El discreto encanto de la normalidad

Acorde a las previsiones de las principales consultoras económicas y los bancos más prestigiosos de aquí y del mundo, en 2025 la inflación no superaría el 25/30% anual y el valor del dólar lograría mantenerse en un rango de crecimiento acotado. Si 2024 fue el año del shock, éste que recién comienza tiene la intención manifiesta de transformarse en su antítesis. Estaría signado por la estabilidad y la previsibilidad.

Adicionalmente la economía crecería cerca del 5% y el consumo recuperaría una parte de lo perdido en el 2024. Aunque, lejos de la euforia, es pertinente considerar que sería una recuperación muy heterogénea entre los sectores. La configuración dual de la sociedad argentina, que lleva años gestándose, se coagula. Los patrones de compra resultan un espejo fiel de esa fractura expuesta.

Basta para ello un ejemplo: en enero último las ventas de autos 0km crecieron 103% mientras que las de consumo masivo cayeron 10,5%. El turismo emisivo creció 73% interanual –a Brasil 92%–. Al mismo tiempo, las ventas en autoservicios de barrio se redujeron 13,5%. Estamos hablando en todos los casos de comparaciones interanuales: enero de 2025 vs. enero de 2024. La misma dinámica se mantuvo durante el mes de febrero. Se devela estructural, antes que meramente coyuntural.

Detrás de la frialdad de los números y lo que reflejan de la materialidad cotidiana, se esconde algo aún más importante. Tiene una sustancia intangible, imposible de cuantificar con exactitud. Cuesta visualizarlo, pero es posible registrar su vibración. Se siente en el ambiente, se vivencia en la calle, se dibuja con delicadeza en los rostros. Lo registra con singular potencia nuestro estudio cualitativo más reciente sobre el humor social, que acabamos de concluir.

Cómo una ráfaga de aire fresco se está adueñando de la escena una visita distante, extraña, mucho más anhelada que conocida por la sociedad argentina: la normalidad.

Su encanto es discreto porque se apoya en un territorio estragado por la degradación. Fueron décadas de deterioro sobre una fisonomía colectiva que, además, de 2020 para acá, recibió, en los propios términos de los ciudadanos, “un bombardeo”. Y porque debe luchar contra el escepticismo y la decepción crónica.

La incipiente normalidad tiene un peso específico sustancial justamente por su carencia, pero dista de ser suficiente. Se erige sobre los escombros de una larga guerra perdida.

Alcanza para sostener la esperanza, que se mantiene como un sentimiento dominante, aunque no logra todavía despejar ni la incertidumbre, ni la angustia y mucho menos el temor. La ilusión existe y es bien real, pero se revela frágil, vulnerable, bajo amenaza.

La sociedad está lejos de bajar la guardia y asumir que las condiciones actuales son sustentables. Lo desea, pero todavía no lo siente. Lo aprovecha, más no es capaz de atenuar el histórico estado de alerta continuo.

Sabe que el fluir actual y previsto de los acontecimientos se encuentra todavía en estado condicional. Es apenas el prototipo de una innovación potencialmente muy disruptiva. Como es sabido, muchos prototipos se agotan en esa instancia y nunca llegan a ser un producto final.

Traducido a la situación presente: es necesario considerar que, cualquier hecho que en otros lugares resultaría menor o pasaría desapercibido, aquí activaría la memoria traumática y convocaría de inmediato a todos los fantasmas confirmando aquella letanía popular que se encarna en frases como “yo sabía”, “yo te avisé”, “yo esto ya lo viví” o “esta ya la vi”.

Las monedas

Aun hoy en ciudades de Europa, como Madrid, Roma, París, Londres o Copenhague, por ejemplo, las billeteras siguen teniendo un espacio, con cierre o broche, para ese objeto antiguo que, tanto en apariencia como en sustancia, fue concebido para ser atemporal: las monedas. De hecho, existen, además, los monederos. Los fabrican las marcas de lujo, así como las más accesibles. Las monedas valen, allí donde la moneda vale. Hacen sentido como objeto físico donde tienen sentido práctico.

Nuestro espiral descendente que se expresa de modo tangible y lacerante, entre otros aspectos, en el tobogán sin fin del peso, que llevó a la desaparición o la inutilidad de las monedas, generó que esos espacios físicos resultaran una mala idea, un desperdicio de recursos.

Aquí las billeteras son diseñadas para los billetes y las tarjetas de débito y crédito. Subidos a la transformación digital, millones de consumidores que ya se autodenominan cash less, tienen ahora billeteras digitales. Su smartphone es su monedero. Allí sí se paga al centavo, sin redondeos por donde suele fugarse el dinero. Este pequeño hecho de la cotidianeidad, esta sutileza del ámbito del consumo, tiene en sí misma un poderoso valor simbólico.

En el mundo desarrollado sigue siendo normal pagar un taxi con monedas físicas, pequeñas o grandes, livianas o pesadas, de mayor o menor nominalidad, pero todas ellas válidas porque su durabilidad les ha dado valor. Es mucho menos frecuente que en el pasado, pero continúa siendo algo normal.

La normalidad no es rimbombante. Cuando entra en la escena, lo hace de modo sigiloso, sin estruendo. Sus promesas son más bien tenues, de baja intensidad. Y, sin embargo, puede ser muy seductoras. Es en su vaticinio de calma y sosiego donde reside el encanto de la normalidad.

Su capacidad de atracción se origina más en un no hacer que en el hacer. En aquello que discretamente evita: una cierta voluptuosidad de los acontecimientos que transforma el devenir en algo tumultuoso, incapaz de ser anticipado y de brindar tranquilidad. Ese vértigo que termina siendo una carrera hacia ninguna parte. Esa vida que “no es vida” como expresaban los argentinos cuando la inflación superaba el 200% anual.

Al fin y al cabo, de eso se trata el efecto mágico de la normalidad. De la seguridad que brindan sus dos vigas centrales: la estabilidad y la previsibilidad.

Lo estable, aquello que perdura, que atraviesa el tiempo sin perder su identidad, que no se deforma ni modifica su sustancia, termina generando algo que resulta crítico para la esencia gregaria de los seres humanos. Estoy hablando, por supuesto, de la confianza.

En los términos del diccionario de la RAE, “esa esperanza firme que se tiene de alguien o algo”. La confianza se vincula con la seguridad y con la tranquilidad, con la credulidad y la determinación. Por eso resulta clave para la acción. Es “ánimo y vigor para obrar”.

Lo que se puede imaginar, prever, anticipar, abona dicha confianza con los nutrientes de un imaginario posible, probable, esperable. Como se puede calcular, entonces se sabe en qué y en quién confiar. Y, por ende, se acota el riesgo, y crece la vocación por actuar.

Pedirles a los argentinos que, de pronto, confíen ciegamente en las condiciones del presente que traen inscriptas la vocación de la normalidad, es una exageración. La historia se cansó de lastimar su capacidad para la credulidad repentina. Cada vez que coquetearon con “lo normal” vieron traicionada su confianza.

Fue así que los habitantes de esta tierra moldearon su carácter para afrontar lo inesperado, convivir con lo incierto, y darle crédito a lo impensable. Una habilidad y un talento poco frecuentes allí donde estas cualidades son menos necesarias.

El mundo contemporáneo se ha tornado mucho más volátil que en el pasado. Palabras de impronta apocalíptica como como caos, catástrofe o la inquietante “permacrisis” se apoderan del discurso global.

Los hábitos que los ciudadanos de este país llevan en su carga genética hoy son muy valorados a nivel global. La gran diferencia es que lo que allá, en la distancia, es novedad, aquí, en la cercanía de lo cotidiano, es agobio.

Como bien afirmaba José Antonio Marina en su ensayo Pequeño tratado de los grandes vicios, toda virtud llevada al extremo es vicio. Los dos conceptos tienen una misma raíz. Lo único que los diferencia es una cuestión de grado. Ambos nacen de la pasión, que es, por naturaleza, ambivalente.

El filósofo español decía en aquel ensayo publicado en 2011 que “los rasgos que hacen atractiva la pasión son la intensidad y la energía. Los que la hacen peligrosa son esa misma energía, que resulta difícil de controlar, y su exclusividad obsesiva. Toda pasión es monotemática”.

Nos recordaba además que, como el yin y el yang, una y la otra, son intrínsecas a lo humano. Decía que: “el primer significado de virtud fue energía, y el de vicio, impotencia, debilidad. Se oponen pues como la plenitud y la carencia, como el poder y la sumisión”.

Esta es una idea que nació en el pensamiento del propio Aristóteles, quien siempre bregó por el inasible “término medio” y la necesidad de generar hábitos que pudieran exaltar las virtudes manteniendo a raya los vicios. Para eso era necesario alcanzar el equilibrio entre los extremos. En su concepción ningún extremo era bueno. Tanto por exceso como por defecto provocaban inestabilidad.

Para uno de los padres del pensamiento occidental, un hábito era “una pauta de respuesta estable, aprendida, que facilita la acción, la hace más sencilla, agradable y eficaz”. En la era contemporánea cargada de atracciones, tentaciones y posibilidades, sabemos muy bien que los hábitos pueden jugarnos a favor o en contra.

Mientras más los repetimos, más se arraigan en los circuitos neuronales de nuestro cerebro. Ya sea a nivel personal, como en el ámbito colectivo. La repetición hace al hábito y el hábito promueve la repetición. Se produce entre ellos una relación simbiótica que, una vez consolidada, es muy difícil de desarticular. Requiere de una convicción y un esfuerzo notable para poder desactivarse.

La virtud de la adaptabilidad, tan útil para la supervivencia en un entorno hostil, se nos ha vuelto vicio. Desarrollamos una extraña adicción a la anormalidad. Nos habituamos a ella y moldeamos nuestras conductas para interactuar con lo imprevisible asumiéndolo como el estado natural de las cosas.

Como toda adicción, no es sencillo deshacerse de ella. Aun quienes lo logran, se reconocen siempre a su merced. Quizás sea este el mayor desafío del año 2025: desentrañar de qué se trata vivir en un contexto donde la inflación y el dólar dejen de ser un factor de alarma permanente. Lo que equivale a decir, en un ecosistema más “normal”. Y todo lo que eso implica.

Tanto en el ámbito de lo personal, como en el de las empresas y sus estrategias de negocio. Está claro que aquello que funcionaba en un entorno plagado de anomalías, difícilmente podría ser igual de útil cuando las variables tienden a ordenarse.

Para pensar este momento, vale la pena recordar las palabras de Julio María Sanguinetti, ese gran estadista latinoamericano que, a sus 89 años, nos sigue balizando el camino con su pensamiento.

En una columna de opinión, que publicó en LA NACION el 29 de octubre de 2022, tocaba una fibra muy sensible para nosotros. Decía: “La Argentina ¿carece de recursos humanos, ha perdido su enorme potencial? Todo lo contrario. Lo que necesita es diez años de tranquilidad, que los poderes funcionen, que el dólar no sea primera página todos los días, que los jueces no sean quienes resuelven los conflictos políticos. Sobra gente capaz, aun en la política, pero –aparentemente– la razón no paga”.

Sanguinetti fue uno de los arquitectos de ese Uruguay que los argentinos juzgan hoy como “un país normal”. Reconocen que no es una panacea, y que tampoco juega en la liga de otras naciones pequeñas con altos estándares de calidad de vida, como los estados nórdicos, pero exhibe la virtud de haber logrado que el discreto encanto de la normalidad, después de décadas de arraigo, luzca sustentable. No es poco en una región convulsa como Latinoamérica.

Bregando por esa razón que él proponía, y que tiene un hilo conductor con la filosofía aristotélica que veía en ella el único modo de pensar bien, podemos ahora con más calma, superado el shock de 2024, preguntarnos si lo que juzgamos como normal resulta toda la normalidad que somos capaces de tener o de tolerar.

O si esto es apenas un primer paso, una mera condición para que emerjan otras normalidades. ¿Estas dos condiciones monetarias, materiales, terrenales, son apenas un primer eslabón de una larga cadena de sucesos que debieran encadenarse para que, algún día, con el paso de los años, podamos mirar hacia atrás y encontrar en este tiempo el germen histórico de un país normal?

Por el contrario, parados frente a la ambigüedad de lo incierto, resulta válido el interrogante opuesto: ¿estas normalidades económicas justifican otras cosas que, una parte importante de la sociedad juzga como anormales? ¿Podríamos ser acaso igual de anormales que siempre, o incluso peor, aunque algún día volvieran a fabricarse billeteras con hueco y cierre para monedas?

La normalidad es un concepto que tiene en lo material una columna vertebral, una viga estructural, pero que lo excede por mucho. Tanto el individuo como la sociedad, lo íntimo y lo expuesto, lo privado y lo público, deben ser comprendidos como una condensación de complejidades múltiples. El ser humano es, por naturaleza, una entidad que requiere un abordaje y un tratamiento sutil, tan polifacético como integral.

Dicho de otro modo: estas dos condiciones que son profundamente necesarias, -estabilidad y previsibilidad- ¿son suficientes? ¿O acaso si creemos eso, y nos conformamos con la precariedad de lo básico, estaríamos convocando, una vez más, secretamente, a la oscuridad de nuestros vicios?

Acorde a las previsiones de las principales consultoras económicas y los bancos más prestigiosos de aquí y del mundo, en 2025 la inflación no superaría el 25/30% anual y el valor del dólar lograría mantenerse en un rango de crecimiento acotado. Si 2024 fue el año del shock, éste que recién comienza tiene la intención manifiesta de transformarse en su antítesis. Estaría signado por la estabilidad y la previsibilidad.

Adicionalmente la economía crecería cerca del 5% y el consumo recuperaría una parte de lo perdido en el 2024. Aunque, lejos de la euforia, es pertinente considerar que sería una recuperación muy heterogénea entre los sectores. La configuración dual de la sociedad argentina, que lleva años gestándose, se coagula. Los patrones de compra resultan un espejo fiel de esa fractura expuesta.

Basta para ello un ejemplo: en enero último las ventas de autos 0km crecieron 103% mientras que las de consumo masivo cayeron 10,5%. El turismo emisivo creció 73% interanual –a Brasil 92%–. Al mismo tiempo, las ventas en autoservicios de barrio se redujeron 13,5%. Estamos hablando en todos los casos de comparaciones interanuales: enero de 2025 vs. enero de 2024. La misma dinámica se mantuvo durante el mes de febrero. Se devela estructural, antes que meramente coyuntural.

Detrás de la frialdad de los números y lo que reflejan de la materialidad cotidiana, se esconde algo aún más importante. Tiene una sustancia intangible, imposible de cuantificar con exactitud. Cuesta visualizarlo, pero es posible registrar su vibración. Se siente en el ambiente, se vivencia en la calle, se dibuja con delicadeza en los rostros. Lo registra con singular potencia nuestro estudio cualitativo más reciente sobre el humor social, que acabamos de concluir.

Cómo una ráfaga de aire fresco se está adueñando de la escena una visita distante, extraña, mucho más anhelada que conocida por la sociedad argentina: la normalidad.

Su encanto es discreto porque se apoya en un territorio estragado por la degradación. Fueron décadas de deterioro sobre una fisonomía colectiva que, además, de 2020 para acá, recibió, en los propios términos de los ciudadanos, “un bombardeo”. Y porque debe luchar contra el escepticismo y la decepción crónica.

La incipiente normalidad tiene un peso específico sustancial justamente por su carencia, pero dista de ser suficiente. Se erige sobre los escombros de una larga guerra perdida.

Alcanza para sostener la esperanza, que se mantiene como un sentimiento dominante, aunque no logra todavía despejar ni la incertidumbre, ni la angustia y mucho menos el temor. La ilusión existe y es bien real, pero se revela frágil, vulnerable, bajo amenaza.

La sociedad está lejos de bajar la guardia y asumir que las condiciones actuales son sustentables. Lo desea, pero todavía no lo siente. Lo aprovecha, más no es capaz de atenuar el histórico estado de alerta continuo.

Sabe que el fluir actual y previsto de los acontecimientos se encuentra todavía en estado condicional. Es apenas el prototipo de una innovación potencialmente muy disruptiva. Como es sabido, muchos prototipos se agotan en esa instancia y nunca llegan a ser un producto final.

Traducido a la situación presente: es necesario considerar que, cualquier hecho que en otros lugares resultaría menor o pasaría desapercibido, aquí activaría la memoria traumática y convocaría de inmediato a todos los fantasmas confirmando aquella letanía popular que se encarna en frases como “yo sabía”, “yo te avisé”, “yo esto ya lo viví” o “esta ya la vi”.

Las monedas

Aun hoy en ciudades de Europa, como Madrid, Roma, París, Londres o Copenhague, por ejemplo, las billeteras siguen teniendo un espacio, con cierre o broche, para ese objeto antiguo que, tanto en apariencia como en sustancia, fue concebido para ser atemporal: las monedas. De hecho, existen, además, los monederos. Los fabrican las marcas de lujo, así como las más accesibles. Las monedas valen, allí donde la moneda vale. Hacen sentido como objeto físico donde tienen sentido práctico.

Nuestro espiral descendente que se expresa de modo tangible y lacerante, entre otros aspectos, en el tobogán sin fin del peso, que llevó a la desaparición o la inutilidad de las monedas, generó que esos espacios físicos resultaran una mala idea, un desperdicio de recursos.

Aquí las billeteras son diseñadas para los billetes y las tarjetas de débito y crédito. Subidos a la transformación digital, millones de consumidores que ya se autodenominan cash less, tienen ahora billeteras digitales. Su smartphone es su monedero. Allí sí se paga al centavo, sin redondeos por donde suele fugarse el dinero. Este pequeño hecho de la cotidianeidad, esta sutileza del ámbito del consumo, tiene en sí misma un poderoso valor simbólico.

En el mundo desarrollado sigue siendo normal pagar un taxi con monedas físicas, pequeñas o grandes, livianas o pesadas, de mayor o menor nominalidad, pero todas ellas válidas porque su durabilidad les ha dado valor. Es mucho menos frecuente que en el pasado, pero continúa siendo algo normal.

La normalidad no es rimbombante. Cuando entra en la escena, lo hace de modo sigiloso, sin estruendo. Sus promesas son más bien tenues, de baja intensidad. Y, sin embargo, puede ser muy seductoras. Es en su vaticinio de calma y sosiego donde reside el encanto de la normalidad.

Su capacidad de atracción se origina más en un no hacer que en el hacer. En aquello que discretamente evita: una cierta voluptuosidad de los acontecimientos que transforma el devenir en algo tumultuoso, incapaz de ser anticipado y de brindar tranquilidad. Ese vértigo que termina siendo una carrera hacia ninguna parte. Esa vida que “no es vida” como expresaban los argentinos cuando la inflación superaba el 200% anual.

Al fin y al cabo, de eso se trata el efecto mágico de la normalidad. De la seguridad que brindan sus dos vigas centrales: la estabilidad y la previsibilidad.

Lo estable, aquello que perdura, que atraviesa el tiempo sin perder su identidad, que no se deforma ni modifica su sustancia, termina generando algo que resulta crítico para la esencia gregaria de los seres humanos. Estoy hablando, por supuesto, de la confianza.

En los términos del diccionario de la RAE, “esa esperanza firme que se tiene de alguien o algo”. La confianza se vincula con la seguridad y con la tranquilidad, con la credulidad y la determinación. Por eso resulta clave para la acción. Es “ánimo y vigor para obrar”.

Lo que se puede imaginar, prever, anticipar, abona dicha confianza con los nutrientes de un imaginario posible, probable, esperable. Como se puede calcular, entonces se sabe en qué y en quién confiar. Y, por ende, se acota el riesgo, y crece la vocación por actuar.

Pedirles a los argentinos que, de pronto, confíen ciegamente en las condiciones del presente que traen inscriptas la vocación de la normalidad, es una exageración. La historia se cansó de lastimar su capacidad para la credulidad repentina. Cada vez que coquetearon con “lo normal” vieron traicionada su confianza.

Fue así que los habitantes de esta tierra moldearon su carácter para afrontar lo inesperado, convivir con lo incierto, y darle crédito a lo impensable. Una habilidad y un talento poco frecuentes allí donde estas cualidades son menos necesarias.

El mundo contemporáneo se ha tornado mucho más volátil que en el pasado. Palabras de impronta apocalíptica como como caos, catástrofe o la inquietante “permacrisis” se apoderan del discurso global.

Los hábitos que los ciudadanos de este país llevan en su carga genética hoy son muy valorados a nivel global. La gran diferencia es que lo que allá, en la distancia, es novedad, aquí, en la cercanía de lo cotidiano, es agobio.

Como bien afirmaba José Antonio Marina en su ensayo Pequeño tratado de los grandes vicios, toda virtud llevada al extremo es vicio. Los dos conceptos tienen una misma raíz. Lo único que los diferencia es una cuestión de grado. Ambos nacen de la pasión, que es, por naturaleza, ambivalente.

El filósofo español decía en aquel ensayo publicado en 2011 que “los rasgos que hacen atractiva la pasión son la intensidad y la energía. Los que la hacen peligrosa son esa misma energía, que resulta difícil de controlar, y su exclusividad obsesiva. Toda pasión es monotemática”.

Nos recordaba además que, como el yin y el yang, una y la otra, son intrínsecas a lo humano. Decía que: “el primer significado de virtud fue energía, y el de vicio, impotencia, debilidad. Se oponen pues como la plenitud y la carencia, como el poder y la sumisión”.

Esta es una idea que nació en el pensamiento del propio Aristóteles, quien siempre bregó por el inasible “término medio” y la necesidad de generar hábitos que pudieran exaltar las virtudes manteniendo a raya los vicios. Para eso era necesario alcanzar el equilibrio entre los extremos. En su concepción ningún extremo era bueno. Tanto por exceso como por defecto provocaban inestabilidad.

Para uno de los padres del pensamiento occidental, un hábito era “una pauta de respuesta estable, aprendida, que facilita la acción, la hace más sencilla, agradable y eficaz”. En la era contemporánea cargada de atracciones, tentaciones y posibilidades, sabemos muy bien que los hábitos pueden jugarnos a favor o en contra.

Mientras más los repetimos, más se arraigan en los circuitos neuronales de nuestro cerebro. Ya sea a nivel personal, como en el ámbito colectivo. La repetición hace al hábito y el hábito promueve la repetición. Se produce entre ellos una relación simbiótica que, una vez consolidada, es muy difícil de desarticular. Requiere de una convicción y un esfuerzo notable para poder desactivarse.

La virtud de la adaptabilidad, tan útil para la supervivencia en un entorno hostil, se nos ha vuelto vicio. Desarrollamos una extraña adicción a la anormalidad. Nos habituamos a ella y moldeamos nuestras conductas para interactuar con lo imprevisible asumiéndolo como el estado natural de las cosas.

Como toda adicción, no es sencillo deshacerse de ella. Aun quienes lo logran, se reconocen siempre a su merced. Quizás sea este el mayor desafío del año 2025: desentrañar de qué se trata vivir en un contexto donde la inflación y el dólar dejen de ser un factor de alarma permanente. Lo que equivale a decir, en un ecosistema más “normal”. Y todo lo que eso implica.

Tanto en el ámbito de lo personal, como en el de las empresas y sus estrategias de negocio. Está claro que aquello que funcionaba en un entorno plagado de anomalías, difícilmente podría ser igual de útil cuando las variables tienden a ordenarse.

Para pensar este momento, vale la pena recordar las palabras de Julio María Sanguinetti, ese gran estadista latinoamericano que, a sus 89 años, nos sigue balizando el camino con su pensamiento.

En una columna de opinión, que publicó en LA NACION el 29 de octubre de 2022, tocaba una fibra muy sensible para nosotros. Decía: “La Argentina ¿carece de recursos humanos, ha perdido su enorme potencial? Todo lo contrario. Lo que necesita es diez años de tranquilidad, que los poderes funcionen, que el dólar no sea primera página todos los días, que los jueces no sean quienes resuelven los conflictos políticos. Sobra gente capaz, aun en la política, pero –aparentemente– la razón no paga”.

Sanguinetti fue uno de los arquitectos de ese Uruguay que los argentinos juzgan hoy como “un país normal”. Reconocen que no es una panacea, y que tampoco juega en la liga de otras naciones pequeñas con altos estándares de calidad de vida, como los estados nórdicos, pero exhibe la virtud de haber logrado que el discreto encanto de la normalidad, después de décadas de arraigo, luzca sustentable. No es poco en una región convulsa como Latinoamérica.

Bregando por esa razón que él proponía, y que tiene un hilo conductor con la filosofía aristotélica que veía en ella el único modo de pensar bien, podemos ahora con más calma, superado el shock de 2024, preguntarnos si lo que juzgamos como normal resulta toda la normalidad que somos capaces de tener o de tolerar.

O si esto es apenas un primer paso, una mera condición para que emerjan otras normalidades. ¿Estas dos condiciones monetarias, materiales, terrenales, son apenas un primer eslabón de una larga cadena de sucesos que debieran encadenarse para que, algún día, con el paso de los años, podamos mirar hacia atrás y encontrar en este tiempo el germen histórico de un país normal?

Por el contrario, parados frente a la ambigüedad de lo incierto, resulta válido el interrogante opuesto: ¿estas normalidades económicas justifican otras cosas que, una parte importante de la sociedad juzga como anormales? ¿Podríamos ser acaso igual de anormales que siempre, o incluso peor, aunque algún día volvieran a fabricarse billeteras con hueco y cierre para monedas?

La normalidad es un concepto que tiene en lo material una columna vertebral, una viga estructural, pero que lo excede por mucho. Tanto el individuo como la sociedad, lo íntimo y lo expuesto, lo privado y lo público, deben ser comprendidos como una condensación de complejidades múltiples. El ser humano es, por naturaleza, una entidad que requiere un abordaje y un tratamiento sutil, tan polifacético como integral.

Dicho de otro modo: estas dos condiciones que son profundamente necesarias, -estabilidad y previsibilidad- ¿son suficientes? ¿O acaso si creemos eso, y nos conformamos con la precariedad de lo básico, estaríamos convocando, una vez más, secretamente, a la oscuridad de nuestros vicios?

 Si 2024 fue el año del shock, éste que transitamos tiene la intención manifiesta de transformarse en su antítesis: estaría signado por la estabilidad y la previsibilidad; de todos modos, la sociedad está lejos de bajar la guardia y asumir que las condiciones actuales son sustentables  Read More

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