Aquella noche del 4 de enero de 1938, la gente acumulada en la puerta del edificio ubicado en Avenida Santa Fe 1243, pleno centro de la Ciudad de Buenos Aires, hacía imposible el correcto trabajo de los paparazzi y de la seguridad que estaba destinada al presidente de la Nación Argentina, Agustín Pedro Justo. En esa velada llovían las figuras del espectáculo nacional porque se estaba inaugurando la Casa del Teatro, por la cual la cantante lírica Regina Pacini le había insistido tanto a su esposo y expresidente de Argentina entre 1922 y 1928, Marcelo Torcuato de Alvear. El evento tenía muchos matices de color, como por ejemplo, que el chef encargado del menú era el capocómico Marcos Caplan y las ayudantes de cocina, las prestigiosas Iris Marga, Luisa Vehil y Maruja Gil Quesada. Sin embargo los presentes seguían expectantes y unos con otros se consultaban al oído cuándo llegaría la estrella de la noche. La misma Pacini se negaba a chocar las copas hasta que el invitado de lujo no llegara al festejo. Y de repente todos quedaron opacados cuando se escuchó la voz burlona y excéntrica del actor Florencio Parravicini, la cual como Moisés, dividió las aguas y se hizo un camino hasta la mesa principal donde se realizaría el brindis inaugural. Por aquellos años, “Parra”, como lo llamaba el ambiente artístico, era considerado el Carlos Gardel de la actuación y donde él estuviera, la fiesta y la diversión estaban asegurados. Así, con su copa de champagne en alto, frente a los presentes, entre los que se encontraban actores, políticos e importantes personalidades de la época, se selló la apertura de uno de los templos sagrados de la cultura argentina.
Florencio Bartolomé Parravicini Romero Cazón nació el 24 de agosto de 1876, día en que se celebra San Bartolomé y que según la leyenda, es la única fecha del año en la que el diablo anda suelto. Esto, con los acontecimientos que sucederían en su vida, explicaría un poco su personalidad. Su padre, Reynaldo Parravicini, era un importante coronel de la alta sociedad, íntimo amigo de Julio Argentino Roca, Dalmacio Vélez Sarsfield, Nicolás Avellaneda y Domingo Faustino Sarmiento. Mientras que su madre, Rafaela Romero Cazón, aristocrática de origen, era una mujer que secundaba a su marido en todas las decisiones que tomaba, como irse a vivir a la Penitenciaría Nacional cuando lo nombraron director entre 1887 y 1890. Por lo tanto, el pequeño Florencio pasó en sus primeros años de vida de jugar en los parques con sus amigos de apellidos Alvear, Díaz Vélez, Rosas, Saavedra y Anchorena, a interactuar con asesinos, condenados a cadena perpetua y estafadores de bajo calibre.
La vida de Florencio Parravicini está marcada por un sinfín de rarezas, alguna incomprobables más que por el legado escrito. Si un guionista de cine escribiera su historia de manera literal, lo tildarían de fantasioso, pero en realidad y según los archivos, todo lo que se describirá a continuación sucedió realmente. En principio, su parto ocurrió de manera espontánea en la sala de armas que la familia tenía en su casona de la Calle Larga (actual Avenida Quintana), a metros del Cementerio de la Recoleta que en esa época era llamado “El hueco de las ánimas”. Hermano menor de Silvina, Nicolás, Reinaldo, Jacobo y Rafael, vio la luz en plena clase de esgrima de su padre. La escena tragicómica se dio porque su madre, Rafaela, no llegó a su habitación donde se realizaría el parto y entre sables, floretes, pistolas, trabucos y lanzas, “Parra” dio su primer llanto.
Histriónico y verborrágico como pocos, el pequeño Florencio fue inquieto desde siempre. Todo lo contrario a sus hermanos, de los cuales no hay registros por sobresalir en ninguna área que no sea la ganadería, ya que la familia tenía tierras en gran parte del país. Solo su sobrino lejano, Benjamín Solari Parravicini, que fue quien dio sus profecías y dibujó el famoso “hombre gris”. Pero su sangre efervescente no provenía de sus contemporáneos descendientes, sino de sus exóticas raíces.
Cual embudo de eximias personalidades de la historia universal, en el bueno de Parravicini convivían resabios de Giacomo Casanova, Napoleón Bonaparte y Juan Manuel de Rosas. El árbol genealógico sería: su padre Reynaldo fue hermano de leche del general Lucio Mansilla, hijo de Agustina Rosas, hermana del mencionado Juan Manuel. Mientras que por otra vía, Florencio era también nieto de Jacobo Parravicini di Casanova, embajador del Imperio Austrohúngaro, pariente político de Napoleón Bonaparte y descendiente directo del Giacomo Casanova, el icónico seductor que enamoraba a sus doncellas de forma serial. Por su parte, Jacobo, quien ostentaba el título de marqués, fue el primer Parravicini afincado en la Argentina, que años después, tras convertirse en uno de los hombres más adinerados de la región, fundaría la Bolsa de Comercio de Buenos Aires, en 1854. Una combinación de energías que moldeó su ambición y le propulsó el instinto aventurero y conquistador, en todos los sentidos de la palabra.
Su adolescencia fue un tanto turbulenta. Fue expulsado a los ocho años del colegio de las Inglesitas del barrio de Flores y de la Academia Británica, y lo mismo sucedió en el San José y el San Luis. La primera vez que se fugó de su hogar fue a los 14 años, cuando junto a su amigo Adrián González se unió a la Revolución de 1890 organizada por Leandro N. Alem y Bernardo de Irigoyen para derrocar al presidente de turno, Juárez Celman, íntimo amigo de su padre. Llegó al status de sargento por sus cualidades de liderazgo y por su afinada puntería, sin embargo decidió regresar a su hogar cuando su compañero murió de un balazo. Ya de vuelta en la penitenciaría se encontraría con Juan B. Justo, un exaliado de batallón, con la diferencia que “Parra” estaba del lado de afuera, y Justo tras las rejas.
Pese al mal trago experimentado, su alma inquieta no paró. A los 16 años instaló una agencia de lotería con un socio que tenía, como él, esperanza de una vida independiente sin los beneficios que le daba su apellido. El emprendimiento fracasaría en menos de dos meses debido a las peleas internas que se sucedían en la diaria. “Parra” no quería vender ningún boleto de lotería porque decía todos los días que intuía que esa jornada ganarían la grande. Él le daba un dinero a su socio por la mitad de la venta que no se hacía, pero tampoco ingresaban ganancias por lo que rápidamente cerraron el negocio y la amistad se consumió entre números, deudas y sueños inconclusos.
Travesía de derroche
Su tercera gran osadía fue irse a Europa, donde decía que le esperaba el éxito de sus descendientes. El joven se vanagloriaba de su árbol genealógico de dudosa precisión. Para tal empresa eligió a un compañero de vocación mecánica, mientras él prometía a sus familiares irse a estudiar Ingeniería a Bruselas. Una sutil mentira, ya que el destino elegido en realidad fue París, donde se gastó todos los ahorros que su madre le había dado para sostener su estadía estudiantil hasta que consiguiera un trabajo estable. Su padre ya había muerto a sus 10 años, y tras dos meses de surcar las tempestades de la noche, la lujuria y el desenfreno, se quedó sin dinero y fue gracias al cónsul argentino en Francia -que era amigo de la familia- que pudo regresar al país.
Con su madre harta de sus vaivenes de derroche, se fue a Tierra del Fuego, donde según cuenta su leyenda, fue a cazar lobos hasta que se incorporó a la tripulación del Fasce Ferrara, comandada por el pirata Maine, la cual se dedicaba a robarle la mercadería a los navíos de pesca de la zona y contrabandearla a los mejores postores. Otra vez su coto lo impondría la Policía, cuando el buque oficial Villarino apresó a los delincuentes en pleno mar abierto con todo un cargamento recién robado. Claro, el apellido de Florencio seguía jugando su función de hábeas corpus y el oficial Hermelo, encargado del operativo, metió presos a todos menos a él, quien fue devuelto a su familia como una penitencia divina.
Parravicini ya tenía 19 años y todavía no había indicios de una vida de actor. Si sus primeras dos décadas hubiesen sido un diario, la sección Espectáculos estaría vacía y la de Policiales, completa con las crónicas más irreales. Pero todo fue peor cuando su abuelo y prestigioso diplomático Jacobo Parravicini murió y el joven Parra heredó una fortuna que se contaba en 80 mil ovejas, una estancia cerca del Río Colorado, inmuebles en los barrios de Once y Centro, joyas y algo de dinero en efectivo. Así se puso en marcha su segundo intento de conquista europea, ahora ya sin mentiras ni excusas de estudio, sino con la autoridad de un joven millonario que quería una vida de bon vivant en la Europa de la primera posguerra mundial. Esta vez su periplo duró mucho más, seis años aproximadamente, donde dilapidó su fortuna entre los cabarets de Montmartre y los casinos de la Costa Azul. Su última libra esterlina la dejó en un casino en Montecarlo, donde lejos de deprimirse se envalentonó para pensar de qué forma se ganaría la vida. Mucho tiempo después, en una entrevista que le dio a César Tiempo, su agente literario y encargado de su biografía, diría: “Si no me hubiera perdido esos campos y todas esas propiedades, hoy sería un viejo estanciero de esos que bajan a la ciudad cada 10 años a preguntar si ha cambiado el Gobierno, a darse un atracón de carne en La Cabaña o en el Maipo a ver cualquier espectáculo de la época. […] ¡Qué me quiten lo bailado!”.
Las crónicas que él mismo relataba indicaban que en su estadía europea de derroche trabajó de tirador profesional, profesor de patinaje, aviador, domador de leones, corredor de autos en Berlín y cantante de varieté en la internacional Champs Élysées. Tal fue su éxito en la Ciudad de las Luces, que al regresar a Buenos Aires se ofrece como tirador profesional a Carlos Seguín, empresario del juego en los casinos de Buenos Aires. Él se presentaba como el único tirador capaz de acertarle a una moneda arrojada al aire, apagarle un cigarrillo a su compañero de show o atravesar el cuello de una botella a 20 metros de distancia. Con semejante currículum, fue contratado por 100 pesos diarios. Con shows que se repetían por el asombro que causaba en el público, comenzó una impensada gira por Montevideo, San Pablo y Río de Janeiro con el objetivo puesto en regresar al Viejo Continente, donde se dio el gusto de presentarse en Ámsterdam, Bruselas y Lisboa. También pisó el escenario del Teatro Olympia en París, esta vez como una celebridad y no un forajido cazafortunas.
Comienzos del éxito
En su regreso a Buenos Aires, el aprendiz de artista ya era una figura de renombre. Tal vez le faltaba prestigio y constancia pero no tardarían en llegar. Era el año 1906 y montó su show propio llamado Concierto Varieté, en una sala ubicada en Avenida Rivadavia entre Salta y Santiago de Estero, con un éxito arrollador. Él era el único tirador capaz de disparar de espalda a su objetivo mirando a través de un espejo. Ese cuadro era la sensación de la noche. Además tenía el don de contar lo que fuera con gracia y la intuición de acertar con sus bromas. Aunque siempre en tono irónico y doble sentido que hacía que ninguna de sus presentaciones fueran aptas para todo público, por el contrario, más de uno se ofendía y se retiraba del recinto, lo cual aprovechaba a su favor para hacer reír más a la fervorosa platea.
El ingreso de Parra a la actuación se dio en 1906, a sus casi 30 años, cuando en la sala El Parisien estrenó su olvidada obra Los tres infiernos y fue descubierto por José Podestá, quien le propuso ingresar en su obra El panete, en el Teatro Apolo. En su debut actoral ya con la compañía de Podestá, se negaba a estudiar la letra y cumplir con las pautas establecidas por el autor y director. Así comenzó a hacer un culto de la improvisación, que por aquella época se decía “morcilleo”. Su primera función fue “al toro”, como se dice en la jerga teatral, y el público estallaba de risa por sus silencios, por mirar al apuntador que tenía la letra escrita en cartulinas y por desorientar a sus compañeros, a quienes nunca les daba los pies esperados.
Su fama en pleno ascenso iba de la mano de su impronta de libertino, de lo que trascendía de su vida privada y de lo que alardeaba tanto fuera como arriba del escenario. Se estima que entre 1906 y 1940, el actor interpretó más de 300 obras de teatro, mientras comenzó a incursionar primero en el cine mudo y luego en el sonoro. Su primer film fue Hasta después de muerta en 1916, les siguieron al año siguiente Tierra argentina Dios te bendiga y Por mi bandera, y no paró más de filmar hasta su consagración con una cinta de su propia autoría, Melgarejo, que protagonizó junto con Mecha Ortiz en 1937. Su particular rostro, el cual años después se asociaría al actor italiano Totò, lo hacía distinto. Un gentleman de la sociedad, locuaz, chispeante y de espíritu reo. Una combinación eficaz para el espectáculo argentino que parecía adormecido por la corrección de las estrellas de la época, Enrique Muiño, Francisco Petrone y Elías Alippi.
Amores
De los romances de Florencio Parravicini podrían escribirse varios ensayos con supuestos y trascendidos, ya que el actor tenía fama de muy mujeriego. Sin embargo se le conocieron solo dos mujeres. Su esposa Sara Piñeiro, sobrina nieta del escritor José León Pagano y sobrina de la actriz Angelina Pagano, con quien se casó a los dos meses de conocerla; y su tormentoso romance de menos de tres años con Pepita Avellaneda, aunque se decía que Parra amó a todas las mujeres que conoció y con las que compartió cartel en teatro y cine. El actor justificaba su ansiedad sexual en su antepasado Giacomo Casanova, que lo motivaba a seducir sin límites.
En la década del 30, Parravicini era una de las mayores celebridades del espectáculo argentino. Ganaba por mes más de 10 mil pesos, cuando los actores más encumbrados de la época, no superaban los 1500. El público lo amaba y sin importar qué obra o película protagonizara, en las boleterías se repetía la misma frase: “Una, dos o tres entradas para la de Parra”. Así se sucedieron films como la primera versión de Los muchachos de antes no usaban gomina, en 1937, y Tres anclados en París, de 1938, con un éxito inédito para la época.
En su mayor esplendor, cuando su figura se emparentaba con el mito de Carlos Gardel tras su accidente, en 1935, le detectaron un cáncer de pulmón que lo dejaría malherido en sus años de mayor reputación. Ya en el epílogo de su vida, el actor -que también era pintor, escritor, escultor y músico (tocaba a la perfección el piano, cello y violín) y hablaba cuatro idiomas- en una entrevista que dio en 1938 al desaparecido diario Crítica, confesó: “Si empezara mi vida de nuevo, lo haría directamente con mi profesión de actor”.
Los últimos trabajos de Parra fueron La vida es un tango (1939) y Carnaval de antaño (1940), ya casi al borde de una salud aceptable que le permitía mantenerse en pie. Según su amigo y secretario Pablo Cumo, el 24 de marzo de 1941, Parra le susurró al oído: “Amigo, llegó el momento del pistolazo”. Un día después, el 25 de marzo a las 10 de la mañana, cumplió su sensación y con una energía sorprendente escribió en un papel: “Perdóname Sarita”. Minutos después se disparó en la sien derecha, mientras su mujer estaba en la habitación contigua. Sus restos descansan en el Cementerio de Olivos, y un monumento en su honor realizado por José Fioravanti embellece la Plaza Lavalle, en el centro porteño.
Aquella noche del 4 de enero de 1938, la gente acumulada en la puerta del edificio ubicado en Avenida Santa Fe 1243, pleno centro de la Ciudad de Buenos Aires, hacía imposible el correcto trabajo de los paparazzi y de la seguridad que estaba destinada al presidente de la Nación Argentina, Agustín Pedro Justo. En esa velada llovían las figuras del espectáculo nacional porque se estaba inaugurando la Casa del Teatro, por la cual la cantante lírica Regina Pacini le había insistido tanto a su esposo y expresidente de Argentina entre 1922 y 1928, Marcelo Torcuato de Alvear. El evento tenía muchos matices de color, como por ejemplo, que el chef encargado del menú era el capocómico Marcos Caplan y las ayudantes de cocina, las prestigiosas Iris Marga, Luisa Vehil y Maruja Gil Quesada. Sin embargo los presentes seguían expectantes y unos con otros se consultaban al oído cuándo llegaría la estrella de la noche. La misma Pacini se negaba a chocar las copas hasta que el invitado de lujo no llegara al festejo. Y de repente todos quedaron opacados cuando se escuchó la voz burlona y excéntrica del actor Florencio Parravicini, la cual como Moisés, dividió las aguas y se hizo un camino hasta la mesa principal donde se realizaría el brindis inaugural. Por aquellos años, “Parra”, como lo llamaba el ambiente artístico, era considerado el Carlos Gardel de la actuación y donde él estuviera, la fiesta y la diversión estaban asegurados. Así, con su copa de champagne en alto, frente a los presentes, entre los que se encontraban actores, políticos e importantes personalidades de la época, se selló la apertura de uno de los templos sagrados de la cultura argentina.
Florencio Bartolomé Parravicini Romero Cazón nació el 24 de agosto de 1876, día en que se celebra San Bartolomé y que según la leyenda, es la única fecha del año en la que el diablo anda suelto. Esto, con los acontecimientos que sucederían en su vida, explicaría un poco su personalidad. Su padre, Reynaldo Parravicini, era un importante coronel de la alta sociedad, íntimo amigo de Julio Argentino Roca, Dalmacio Vélez Sarsfield, Nicolás Avellaneda y Domingo Faustino Sarmiento. Mientras que su madre, Rafaela Romero Cazón, aristocrática de origen, era una mujer que secundaba a su marido en todas las decisiones que tomaba, como irse a vivir a la Penitenciaría Nacional cuando lo nombraron director entre 1887 y 1890. Por lo tanto, el pequeño Florencio pasó en sus primeros años de vida de jugar en los parques con sus amigos de apellidos Alvear, Díaz Vélez, Rosas, Saavedra y Anchorena, a interactuar con asesinos, condenados a cadena perpetua y estafadores de bajo calibre.
La vida de Florencio Parravicini está marcada por un sinfín de rarezas, alguna incomprobables más que por el legado escrito. Si un guionista de cine escribiera su historia de manera literal, lo tildarían de fantasioso, pero en realidad y según los archivos, todo lo que se describirá a continuación sucedió realmente. En principio, su parto ocurrió de manera espontánea en la sala de armas que la familia tenía en su casona de la Calle Larga (actual Avenida Quintana), a metros del Cementerio de la Recoleta que en esa época era llamado “El hueco de las ánimas”. Hermano menor de Silvina, Nicolás, Reinaldo, Jacobo y Rafael, vio la luz en plena clase de esgrima de su padre. La escena tragicómica se dio porque su madre, Rafaela, no llegó a su habitación donde se realizaría el parto y entre sables, floretes, pistolas, trabucos y lanzas, “Parra” dio su primer llanto.
Histriónico y verborrágico como pocos, el pequeño Florencio fue inquieto desde siempre. Todo lo contrario a sus hermanos, de los cuales no hay registros por sobresalir en ninguna área que no sea la ganadería, ya que la familia tenía tierras en gran parte del país. Solo su sobrino lejano, Benjamín Solari Parravicini, que fue quien dio sus profecías y dibujó el famoso “hombre gris”. Pero su sangre efervescente no provenía de sus contemporáneos descendientes, sino de sus exóticas raíces.
Cual embudo de eximias personalidades de la historia universal, en el bueno de Parravicini convivían resabios de Giacomo Casanova, Napoleón Bonaparte y Juan Manuel de Rosas. El árbol genealógico sería: su padre Reynaldo fue hermano de leche del general Lucio Mansilla, hijo de Agustina Rosas, hermana del mencionado Juan Manuel. Mientras que por otra vía, Florencio era también nieto de Jacobo Parravicini di Casanova, embajador del Imperio Austrohúngaro, pariente político de Napoleón Bonaparte y descendiente directo del Giacomo Casanova, el icónico seductor que enamoraba a sus doncellas de forma serial. Por su parte, Jacobo, quien ostentaba el título de marqués, fue el primer Parravicini afincado en la Argentina, que años después, tras convertirse en uno de los hombres más adinerados de la región, fundaría la Bolsa de Comercio de Buenos Aires, en 1854. Una combinación de energías que moldeó su ambición y le propulsó el instinto aventurero y conquistador, en todos los sentidos de la palabra.
Su adolescencia fue un tanto turbulenta. Fue expulsado a los ocho años del colegio de las Inglesitas del barrio de Flores y de la Academia Británica, y lo mismo sucedió en el San José y el San Luis. La primera vez que se fugó de su hogar fue a los 14 años, cuando junto a su amigo Adrián González se unió a la Revolución de 1890 organizada por Leandro N. Alem y Bernardo de Irigoyen para derrocar al presidente de turno, Juárez Celman, íntimo amigo de su padre. Llegó al status de sargento por sus cualidades de liderazgo y por su afinada puntería, sin embargo decidió regresar a su hogar cuando su compañero murió de un balazo. Ya de vuelta en la penitenciaría se encontraría con Juan B. Justo, un exaliado de batallón, con la diferencia que “Parra” estaba del lado de afuera, y Justo tras las rejas.
Pese al mal trago experimentado, su alma inquieta no paró. A los 16 años instaló una agencia de lotería con un socio que tenía, como él, esperanza de una vida independiente sin los beneficios que le daba su apellido. El emprendimiento fracasaría en menos de dos meses debido a las peleas internas que se sucedían en la diaria. “Parra” no quería vender ningún boleto de lotería porque decía todos los días que intuía que esa jornada ganarían la grande. Él le daba un dinero a su socio por la mitad de la venta que no se hacía, pero tampoco ingresaban ganancias por lo que rápidamente cerraron el negocio y la amistad se consumió entre números, deudas y sueños inconclusos.
Travesía de derroche
Su tercera gran osadía fue irse a Europa, donde decía que le esperaba el éxito de sus descendientes. El joven se vanagloriaba de su árbol genealógico de dudosa precisión. Para tal empresa eligió a un compañero de vocación mecánica, mientras él prometía a sus familiares irse a estudiar Ingeniería a Bruselas. Una sutil mentira, ya que el destino elegido en realidad fue París, donde se gastó todos los ahorros que su madre le había dado para sostener su estadía estudiantil hasta que consiguiera un trabajo estable. Su padre ya había muerto a sus 10 años, y tras dos meses de surcar las tempestades de la noche, la lujuria y el desenfreno, se quedó sin dinero y fue gracias al cónsul argentino en Francia -que era amigo de la familia- que pudo regresar al país.
Con su madre harta de sus vaivenes de derroche, se fue a Tierra del Fuego, donde según cuenta su leyenda, fue a cazar lobos hasta que se incorporó a la tripulación del Fasce Ferrara, comandada por el pirata Maine, la cual se dedicaba a robarle la mercadería a los navíos de pesca de la zona y contrabandearla a los mejores postores. Otra vez su coto lo impondría la Policía, cuando el buque oficial Villarino apresó a los delincuentes en pleno mar abierto con todo un cargamento recién robado. Claro, el apellido de Florencio seguía jugando su función de hábeas corpus y el oficial Hermelo, encargado del operativo, metió presos a todos menos a él, quien fue devuelto a su familia como una penitencia divina.
Parravicini ya tenía 19 años y todavía no había indicios de una vida de actor. Si sus primeras dos décadas hubiesen sido un diario, la sección Espectáculos estaría vacía y la de Policiales, completa con las crónicas más irreales. Pero todo fue peor cuando su abuelo y prestigioso diplomático Jacobo Parravicini murió y el joven Parra heredó una fortuna que se contaba en 80 mil ovejas, una estancia cerca del Río Colorado, inmuebles en los barrios de Once y Centro, joyas y algo de dinero en efectivo. Así se puso en marcha su segundo intento de conquista europea, ahora ya sin mentiras ni excusas de estudio, sino con la autoridad de un joven millonario que quería una vida de bon vivant en la Europa de la primera posguerra mundial. Esta vez su periplo duró mucho más, seis años aproximadamente, donde dilapidó su fortuna entre los cabarets de Montmartre y los casinos de la Costa Azul. Su última libra esterlina la dejó en un casino en Montecarlo, donde lejos de deprimirse se envalentonó para pensar de qué forma se ganaría la vida. Mucho tiempo después, en una entrevista que le dio a César Tiempo, su agente literario y encargado de su biografía, diría: “Si no me hubiera perdido esos campos y todas esas propiedades, hoy sería un viejo estanciero de esos que bajan a la ciudad cada 10 años a preguntar si ha cambiado el Gobierno, a darse un atracón de carne en La Cabaña o en el Maipo a ver cualquier espectáculo de la época. […] ¡Qué me quiten lo bailado!”.
Las crónicas que él mismo relataba indicaban que en su estadía europea de derroche trabajó de tirador profesional, profesor de patinaje, aviador, domador de leones, corredor de autos en Berlín y cantante de varieté en la internacional Champs Élysées. Tal fue su éxito en la Ciudad de las Luces, que al regresar a Buenos Aires se ofrece como tirador profesional a Carlos Seguín, empresario del juego en los casinos de Buenos Aires. Él se presentaba como el único tirador capaz de acertarle a una moneda arrojada al aire, apagarle un cigarrillo a su compañero de show o atravesar el cuello de una botella a 20 metros de distancia. Con semejante currículum, fue contratado por 100 pesos diarios. Con shows que se repetían por el asombro que causaba en el público, comenzó una impensada gira por Montevideo, San Pablo y Río de Janeiro con el objetivo puesto en regresar al Viejo Continente, donde se dio el gusto de presentarse en Ámsterdam, Bruselas y Lisboa. También pisó el escenario del Teatro Olympia en París, esta vez como una celebridad y no un forajido cazafortunas.
Comienzos del éxito
En su regreso a Buenos Aires, el aprendiz de artista ya era una figura de renombre. Tal vez le faltaba prestigio y constancia pero no tardarían en llegar. Era el año 1906 y montó su show propio llamado Concierto Varieté, en una sala ubicada en Avenida Rivadavia entre Salta y Santiago de Estero, con un éxito arrollador. Él era el único tirador capaz de disparar de espalda a su objetivo mirando a través de un espejo. Ese cuadro era la sensación de la noche. Además tenía el don de contar lo que fuera con gracia y la intuición de acertar con sus bromas. Aunque siempre en tono irónico y doble sentido que hacía que ninguna de sus presentaciones fueran aptas para todo público, por el contrario, más de uno se ofendía y se retiraba del recinto, lo cual aprovechaba a su favor para hacer reír más a la fervorosa platea.
El ingreso de Parra a la actuación se dio en 1906, a sus casi 30 años, cuando en la sala El Parisien estrenó su olvidada obra Los tres infiernos y fue descubierto por José Podestá, quien le propuso ingresar en su obra El panete, en el Teatro Apolo. En su debut actoral ya con la compañía de Podestá, se negaba a estudiar la letra y cumplir con las pautas establecidas por el autor y director. Así comenzó a hacer un culto de la improvisación, que por aquella época se decía “morcilleo”. Su primera función fue “al toro”, como se dice en la jerga teatral, y el público estallaba de risa por sus silencios, por mirar al apuntador que tenía la letra escrita en cartulinas y por desorientar a sus compañeros, a quienes nunca les daba los pies esperados.
Su fama en pleno ascenso iba de la mano de su impronta de libertino, de lo que trascendía de su vida privada y de lo que alardeaba tanto fuera como arriba del escenario. Se estima que entre 1906 y 1940, el actor interpretó más de 300 obras de teatro, mientras comenzó a incursionar primero en el cine mudo y luego en el sonoro. Su primer film fue Hasta después de muerta en 1916, les siguieron al año siguiente Tierra argentina Dios te bendiga y Por mi bandera, y no paró más de filmar hasta su consagración con una cinta de su propia autoría, Melgarejo, que protagonizó junto con Mecha Ortiz en 1937. Su particular rostro, el cual años después se asociaría al actor italiano Totò, lo hacía distinto. Un gentleman de la sociedad, locuaz, chispeante y de espíritu reo. Una combinación eficaz para el espectáculo argentino que parecía adormecido por la corrección de las estrellas de la época, Enrique Muiño, Francisco Petrone y Elías Alippi.
Amores
De los romances de Florencio Parravicini podrían escribirse varios ensayos con supuestos y trascendidos, ya que el actor tenía fama de muy mujeriego. Sin embargo se le conocieron solo dos mujeres. Su esposa Sara Piñeiro, sobrina nieta del escritor José León Pagano y sobrina de la actriz Angelina Pagano, con quien se casó a los dos meses de conocerla; y su tormentoso romance de menos de tres años con Pepita Avellaneda, aunque se decía que Parra amó a todas las mujeres que conoció y con las que compartió cartel en teatro y cine. El actor justificaba su ansiedad sexual en su antepasado Giacomo Casanova, que lo motivaba a seducir sin límites.
En la década del 30, Parravicini era una de las mayores celebridades del espectáculo argentino. Ganaba por mes más de 10 mil pesos, cuando los actores más encumbrados de la época, no superaban los 1500. El público lo amaba y sin importar qué obra o película protagonizara, en las boleterías se repetía la misma frase: “Una, dos o tres entradas para la de Parra”. Así se sucedieron films como la primera versión de Los muchachos de antes no usaban gomina, en 1937, y Tres anclados en París, de 1938, con un éxito inédito para la época.
En su mayor esplendor, cuando su figura se emparentaba con el mito de Carlos Gardel tras su accidente, en 1935, le detectaron un cáncer de pulmón que lo dejaría malherido en sus años de mayor reputación. Ya en el epílogo de su vida, el actor -que también era pintor, escritor, escultor y músico (tocaba a la perfección el piano, cello y violín) y hablaba cuatro idiomas- en una entrevista que dio en 1938 al desaparecido diario Crítica, confesó: “Si empezara mi vida de nuevo, lo haría directamente con mi profesión de actor”.
Los últimos trabajos de Parra fueron La vida es un tango (1939) y Carnaval de antaño (1940), ya casi al borde de una salud aceptable que le permitía mantenerse en pie. Según su amigo y secretario Pablo Cumo, el 24 de marzo de 1941, Parra le susurró al oído: “Amigo, llegó el momento del pistolazo”. Un día después, el 25 de marzo a las 10 de la mañana, cumplió su sensación y con una energía sorprendente escribió en un papel: “Perdóname Sarita”. Minutos después se disparó en la sien derecha, mientras su mujer estaba en la habitación contigua. Sus restos descansan en el Cementerio de Olivos, y un monumento en su honor realizado por José Fioravanti embellece la Plaza Lavalle, en el centro porteño.
Fue tirador profesional, profesor de patinaje, aviador, domador de leones, corredor de autos en Berlín y cantante de varieté en París, pero su don de contar anécdotas con gracia y la intuición para hacer reír con sus bromas lo convirtió en una figura del teatro argentino Read More