En un mundo perfecto, el ministro de Economía, Luis “Toto” Caputo, hubiese anunciado un decreto reduciendo los aranceles de importación a las telas, la indumentaria y el calzado, acompañado de un paquete de normas reduciendo el costo laboral y los impuestos distorsivos para facilitar la transición de los sectores afectados. En un mundo ideal, también hubiera dejado sin efecto el régimen de Tierra del Fuego, que encarece la tecnología. Pero la Argentina está lejos de la perfección y ese dichoso paquete sigue en la sección Objetos Perdidos de la política nacional. Lo mismo puede decirse del privilegio fueguino, preservado sin razón de cualquier acechanza libertaria.
Sin duda, la medida que ahora eriza la piel de la Unión Industrial Argentina (UIA) no ha sido resultado de un plan de reformas estructurales, sino del apuro por reducir la inflación en el corto plazo.
Los cambios de fondo implican afectar distorsiones cimentadas por décadas de populismo y por eso no se hacen. Detrás de la ley de asociaciones profesionales, de la ley de convenios colectivos, de la industria del juicio, de los aportes solidarios, de las obras sociales sindicales y de tantas otras rigideces de nuestro insólito cosmos, se encuentra el poder de quienes tienen capacidad de movilización en las calles, como lo vimos en las marchas recientes, y de bloquear leyes en el Congreso o mediante amparos judiciales. Y la eliminación de impuestos, tasas y contribuciones tampoco es sencilla pues financian el gasto corriente de la ciudad de Buenos Aires, las provincias y los municipios, nunca dispuestos a achicar estructuras. Sin bajar gastos, no se puede reducir impuestos: es el credo laico del ancla fiscal. La experiencia indica que nunca es tiempo oportuno para hacerlo: ni en períodos de auge, pues hay dinero, ni durante los recesivos, para no dejar gente en la calle.
Indumentaria, calzado y tecnología son los rubros que más buscan quienes viajan al exterior. No es consecuencia de un atraso cambiario, sino de altos aranceles y años de antidumping para impedir las importaciones. Lo devela la Navaja de Guillermo de Ockham (1287-1347): “La explicación más sencilla suele ser la correcta”.
Eso expone al ministro de Economía a un dilema de difícil solución. Si políticamente la reforma laboral y la sindical no son aún viables y los impuestos distorsivos no pueden reducirse, ¿debe dilatar la baja de aranceles de los sectores protegidos o avanzar con la apertura y que los perjudicados se acomoden, para beneficio de la mayoría? Pues una cosa es predecir la “destrucción creativa” desde una cátedra de Harvard y otra es impulsarla por decreto, en un país conflictivo.
Políticos y dirigentes saben más de lo que dicen y se mueven en el mundo de las medias verdades. Hace más de medio siglo que los empresarios textiles, del calzado, y de los juguetes reconocen que no es posible subsistir en un mundo globalizado con pequeñas escalas de producción y altos costos unitarios, sin ofrecer valor agregado diferencial y salir del commodity. China, Vietnam, India o Bangladesh producen con escalas enormes y bajísimos costos, no solo por la baratura de la mano de obra, sino también por el equipamiento de sus modernas plantas.
Lo importante es que el riesgo país siga en baja y que la confianza en el equilibrio fiscal y la estabilidad regulatoria atraigan los capitales necesarios
El cambio de reglas de juego planteado por Donald Trump, sumado a la retracción del mercado chino, no mejora esa situación, sino que puede empeorarla al desviar mayores volúmenes a otros mercados. Tampoco es modelo la autarquía del republicano, ya que una cosa son los Estados Unidos, con sus 334 millones de habitantes y un PBI per cápita de 83.000 dólares, y otra cosa es la Argentina, con población escasa y todavía pobre.
Nuestro país es y será caro para fabricar productos transables, como los textiles y las zapatillas, pues ha consolidado una trama de presión fiscal, derechos adquiridos y privilegios sectoriales que hacen a su “ser nacional” y que no podrán ser modificados de raíz por mucho tiempo. Se ha intentado superar con devaluaciones las inevitables crisis de balanza de pagos por la falta de competitividad que conlleva, pero, a falta de reformas estructurales, el “costo argentino” siempre reaparece.
El dilema del ministro, por más que duela, debe resolverse a partir de la realidad existente y sin esperar consensos políticos para “nivelar una cancha” de cuyos desniveles tantos disfrutan. Los afectados lo saben perfectamente y la mayoría “fuma bajo el agua”. Durante años han asistido a ferias internacionales, viajan a Shangai, Shenzen, Guangzhou y Nantong. Conocen los precios que se cotizan en Alibaba, Aliexpress o Global Resources. Y ahora serán los hijos de los fundadores quienes deban decidir ante un cambio que era previsible y que alguna vez debía ocurrir.
La verdad es que el contexto mundial no ayuda para invertir en esos sectores, tan expuestos y volátiles, donde la Argentina no tiene claras ventajas comparativas como con la soja, el gas, el litio, el cobre o el turismo. Lo importante es que el riesgo país siga en baja y que la confianza en el equilibrio fiscal y la estabilidad regulatoria atraigan los capitales necesarios para las reconversiones que fuesen viables.
Pues, como en otras actividades, no todos lo sentirán por igual y muchos continuarán produciendo, aun con mayor ingreso de productos asiáticos. Otros, acicateados por la necesidad, desarrollarán nichos de valor agregado con diseño y calidad diferenciales para abrir mercados externos. En cualquier caso, lo más importante es que puedan preservar las fuentes de trabajo, incluso sus talleristas.
Como ya lo hemos señalado desde esta columna de opinión, la Argentina no puede continuar cerrada al mundo en perjuicio de los ingresos familiares y debe mejorar su competitividad mediante un profundo proceso de reconversión productiva. No es una opción, sino una necesidad para subsistir como nación soberana.
En un mundo perfecto, el ministro de Economía, Luis “Toto” Caputo, hubiese anunciado un decreto reduciendo los aranceles de importación a las telas, la indumentaria y el calzado, acompañado de un paquete de normas reduciendo el costo laboral y los impuestos distorsivos para facilitar la transición de los sectores afectados. En un mundo ideal, también hubiera dejado sin efecto el régimen de Tierra del Fuego, que encarece la tecnología. Pero la Argentina está lejos de la perfección y ese dichoso paquete sigue en la sección Objetos Perdidos de la política nacional. Lo mismo puede decirse del privilegio fueguino, preservado sin razón de cualquier acechanza libertaria.
Sin duda, la medida que ahora eriza la piel de la Unión Industrial Argentina (UIA) no ha sido resultado de un plan de reformas estructurales, sino del apuro por reducir la inflación en el corto plazo.
Los cambios de fondo implican afectar distorsiones cimentadas por décadas de populismo y por eso no se hacen. Detrás de la ley de asociaciones profesionales, de la ley de convenios colectivos, de la industria del juicio, de los aportes solidarios, de las obras sociales sindicales y de tantas otras rigideces de nuestro insólito cosmos, se encuentra el poder de quienes tienen capacidad de movilización en las calles, como lo vimos en las marchas recientes, y de bloquear leyes en el Congreso o mediante amparos judiciales. Y la eliminación de impuestos, tasas y contribuciones tampoco es sencilla pues financian el gasto corriente de la ciudad de Buenos Aires, las provincias y los municipios, nunca dispuestos a achicar estructuras. Sin bajar gastos, no se puede reducir impuestos: es el credo laico del ancla fiscal. La experiencia indica que nunca es tiempo oportuno para hacerlo: ni en períodos de auge, pues hay dinero, ni durante los recesivos, para no dejar gente en la calle.
Indumentaria, calzado y tecnología son los rubros que más buscan quienes viajan al exterior. No es consecuencia de un atraso cambiario, sino de altos aranceles y años de antidumping para impedir las importaciones. Lo devela la Navaja de Guillermo de Ockham (1287-1347): “La explicación más sencilla suele ser la correcta”.
Eso expone al ministro de Economía a un dilema de difícil solución. Si políticamente la reforma laboral y la sindical no son aún viables y los impuestos distorsivos no pueden reducirse, ¿debe dilatar la baja de aranceles de los sectores protegidos o avanzar con la apertura y que los perjudicados se acomoden, para beneficio de la mayoría? Pues una cosa es predecir la “destrucción creativa” desde una cátedra de Harvard y otra es impulsarla por decreto, en un país conflictivo.
Políticos y dirigentes saben más de lo que dicen y se mueven en el mundo de las medias verdades. Hace más de medio siglo que los empresarios textiles, del calzado, y de los juguetes reconocen que no es posible subsistir en un mundo globalizado con pequeñas escalas de producción y altos costos unitarios, sin ofrecer valor agregado diferencial y salir del commodity. China, Vietnam, India o Bangladesh producen con escalas enormes y bajísimos costos, no solo por la baratura de la mano de obra, sino también por el equipamiento de sus modernas plantas.
Lo importante es que el riesgo país siga en baja y que la confianza en el equilibrio fiscal y la estabilidad regulatoria atraigan los capitales necesarios
El cambio de reglas de juego planteado por Donald Trump, sumado a la retracción del mercado chino, no mejora esa situación, sino que puede empeorarla al desviar mayores volúmenes a otros mercados. Tampoco es modelo la autarquía del republicano, ya que una cosa son los Estados Unidos, con sus 334 millones de habitantes y un PBI per cápita de 83.000 dólares, y otra cosa es la Argentina, con población escasa y todavía pobre.
Nuestro país es y será caro para fabricar productos transables, como los textiles y las zapatillas, pues ha consolidado una trama de presión fiscal, derechos adquiridos y privilegios sectoriales que hacen a su “ser nacional” y que no podrán ser modificados de raíz por mucho tiempo. Se ha intentado superar con devaluaciones las inevitables crisis de balanza de pagos por la falta de competitividad que conlleva, pero, a falta de reformas estructurales, el “costo argentino” siempre reaparece.
El dilema del ministro, por más que duela, debe resolverse a partir de la realidad existente y sin esperar consensos políticos para “nivelar una cancha” de cuyos desniveles tantos disfrutan. Los afectados lo saben perfectamente y la mayoría “fuma bajo el agua”. Durante años han asistido a ferias internacionales, viajan a Shangai, Shenzen, Guangzhou y Nantong. Conocen los precios que se cotizan en Alibaba, Aliexpress o Global Resources. Y ahora serán los hijos de los fundadores quienes deban decidir ante un cambio que era previsible y que alguna vez debía ocurrir.
La verdad es que el contexto mundial no ayuda para invertir en esos sectores, tan expuestos y volátiles, donde la Argentina no tiene claras ventajas comparativas como con la soja, el gas, el litio, el cobre o el turismo. Lo importante es que el riesgo país siga en baja y que la confianza en el equilibrio fiscal y la estabilidad regulatoria atraigan los capitales necesarios para las reconversiones que fuesen viables.
Pues, como en otras actividades, no todos lo sentirán por igual y muchos continuarán produciendo, aun con mayor ingreso de productos asiáticos. Otros, acicateados por la necesidad, desarrollarán nichos de valor agregado con diseño y calidad diferenciales para abrir mercados externos. En cualquier caso, lo más importante es que puedan preservar las fuentes de trabajo, incluso sus talleristas.
Como ya lo hemos señalado desde esta columna de opinión, la Argentina no puede continuar cerrada al mundo en perjuicio de los ingresos familiares y debe mejorar su competitividad mediante un profundo proceso de reconversión productiva. No es una opción, sino una necesidad para subsistir como nación soberana.
La Argentina no puede continuar cerrada al mundo en perjuicio del ingreso familiar; es preciso que mejore su competitividad abriéndose a un proceso de reconversión productiva Read More