Emular las hazañas del primer emperador: una aspiración irresistible para todo caudillo

Ahora que hemos puesto en su lugar al golpista de Alfonsín; ahora que hemos reparado las ignominias de la historia contra el bueno de Joseph McCarthy –después de todo, ¿qué hizo de malo?, se nos pregunta, con un candor que conmueve, desde el poder–, ahora ha llegado el momento de la lucha sin ambages. Ha sonado la hora del “brazo armado”, de la “guardia pretoriana”.

Rápidamente, para aligerar de dramatismo el asunto y suavizar el tono amenazante de las palabras que se escucharon el otro día en el vibrante acto de las “fuerzas del cielo”, se nos explicó que todo era, más bien, metafórico –los “brazos”, en este caso, sólo estarían “armados” con teléfonos celulares, poderosa herramienta de combate del siglo XXI– y simbólico: la estética de la puesta en escena sería deudora de la predilección que campea en el entorno del líder por el imperio romano. Todo atinado y más que comprensible.

Mujeres derrotadas, o no. Por Arturo Pérez-Reverte

Seguro que, entre quienes coreaban: “¡hi-jos-deputa, hi-jos-deputa!” cuando el primus inter pares de los centuriones mencionaba a los “zurdos”, abundaban los aficionados a la historia antigua, los connaisseurs del rico período grecolatino. A saber en qué iconografía se habrán inspirado para la profusión de pendones y el lindo atril que engalanaban la magna sala, lo cierto es que la cosa les quedó más fascistoide que romana; pero no importa, un mal día lo tiene cualquiera, hasta el mejor escenógrafo.

Lo del imperio de los césares, nos dicen, se relaciona con la intención de revalorizar los orígenes de Occidente (origen, esa palabra tan cara, tan imprescindible para todo mito que se precie de tal). Pero si de volver a las fuentes se trata, se les podría recomendar a las flamantes huestes imperiales de las pampas que miren, por ejemplo, un poco a Grecia, cuna de la democracia (perdón por la palabra). Sí, prototipo más que imperfecto del sistema que hoy parece estar en la picota, pero el espíritu de aquellos principios, aun con sus defectos, es lo que nos rige, y lo que hace posible, entre otras cosas, la práctica efectiva de la tan voceada libertad.

Gran legado de Grecia, que, de paso, también dio el primer sustento filosófico al primer cristianismo (quienes se inflan el pecho reivindicando la raíz cristiana podrán solazarse en la patrística). Pero, pensándolo bien, mejor no; demasiados “invertidos” en la Grecia clásica. Gente insana. Por no mencionar al abominable Platón, innegable precursor del infame comunismo. Mejor vamos con los romanos, que eran bien varoncitos, como nos enseñan las películas (a propósito, para seguir perfeccionando nuestros conocimientos en la materia, ahora tenemos en pantalla Gladiador II).

Hay que reconocer que hasta el más gris de los imperios tiene más glamour que la más ejemplar de las democracias. Y atraen a las almas megalómanas y autoritarias como la miel a las moscas. No por nada quiso Hitler fundar el tercer Reich. Y a Mussolini, la herencia imperial italiana lo fascinaba. De hecho, él mismo se sentía llamado por el destino a emular las hazañas de Augusto. Claro, resulta irresistible para todo caudillo aspirar a identificarse con las dotes políticas del primer emperador, “que había tenido el talento de ejercer el poder soberano casi sin demostrarlo”, al decir del historiador y arqueólogo Robert Turcan; o con la sabiduría de Marco Aurelio, cuyas Meditaciones vuelven a estar de moda, banalizadas hasta la insoportable levedad de la autoayuda.

Más difícil se pone el asunto con Tiberio (aunque parte de la historiografía lo reivindique) y ni que hablar de Calígula. Sólo pensar en su talante tempestuoso, sus escabrosos vínculos y su desdén por el Senado (que hacía mérito para ganarse ese desprecio, todo hay que decirlo), da escalofríos. (Breve digresión: cuidado con las guardias pretorianas; si el caso lo amerita, son capaces de cargarse al jefe sin pestañear).

Por otro lado, este revival romano podría llevarnos, en una deriva rocambolesca, a una curiosa paradoja. Al fin y al cabo, el régimen era pagano, enemigo del cristianismo, que a su vez se iba cimentando como el imperio que lo sucedería. En esta compresión fantástica y farsesca de la historia que hoy la política nos ofrece como espectáculo, y que nos trae, al mismo tiempo, cotillón imperial y ominoso tufillo de hogueras fanáticas, no ocurra que entre las fuerzas del cielo pretorianas y las de corte inquisitorial estalle la conflagración menos pensada. Vaya una idea para diseñadores de videojuegos: Nerón vs. Torquemada: la batalla final. Promete emociones fuertes, adrenalina a tope, mucha testosterona y sana diversión. En fin, distracción y entretenimiento a granel. Y un desenlace tan sorprendente como magistral: no importa quién pierda, no gana nadie.

Ahora que hemos puesto en su lugar al golpista de Alfonsín; ahora que hemos reparado las ignominias de la historia contra el bueno de Joseph McCarthy –después de todo, ¿qué hizo de malo?, se nos pregunta, con un candor que conmueve, desde el poder–, ahora ha llegado el momento de la lucha sin ambages. Ha sonado la hora del “brazo armado”, de la “guardia pretoriana”.

Rápidamente, para aligerar de dramatismo el asunto y suavizar el tono amenazante de las palabras que se escucharon el otro día en el vibrante acto de las “fuerzas del cielo”, se nos explicó que todo era, más bien, metafórico –los “brazos”, en este caso, sólo estarían “armados” con teléfonos celulares, poderosa herramienta de combate del siglo XXI– y simbólico: la estética de la puesta en escena sería deudora de la predilección que campea en el entorno del líder por el imperio romano. Todo atinado y más que comprensible.

Mujeres derrotadas, o no. Por Arturo Pérez-Reverte

Seguro que, entre quienes coreaban: “¡hi-jos-deputa, hi-jos-deputa!” cuando el primus inter pares de los centuriones mencionaba a los “zurdos”, abundaban los aficionados a la historia antigua, los connaisseurs del rico período grecolatino. A saber en qué iconografía se habrán inspirado para la profusión de pendones y el lindo atril que engalanaban la magna sala, lo cierto es que la cosa les quedó más fascistoide que romana; pero no importa, un mal día lo tiene cualquiera, hasta el mejor escenógrafo.

Lo del imperio de los césares, nos dicen, se relaciona con la intención de revalorizar los orígenes de Occidente (origen, esa palabra tan cara, tan imprescindible para todo mito que se precie de tal). Pero si de volver a las fuentes se trata, se les podría recomendar a las flamantes huestes imperiales de las pampas que miren, por ejemplo, un poco a Grecia, cuna de la democracia (perdón por la palabra). Sí, prototipo más que imperfecto del sistema que hoy parece estar en la picota, pero el espíritu de aquellos principios, aun con sus defectos, es lo que nos rige, y lo que hace posible, entre otras cosas, la práctica efectiva de la tan voceada libertad.

Gran legado de Grecia, que, de paso, también dio el primer sustento filosófico al primer cristianismo (quienes se inflan el pecho reivindicando la raíz cristiana podrán solazarse en la patrística). Pero, pensándolo bien, mejor no; demasiados “invertidos” en la Grecia clásica. Gente insana. Por no mencionar al abominable Platón, innegable precursor del infame comunismo. Mejor vamos con los romanos, que eran bien varoncitos, como nos enseñan las películas (a propósito, para seguir perfeccionando nuestros conocimientos en la materia, ahora tenemos en pantalla Gladiador II).

Hay que reconocer que hasta el más gris de los imperios tiene más glamour que la más ejemplar de las democracias. Y atraen a las almas megalómanas y autoritarias como la miel a las moscas. No por nada quiso Hitler fundar el tercer Reich. Y a Mussolini, la herencia imperial italiana lo fascinaba. De hecho, él mismo se sentía llamado por el destino a emular las hazañas de Augusto. Claro, resulta irresistible para todo caudillo aspirar a identificarse con las dotes políticas del primer emperador, “que había tenido el talento de ejercer el poder soberano casi sin demostrarlo”, al decir del historiador y arqueólogo Robert Turcan; o con la sabiduría de Marco Aurelio, cuyas Meditaciones vuelven a estar de moda, banalizadas hasta la insoportable levedad de la autoayuda.

Más difícil se pone el asunto con Tiberio (aunque parte de la historiografía lo reivindique) y ni que hablar de Calígula. Sólo pensar en su talante tempestuoso, sus escabrosos vínculos y su desdén por el Senado (que hacía mérito para ganarse ese desprecio, todo hay que decirlo), da escalofríos. (Breve digresión: cuidado con las guardias pretorianas; si el caso lo amerita, son capaces de cargarse al jefe sin pestañear).

Por otro lado, este revival romano podría llevarnos, en una deriva rocambolesca, a una curiosa paradoja. Al fin y al cabo, el régimen era pagano, enemigo del cristianismo, que a su vez se iba cimentando como el imperio que lo sucedería. En esta compresión fantástica y farsesca de la historia que hoy la política nos ofrece como espectáculo, y que nos trae, al mismo tiempo, cotillón imperial y ominoso tufillo de hogueras fanáticas, no ocurra que entre las fuerzas del cielo pretorianas y las de corte inquisitorial estalle la conflagración menos pensada. Vaya una idea para diseñadores de videojuegos: Nerón vs. Torquemada: la batalla final. Promete emociones fuertes, adrenalina a tope, mucha testosterona y sana diversión. En fin, distracción y entretenimiento a granel. Y un desenlace tan sorprendente como magistral: no importa quién pierda, no gana nadie.

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