dependían de Servicio Social y que fueron entrenadas para tomar las encuestas en todas las salas donde se atendían mujeres. Los datos confirmaron lo que pensábamos. Había un alto porcentaje de violencia en el hogar y contra la mujer, pero lo que más nos llamó la atención era que más del 20% de las mujeres encuestadas habían tenido varias parejas violentas, es decir, el fenómeno se repetía. Entonces fuimos creando un grupo de interdisciplina con psicólogas, trabajadoras sociales y algunos médicos. Hasta ese momento, los obstetras no habían participado de la atención psicológica de las víctimas. Y para esa época hice además una formación que me marcó mucho.
–¿Sobre qué tema?
–Fui a Nápoles a asistir en un seminario y me encontré con Aníbal Faúndes, un obstetra chileno que trabajó en Brasil e hizo grandes aportes en pro de la legalización del aborto y en temas de violencia sexual. En el año 2000 la doctora Eva Giberti, a instancias del expresidente Néstor Kirchner, crea el Protocolo de Atención a las Víctimas de Violencia. El protocolo obligaba a que las mujeres que iban a hacer la denuncia a una comisaría debían ser trasladadas después en el móvil al hospital. Las recibía un obstetra, que les hacía el examen físico, pero también las atendía la psicóloga, teníamos guardia de psicología en el hospital y atención las 24 horas en la guardia de Maternidad los 365 días del año. A través de una entrevista con la doctora Carmen Argibay, Eva Giberti consiguió además que los médicos legistas participaran también en la redacción del protocolo. Un tiempo después, en Pediatría, armamos un grupo para niños y niñas en riesgo, que sufrieran cualquier tipo de maltrato, elevado administrativamente al Ministerio, creado por resolución. En forma paralela al hospital, yo estaba en el Ministerio de Salud, en el Programa Materno-Infantil, el Promin, y había ido a Tucumán al Hospital Avellaneda, a armar un Servicio de Obstetricia con el mismo criterio que en el Álvarez, con sala de TPR.
–El embarazo adolescente es otro importante problema. ¿Qué piensa usted del programa ENIA, que se implementó en forma oficial para la prevención de embarazos en esta etapa de la vida?
–La prevención del embarazo adolescente siempre me ocupó. Durante muchos años participé del Centro Latinoamericano Salud y Mujer (Celsam), del que fui la última directora, una ONG internacional especializada en el tema. Ahora la iniciativa tiene otro nombre, es la World Contraception Day, creada en Berlín, que al igual que Celsam tiene el apoyo de Bayer y continúa con esas actividades de prevención en numerosos países. Sobre ENIA puedo decir que tuvo problemas en la implementación: hay provincias, especialmente las del norte, que son reacias y la Iglesia es un obstáculo para la educación sexual. La fecundidad ha bajado, pero por el uso de anticonceptivos que no están disponibles todo el tiempo como haría falta para adolescentes… Si una adolescente va a un hospital en una ciudad no la conoce nadie, pero si vive en Orán y hay un único centro de salud es difícil que se anime a ir a pedirlos. Y entonces se automedican, y es un problema. La decisión de tener un hijo en la adolescencia depende mucho también de la edad de la chica. Cuando son muy pequeñas es indudable que el embarazo es producto de una violación.
–¿Cree que la interrupción legal y voluntaria del embarazo encuentra dificultades?
–Tenemos una ley y eso implica un gran progreso. Pero si hay algún profesional objetor de conciencia la ley indica que debe derivar rápidamente a esa mujer a otro lugar donde en el término de dos días pueda practicarse un aborto. Y eso no siempre se cumple. En muchos hospitales hay grandes divergencias. Hay lugares donde se ha declarado sin conocimiento una objeción de conciencia institucional que no puede ser, porque la objeción es personal. Las leyes tienen que ser cumplidas y ejecutadas por personas que no siempre están de acuerdo con lo que dice esa ley. También existen objetores de conciencia en el sector público, pero que no lo son en el sistema privado y eso está mal. El problema no fue solucionado con la ley. Persiste porque además no hay un monitoreo claro de las autoridades que vayan a ver qué se está haciendo. Yo creo que en los 10 años que fui directora del hospital nunca vinieron a ver qué pasaba, quiero decir que desde la parte del Ministerio los programas no se monitorean.
–Hace muchos años que trabaja en estos temas. ¿Está conforme con lo que ha logrado?
–Bueno, no me ha ido tan mal. Creo que cuando una tiene una idea debe conservarla a rajatabla. Yo pertenezco a las tres asociaciones de obstetricia y ginecología más importantes del país y el continente: Sogiba, Fasgo y también Flasog, que es la Federación Latinoamericana de Sociedades de Ginecología y Obstetricia. En las tres instituciones creé y estuve a cargo durante muchos años de comités para trabajar sobre violencia de género. Para muchos tocoginecólogos (toco es sinónimo de “obstetras”) este tema no vale demasiado la pena. Ahora seguimos hablando de la cuestión y es casi igual que hace 20 años. Tanto es así que recién fue en el año 2000 que la Federación Internacional de Ginecología y Obstetricia (FIGO) –de la que también formo parte y soy asesora– realizó el primer seminario sobre violencia de género. Recuerdo que en ese encuentro se generó una situación muy fuerte porque frente a los presidentes de las sociedades de la especialidad de todo el mundo vino un grupo de mujeres desde Londres, que se consideraba por entonces uno de los lugares donde mejor atención recibían las mujeres, y contaron cosas tremendas. Por ejemplo, que habían ido con complicaciones de un aborto espontáneo con el brazo roto o sin dientes o claramente golpeadas y los profesionales que las atendían, varones y mujeres, jamás les habían preguntado nada de eso.
–¿Los ginecólogos y obstetras no están formados para abordar este tipo de situaciones?
–En parte es por eso. Pronto vamos a disponer de los resultados de una encuesta a integrantes de las 24 sociedades de obstetricia y ginecología de la Argentina para conocer las opiniones y las actitudes de obstetras y ginecólogos frente a la violencia. Vamos a presentar los resultados en Neuquén, en octubre, en el próximo Congreso de Fasgo, que por primera vez en su historia tendrá presidenta y vicepresidenta mujeres: Mabel Martino y Claudia Travella.
–Usted dijo recién que la falta de formación es en parte lo que complica que ginecólogos y obstetras detecten o intervengan en situaciones de violencia. ¿Y qué otro aspecto influye?
–Hay un problema económico. Cuando un médico tiene que pagar por un curso de especialización va a elegir temas que después le puedan dar trabajo rentado: cáncer de cuello, de mama, endometriosis, cirugía laparoscópica. Un curso sobre violencia no aporta en ese sentido. Pero también hay que cambiar una forma de pensar. Para muchos obstetras y ginecólogos las únicas víctimas de violencia son las mujeres pobres y simplifican mucho el problema. En las prepagas VIP o en un sanatorio VIP cuando una mujer le va a decir al ginecólogo que es víctima de violencia, no creo que desde la institución se haga la denuncia.
–Es muy paradójico lo que usted cuenta: que muchos de los especialistas que mayor contacto tienen con las mujeres –y con la intimidad de las mujeres– sean tan poco activos frente al problema de la violencia de género…
–Creo que piensan que capacitarse sobre el tema no da rédito y nosotros, desde Fasgo, lo que estamos intentando ahora es dar un paso más allá. Por eso se creó un nuevo Comité, el Comité de Comunidad, y en el próximo Congreso de la especialidad en Neuquén, en octubre, vamos a hablar de noviazgos violentos, de sexualidad en la tercera edad y de otros temas que no se abordan habitualmente. Vamos a convocar también a comunidades más jóvenes para dialogar con ellos. Y daremos un paso más allá porque muchos médicos saldremos nuevamente a la calle, como ya se hizo desde FIGO en India, en París, en Pakistán, en Brasil, en Honduras y en tres ciudades argentinas (Buenos Aires, Rosario y Mar del Plata) con carteles y chalinas anaranjados que piden romper el silencio sobre la violencia. El naranja representa un futuro sin violencia para las niñas y las mujeres.
–Es una buena iniciativa, si se tiene en cuenta que los femicidios no disminuyen…
–Así es. Hay un aumento de los femicidios, y esto quiere decir que las estrategias que se están haciendo son inútiles o son por lo menos insuficientes.
–¿Y los médicos pueden ayudar?
–Sí. Tal vez no directamente, pero si hablan con la paciente la pueden escuchar e indicarle qué hacer. Por ejemplo, recurrir a un servicio hospitalario donde puedan contenerla y asesorarla. Pero para eso hace falta saber con qué recursos se cuenta en cada lugar. Por eso hablamos de un Comité de Comunidad. Nosotros queremos que los médicos ginecólogos y obstetras sean parte de la cadena de prevención. Si un médico ve a una mujer durante los 9 meses de embarazo y un día llega con un ojo negro y le dice que se llevó una puerta por delante, y después a la visita siguiente con un brazo lastimado u otra lesión, en estos casos puede hablar con la mujer y guiarla para que pida ayuda. El médico puede tener una voz autorizada en estos casos e influir positivamente. Eso es lo que buscamos.
Cuando las violencias hacia las mujeres eran apenas reconocidas y los femicidios se consideraban “crímenes pasionales”, ella fue pionera en ésto de alzar la voz. Fue, por ejemplo, una de las impulsoras de la Ley de Parto Respetado (2015) y desde hace más de 30 años trabaja apasionadamente en la prevención y atención de todas las formas de violencia de género y también en el acceso a la salud reproductiva de adolescentes y adultas, para que la sexualidad sea vivida en un clima de respeto, disfrute y libertad.
En su amplísimo piso de Belgrano, donde en cada rincón hay fotos familiares y decenas de recuerdos, la médica obstetra y ginecóloga Diana Galimberti tiene su escritorio de trabajo y allí están sus más de 300 brujas, de todo tamaño, color y origen, que ella misma fue trayendo de sus numerosos viajes y que gente querida y amistades le fueron regalando. “A pesar de que las brujas tienen mala fama, en realidad eran mujeres poderosas, sabias, llenas de habilidades –explica–. Hace años, cuando se incendió parte del hospital donde yo era directora y también mi despacho, una de las pocas que ‘sobrevivió’ fue una de estas brujas. Le lavamos su vestido y aquí está, en la repisa, junto con las otras”.
Se recibió de médica en cuatro años y medio, cuando tenía 21. Y el 8 de enero próximo cumplirá 80. Se casó tres veces, tiene un hijo de 55 años que vive en los EE. UU. y hace apenas dos meses quedó viuda de su marido, Hans, un ingeniero alemán con quien compartió sus últimos 30 años de vida. No tiene nietos propios, pero sí los cinco de su marido, de quienes es muy cercana. La vocación por la medicina, y en especial por la obstetricia, le viene en forma muy directa. Es que su mamá, la toco ginecóloga Ana Clara Scheinkman, fue –dice– la primera mujer médica ayudante de la Cátedra de Anatomía de la Facultad de Medicina de la UBA.
“Mamá murió de 99 años, en 2015, así que cuando hizo la carrera de Medicina la facultad era paga. Mis abuelos maternos tuvieron cuatro hijos, de quienes tres se dedicaron a la salud: mi mamá y mi tío, médicos. Ella, ginecóloga y obstetra y mi tío, pediatra. Y otra tía era obstétrica. Mi abuelo tenía una fábrica de herrajes”.
–Su mamá tenía su misma especialidad, ¿cómo era la relación entre ustedes?
–Mi mamá era una mujer brillante y exigente a morir. Excelente médica e investigadora. Se especializó en obstetricia y ginecología y fue al hospital Alvear, que en ese entonces era hospital escuela y ahora está especializado en salud mental. Yo siempre la admiré muchísimo, pero teníamos una relación complicada. Nunca se tiñó el pelo, siempre la recuerdo así, con rodete y canosa (y trae una foto).
–¿En su familia eran varios hermanos?
–Yo era la mayor. Después nació una segunda hija que murió muy pequeña de coqueluche; y más tarde una tercera hermana que tenía parálisis cerebral y falleció a los 19 años.
–¿Y su papá a qué se dedicaba?
–Mi padre había estudiado Filosofía y era aviador. Fue jefe de Gabinete de Manuel Luis Fresco en la provincia de Buenos Aires. Papá vivía en La Plata y venía a casa todos los fines de semana. Como mamá hacía partos y trabajaba mucho a mí me cuidaba mi abuela, la mamá de mi mamá. Ella sufrió mucho por la pérdida de mi primera hermanita y le aconsejaron tener otro hijo, pero mi segunda hermana nació con problemas de salud y eso preocupaba muchísimo a mi mamá. Yo era la gordita saludable, una peste, era muy traviesa. Me mandaron medio pupila aquí en Belgrano a un colegio inglés que después fue el Belgrano Day School, en esa época tenía otro nombre. Venían profesoras de Inglaterra, no se hablaba otra cosa que inglés.
–¿Y por qué se dedicó a la medicina y le interesó el problema de las violencias?
–Por un lado, creo que influyó mucho la admiración que tenía por mi madre, mi educación y también el clima de mi casa. Porque mi padre era muy autoritario. Era 20 años mayor que mi mamá. Él quería que hicieras algo y había que hacerlo aunque no quisieras. Él me me trató como un varoncito, me enseñó a saltar a caballo y a tirar, como si fuera el hijo varón que no había tenido.
–¿Siempre quiso estudiar medicina?
–Mis padres querían que estudiara Derecho. Pero cuando terminé la escuela secundaria mi madre se fue de viaje de estudios y yo decidí empezar el curso de ingreso a Medicina. Cuando ella volvió yo había aprobado y estaba a punto de empezar las clases. En principio me había interesado la cardiología, pero después me incliné por la obstetricia y ginecología. Durante muchos años hice guardias de obstetricia. Y siempre, atendiendo partos, lo hice pensando en que la dueña del parto es la mujer, que tenía derecho a estar acompañada por quien ella quisiera. Y empecé a atender sin guardapolvos en el consultorio, a menos que tuviera que hacer alguna práctica especial, para estar más cerca de las mujeres, tener un trato más transversal con ellas.
–¿Alguien la había formado en esa manera de abordar el trato con las embarazadas?
–No. Brotaba de mí.
–¿Usted ya había sido madre?
–Sí. Yo tuve contracciones del embarazo de mi hijo, Nicolás, mientras atendía un parto. Era candidata a cesárea porque tengo el útero con una deformación, pero finalmente mi parto fue normal. Me atendieron dos colegas de mi mamá. Y después de cuando nació mi hijo fui a vivir unos días a su casa. Mi hermana menor al poco tiempo falleció.
–¿Llegó a trabajar en el mismo hospital que su mamá?
–Sí. Estuve en el Alvear y cuando se cerró pasé al Rivadavia y luego al hospital Fernández, que tenía un servicio de ginecología y obstetricia 5 estrellas. Un hospital impecable y con todo lo necesario para trabajar muy bien. Después de un tiempo, desde la Secretaría de Salud me ofrecieron ir como jefa de la División de Obstetricia del hospital Álvarez, en Flores, porque yo estaba muy interesada en hacer investigaciones y allí existía esa posibilidad. Y una de las cosas que más me atrajo era que el Álvarez tenía una psicóloga en la maternidad, algo que en el Fernández, a pesar de ser un excelente servicio, no existía. Pero el resto de las cosas no funcionaba nada bien.
–¿Qué pasaba?
–Recuerdo que el primer día, un 19 de enero, hacía un calor tremendo y las mujeres que estaban por parir o habían parido no se podían bañar porque no había agua caliente. Me ocupé de averiguar qué pasaba y hacía cinco años que estaban tapados los caños. Los arreglaron. Otro problema era que los cirujanos entraban a operar sin ropa de cirugía. Recuerdo un día que uno tenía una chaqueta sucia con algo colorado, sería jugo de tomate… Pero eso era un área quirúrgica. Entonces fui a la dirección y pedí que compraran 20 ambos. Faltaban además monitores, ecógrafos. Había mucho abandono porque no interesaba la población de embarazadas. Yo creo que de hecho hay hospitales de “primera” y hospitales de “segunda”. Para mí la gestión de un director es lo que hace la diferencia: si el director primero le pregunta a la gente qué necesita y lo gestiona, hace que empiecen a modificarse cosas. A mí me abrió la cabeza el trabajar siempre con toda la gente en forma transversal, especialmente con las enfermeras.
–¿Y cómo fue abordado el tema de las violencias desde el hospital?
–Bueno, ese era un tema que siempre me había interesado. Fue muy importante un curso que hice en el Centro de Estudios de Estado y Sociedad (Cedes) que estaba vinculado con salud reproductiva y violencia contra la mujer. Ahí conozco a Silvina Ramos, a Mónica Gogna, a Mariana Romero y a Martha Rosenberg, todas mujeres investigadoras de primera línea, y hago este curso que se basaba en la idea de trabajar no sobre la enfermedad, sino sobre la salud bajo la idea de la interdisciplina. Eso fue fundamental. Entonces, una abogada especialista en familia, Leonor Vain, también ligada al Cedes, me recomendó trabajar el tema de violencia familiar en el contexto de la obstetricia y la ginecología. Era el año 92 y ahí es cuando me invitan a formar parte de la Comisión Directiva de la Sociedad de Obstetricia y Ginecología de Buenos Aires (Sogiba).
–¿Cómo recibieron la noticia sus colegas?
–Enrique Gadow, que era por entonces el presidente de Sogiba y un médico excelente, estaba interesado y de acuerdo. Pero muchos otros, no. Me decían cosas como “buscate a Barreda que te ayude” o “andate a la Triestina” que era la el negocio de escopetas… se reían de mí. Pero aun así pudimos crear un Comité de Violencia de Género, que años más tarde replicamos en la Federación Argentina de Sociedades de Ginecología y Obstetricia (Fasgo), que abarca todo el país y del que estuve al frente muchos años. Lo que ocurre es que la facultad nos da una formación que no prepara para tener interés en ciertos temas. Empezás disecando cadáveres y de ahí en adelante es todo biología y biología. Entonces es muy difícil formarse en la interdisciplina y cuando llegás a los hospitales todos queremos ver los casos más raros y nada más.
–¿Obstetricia y ginecología siempre vienen juntas?
–La formación sí, pero alguien puede elegir ocuparse de una u otra o de ambas. A mí me gustaba más la obstetricia. Me hacía sentir bien con las mujeres. Y empecé con cosas novedosas, como por ejemplo el curso psicoprofiláctico de parto: lo hacía yo misma a mis pacientes, nos tratábamos de vos, nos tirábamos al piso, era muy cercano.
–¿Cuántos niños ayudó a nacer?
–No sé, no llevo la cuenta. Lo que sí sé es que nunca se murió una mujer en un parto que yo haya atendido. Sí murió un bebé, un chiquito que nació con una grave discapacidad y fue eso lo que lo llevó a la muerte. Era anencéfalo. Para un obstetra es muy difícil enfrentar la muerte de una mujer en el parto. No es un tema que le resulte fácil de abordar. Esto lo vi durante un curso que hice en el Centro Latinoamericano de Perinatología (CLAP) en Uruguay. En Brasil, donde también me formé, trabajaban con una metodología que llaman “autopsia verbal”. Se parte de la mujer que murió y se hace el recorrido inverso: cómo llegó al hospital, cómo fue su embarazo, cómo se compone su familia, etcétera. Yo lo quise instrumentar acá, pero me sacaron volando. Sin embargo, es común que los obstetras digan “se me murió”, tomándolo como algo más personal, no simplemente “se murió”. Hay un sentimiento de culpa.
–¿Usted siempre prefirió parto vaginal a cesárea?
–Siempre que se pueda, sí.
–¿Y qué pasa con la epidemia de cesáreas?
–En los hospitales públicos hay alrededor del 35%, pero en el ámbito privado pueden alcanzar hasta un 80%. Ahora las mujeres pueden pedirlas y muchas las prefieren porque no quieren transcurrir el trabajo de parto o creen que el parto vaginal les dejará la vulva estirada. Yo creo que si uno plantea los beneficios del nacimiento por parto vaginal tanto para el bebé como para la mamá, la mujer posiblemente cambie de opinión. Pero hay otra variable, además: una cesárea se hace en 45 minutos y un trabajo de parto puede llevar muchas horas. Si un médico no comparte la idea de una cesárea sin una causa justificada tiene derecho como profesional a no hacerla: hace un resumen de la historia clínica y deriva a la embarazada a un profesional que sí decida hacérsela para que la mujer no se quede sin atención médica.
–¿Qué pasa con la violencia obstétrica? La ley de Parto Respetado, que usted misma impulsó, no parece cumplirse demasiado…
–Especialmente las mujeres que se atienden a través de prepagas, a menudo van con un plan de parto que puede decir “no monitoreo”, “no venoclisis (goteo)”, “no episiotomía”. Eso se lo presentan al médico que les dice “está bien”, y la verdad es que está sacado de contexto. Porque el plan de parto no dice “episiotomía nunca”. La Organización Mundial de la Salud (OMS) dice “no a la episiotomía si no es necesario, o al goteo, o al monitoreo si no son necesarios”. Tal vez el médico le dijo que sí porque está acuerdo, pero si el bebé es grande tiene que hacer una episiotomía y la mujer se queda mal, hace la denuncia en la Comisión Nacional Coordinadora de Acciones para la Elaboración de Sanciones de Violencia de Género (Consavig) y muchas veces el imaginario de las mujeres las deja con sensación de frustración porque sienten que no consiguieron un parto respetado. Violencia obstétrica no solo se refiere al médico: incluye a todo el equipo de salud, el que las recibe, el de seguridad, la persona de la limpieza. La denuncia no es únicamente al médico, sino a todo el equipo de salud.
–En el Hospital Álvarez usted fue directora durante 10 años. ¿Cuáles fueron las innovaciones más importantes que introdujo?
–Sí, lo fui. Me propuso la tarea el doctor Alfredo Stern cuando era secretario de Salud de CABA. Yo era todavía subdirectora y estaba muy interesada en un proyecto de salas de Trabajo de Parto y Recuperación, que se llaman TPR. Busqué de distintas formas financiamiento y recuerdo que un sábado por la mañana vino a visitar el hospital un grupo de diputados de Bérgamo, Italia. Dijeron sin más rodeos que el estado del edificio era tan malo que convenía más tirarlo abajo y construir uno nuevo que restaurarlo. Pero nos ofrecieron una donación especial para construir la sala de TPR. Abrías la puerta y era otro hospital, otro mundo. Fue uno de los primeros hospitales del país que tuvo ese tipo de sala. Una sala de parto y recuperación tiene grandes ventajas porque la mujer está en contacto permanente con su bebé, que solo es separado de ella si tiene alguna patología grave y necesita ir a neonatología.
–¿Es cierto también que introdujo la silla de parto para que las mujeres que lo querían pudieran parir sentadas?
–Sí. Había muchas mujeres bolivianas en el barrio y por influencia cultural ellas prefieren parir así. Les ofrecimos esa posibilidad.
–¿Usted fue la primera directora de un hospital porteño?
–No, antes lo habían sido Liliana Votto del Fernández y Cristina Galoppo del Hospital de niños Ricardo Gutiérrez.
–¿Qué otras iniciativas especiales puso en práctica?
–Bueno, hubo una tarea que nunca fue del todo oficializada. El hospital está en una zona donde hay mucha prostitución. Un día vino a verme Elena Reynada, la directora de AMAR, el sindicato de las Mujeres Meretrices de la República Argentina, que tiene personería en la CGT. Elena me dice que la habían mandado a hablar conmigo y que estaban preocupadas por el tema el VIH y de los embarazos, que se embarazaban del proxeneta y después tenían que abortar. Yo me quedé pensando qué podíamos hacer y con la ayuda de dos residentes, Alejandra Rigitano y Gilda Diego, creamos un programa de salud reproductiva para las chicas de AMAR. Los turnos los daban en un bar de Flores, los respetaban mucho, y venían los sábados. Yo era subdirectora todavía y al tiempo me llamaron la atención porque las chicas venían después de trabajar, sin cambiarse. ¿Y cómo querés que vengan?, me dijo Elena Reynaga. Le respondí que si fueran bomberos no vendrían vestidas de bomberos… Así que al tiempo empezaron a venir de jogging, de pantalones, con otro tipo de ropa.
–En el hospital también generó un programa contra las distintas formas de violencia contra la mujer…
–Bueno, yo había trabajado históricamente con Estela Garrido, una psicóloga de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) que vino varias veces a hablar sobre violencia familiar y había diseñado una encuesta para indagar sobre el tema. En el hospital había agentes de salud que dependían de Servicio Social y que fueron entrenadas para tomar las encuestas en todas las salas donde se atendían mujeres. Los datos confirmaron lo que pensábamos. Había un alto porcentaje de violencia en el hogar y contra la mujer, pero lo que más nos llamó la atención era que más del 20% de las mujeres encuestadas habían tenido varias parejas violentas, es decir, el fenómeno se repetía. Entonces fuimos creando un grupo de interdisciplina con psicólogas, trabajadoras sociales y algunos médicos. Hasta ese momento, los obstetras no habían participado de la atención psicológica de las víctimas. Y para esa época hice además una formación que me marcó mucho.
–¿Sobre qué tema?
–Fui a Nápoles a asistir en un seminario y me encontré con Aníbal Faúndes, un obstetra chileno que trabajó en Brasil e hizo grandes aportes en pro de la legalización del aborto y en temas de violencia sexual. En el año 2000 la doctora Eva Giberti, a instancias del expresidente Néstor Kirchner, crea el Protocolo de Atención a las Víctimas de Violencia. El protocolo obligaba a que las mujeres que iban a hacer la denuncia a una comisaría debían ser trasladadas después en el móvil al hospital. Las recibía un obstetra, que les hacía el examen físico, pero también las atendía la psicóloga, teníamos guardia de psicología en el hospital y atención las 24 horas en la guardia de Maternidad los 365 días del año. A través de una entrevista con la doctora Carmen Argibay, Eva Giberti consiguió además que los médicos legistas participaran también en la redacción del protocolo. Un tiempo después, en Pediatría, armamos un grupo para niños y niñas en riesgo, que sufrieran cualquier tipo de maltrato, elevado administrativamente al Ministerio, creado por resolución. En forma paralela al hospital, yo estaba en el Ministerio de Salud, en el Programa Materno-Infantil, el Promin, y había ido a Tucumán al Hospital Avellaneda, a armar un Servicio de Obstetricia con el mismo criterio que en el Álvarez, con sala de TPR.
–El embarazo adolescente es otro importante problema. ¿Qué piensa usted del programa ENIA, que se implementó en forma oficial para la prevención de embarazos en esta etapa de la vida?
–La prevención del embarazo adolescente siempre me ocupó. Durante muchos años participé del Centro Latinoamericano Salud y Mujer (Celsam), del que fui la última directora, una ONG internacional especializada en el tema. Ahora la iniciativa tiene otro nombre, es la World Contraception Day, creada en Berlín, que al igual que Celsam tiene el apoyo de Bayer y continúa con esas actividades de prevención en numerosos países. Sobre ENIA puedo decir que tuvo problemas en la implementación: hay provincias, especialmente las del norte, que son reacias y la Iglesia es un obstáculo para la educación sexual. La fecundidad ha bajado, pero por el uso de anticonceptivos que no están disponibles todo el tiempo como haría falta para adolescentes… Si una adolescente va a un hospital en una ciudad no la conoce nadie, pero si vive en Orán y hay un único centro de salud es difícil que se anime a ir a pedirlos. Y entonces se automedican, y es un problema. La decisión de tener un hijo en la adolescencia depende mucho también de la edad de la chica. Cuando son muy pequeñas es indudable que el embarazo es producto de una violación.
–¿Cree que la interrupción legal y voluntaria del embarazo encuentra dificultades?
–Tenemos una ley y eso implica un gran progreso. Pero si hay algún profesional objetor de conciencia la ley indica que debe derivar rápidamente a esa mujer a otro lugar donde en el término de dos días pueda practicarse un aborto. Y eso no siempre se cumple. En muchos hospitales hay grandes divergencias. Hay lugares donde se ha declarado sin conocimiento una objeción de conciencia institucional que no puede ser, porque la objeción es personal. Las leyes tienen que ser cumplidas y ejecutadas por personas que no siempre están de acuerdo con lo que dice esa ley. También existen objetores de conciencia en el sector público, pero que no lo son en el sistema privado y eso está mal. El problema no fue solucionado con la ley. Persiste porque además no hay un monitoreo claro de las autoridades que vayan a ver qué se está haciendo. Yo creo que en los 10 años que fui directora del hospital nunca vinieron a ver qué pasaba, quiero decir que desde la parte del Ministerio los programas no se monitorean.
–Hace muchos años que trabaja en estos temas. ¿Está conforme con lo que ha logrado?
–Bueno, no me ha ido tan mal. Creo que cuando una tiene una idea debe conservarla a rajatabla. Yo pertenezco a las tres asociaciones de obstetricia y ginecología más importantes del país y el continente: Sogiba, Fasgo y también Flasog, que es la Federación Latinoamericana de Sociedades de Ginecología y Obstetricia. En las tres instituciones creé y estuve a cargo durante muchos años de comités para trabajar sobre violencia de género. Para muchos tocoginecólogos (toco es sinónimo de “obstetras”) este tema no vale demasiado la pena. Ahora seguimos hablando de la cuestión y es casi igual que hace 20 años. Tanto es así que recién fue en el año 2000 que la Federación Internacional de Ginecología y Obstetricia (FIGO) –de la que también formo parte y soy asesora– realizó el primer seminario sobre violencia de género. Recuerdo que en ese encuentro se generó una situación muy fuerte porque frente a los presidentes de las sociedades de la especialidad de todo el mundo vino un grupo de mujeres desde Londres, que se consideraba por entonces uno de los lugares donde mejor atención recibían las mujeres, y contaron cosas tremendas. Por ejemplo, que habían ido con complicaciones de un aborto espontáneo con el brazo roto o sin dientes o claramente golpeadas y los profesionales que las atendían, varones y mujeres, jamás les habían preguntado nada de eso.
–¿Los ginecólogos y obstetras no están formados para abordar este tipo de situaciones?
–En parte es por eso. Pronto vamos a disponer de los resultados de una encuesta a integrantes de las 24 sociedades de obstetricia y ginecología de la Argentina para conocer las opiniones y las actitudes de obstetras y ginecólogos frente a la violencia. Vamos a presentar los resultados en Neuquén, en octubre, en el próximo Congreso de Fasgo, que por primera vez en su historia tendrá presidenta y vicepresidenta mujeres: Mabel Martino y Claudia Travella.
–Usted dijo recién que la falta de formación es en parte lo que complica que ginecólogos y obstetras detecten o intervengan en situaciones de violencia. ¿Y qué otro aspecto influye?
–Hay un problema económico. Cuando un médico tiene que pagar por un curso de especialización va a elegir temas que después le puedan dar trabajo rentado: cáncer de cuello, de mama, endometriosis, cirugía laparoscópica. Un curso sobre violencia no aporta en ese sentido. Pero también hay que cambiar una forma de pensar. Para muchos obstetras y ginecólogos las únicas víctimas de violencia son las mujeres pobres y simplifican mucho el problema. En las prepagas VIP o en un sanatorio VIP cuando una mujer le va a decir al ginecólogo que es víctima de violencia, no creo que desde la institución se haga la denuncia.
–Es muy paradójico lo que usted cuenta: que muchos de los especialistas que mayor contacto tienen con las mujeres –y con la intimidad de las mujeres– sean tan poco activos frente al problema de la violencia de género…
–Creo que piensan que capacitarse sobre el tema no da rédito y nosotros, desde Fasgo, lo que estamos intentando ahora es dar un paso más allá. Por eso se creó un nuevo Comité, el Comité de Comunidad, y en el próximo Congreso de la especialidad en Neuquén, en octubre, vamos a hablar de noviazgos violentos, de sexualidad en la tercera edad y de otros temas que no se abordan habitualmente. Vamos a convocar también a comunidades más jóvenes para dialogar con ellos. Y daremos un paso más allá porque muchos médicos saldremos nuevamente a la calle, como ya se hizo desde FIGO en India, en París, en Pakistán, en Brasil, en Honduras y en tres ciudades argentinas (Buenos Aires, Rosario y Mar del Plata) con carteles y chalinas anaranjados que piden romper el silencio sobre la violencia. El naranja representa un futuro sin violencia para las niñas y las mujeres.
–Es una buena iniciativa, si se tiene en cuenta que los femicidios no disminuyen…
–Así es. Hay un aumento de los femicidios, y esto quiere decir que las estrategias que se están haciendo son inútiles o son por lo menos insuficientes.
–¿Y los médicos pueden ayudar?
–Sí. Tal vez no directamente, pero si hablan con la paciente la pueden escuchar e indicarle qué hacer. Por ejemplo, recurrir a un servicio hospitalario donde puedan contenerla y asesorarla. Pero para eso hace falta saber con qué recursos se cuenta en cada lugar. Por eso hablamos de un Comité de Comunidad. Nosotros queremos que los médicos ginecólogos y obstetras sean parte de la cadena de prevención. Si un médico ve a una mujer durante los 9 meses de embarazo y un día llega con un ojo negro y le dice que se llevó una puerta por delante, y después a la visita siguiente con un brazo lastimado u otra lesión, en estos casos puede hablar con la mujer y guiarla para que pida ayuda. El médico puede tener una voz autorizada en estos casos e influir positivamente. Eso es lo que buscamos.
Diana Galimberti fue una de las primeras médicas en alzar la voz en defensa de los derechos de las mujeres y al acceso a la salud reproductiva de adolescentes y adultas Read More