Londres y la piedra Rosetta: el objeto que lo cambió todo

De todos los libros que pudo haber traído mi madre aquel día de la feria editorial para niños, justo regresó con uno que me fascinaría por años. No sé por qué lo eligió entre tantos, tampoco si sospechaba que me tendría atrapada durante tardes enteras de mi niñez. El libro del Antiguo Egipto era un clásico al que siempre volvía. No requería una lectura secuencial (aunque tal vez ayudara) y estaba repleto de coloridas ilustraciones, pero sobre todas las cosas tenía explicaciones detalladas y transcripciones de muchos de los jeroglíficos que aparecían en muros, sarcófagos y papiros. Y para coronarlo, un espacio al final en el que una podía imitar esos trazos copiando el original.

Solía ir directo a la doble página con el “Libro de los muertos”. Entendía la escena: el muerto debía superar el juicio de Osiris para emprender su viaje al inframundo. La tarea parecía sencilla. Anubis, con su cabeza de chacal, pesa el corazón del muerto; si es más ligero que la pluma (posada en el otro plato de la balanza), seguirá su camino a la otra vida. Si no, será devorado por las fauces de esa extraña criatura parte cocodrilo, parte león, parte hipopótamo. ¿Pesará mi corazón menos que una pluma? Mi madre no entiende esta extraña fascinación por los antiguos egipcios, pero cualquier signo de inquietud intelectual la tranquiliza.

El alimento rico en calcio, proteínas y vitaminas que es clave consumir después de los 50

Muchos años más tarde, llueve. No debería ser novedad, ya que estamos en Londres y es invierno. Observamos cuidadosamente a los londinenses: una mujer lleva a su bebé en un cochecito con una capota, dos corredores se mueven a buen ritmo, un señor pasea dos perritos, una señora mayor empuja su carro de compras, dos chicas toman de a sorbos sus cafés mientras charlan a los gritos… Nadie interrumpe sus actividades por la lluvia. Nadie cancela sus planes, y nosotros no lo haremos: como mucho combinaremos caminatas con actividades puertas adentro. Tras un paseo rápido por el Soho nos refugiamos en el Museo Británico, que nos recibe con sus 43 columnas inspiradas en templos griegos y su enorme domo de 1656 paneles de cristal y hierro, que convierten al lugar en la plaza cubierta más grande de Europa. Un museo que encierra más de 8 millones de piezas que reconstruyen la historia de la humanidad. Cómo llegaron hasta aquí estas piezas y cuán liviano es ese corazón que los trajo, esa es otra historia…

Hay allí una serie de imperdibles que van desde el relicario de la Santa Espina a las esculturas del Partenón, pero yo sé qué busco. Saliendo por uno de los grandes pasillos se entra a un viaje sin retorno al Antiguo Egipto. Y para recibir al intrépido aventurero, la pieza fundamental que ayudará en este viaje: plantada en una gran vitrina e inevitablemente rodeada de gente que la mira hipnotizada, la piedra Rosetta. Es la pieza más buscada del museo y una de las más valiosas. No es por el material que la compone (granito negro) ni por su espectacular tamaño (114 centímetros de alto por 72 de ancho, que dan 760 kilogramos). Lo que la convierte en uno de los descubrimientos más importantes de la historia es que ha hecho posible descifrar un misterio milenario: ¿qué dicen esos jeroglíficos que cubren muros de pirámides y tapas de los sarcófagos dentro de los que descansan momias hace miles de años?

La técnica para liberarse del estrés y los traumas

Su descubrimiento, en julio de 1799, fue obra de la casualidad. Aunque algunos detalles se perdieron en el tiempo, la historia nos lleva a la campaña de Napoleón Bonaparte en Egipto y un grupo de soldados que, cavando en los cimientos de un fuerte cercano a Rosetta, en el Delta del Nilo, descubren un trozo de piedra con tres textos escritos, que parecía ser parte de un antiguo muro. El oficial a cargo, Pierre-François Bouchard, se dio cuenta de su importancia, ordenó resguardarla y envió copias en tinta de los textos a expertos en Europa. Sin embargo, lo más importante de la piedra Rosetta no es tanto lo que dice (se trata de un burocrático decreto real), sino que lo dice tres veces y en tres idiomas. El texto está grabado en los jeroglíficos sacerdotales, en demótico, una escritura egipcia usada para temas cotidianos, y en griego clásico, la lengua de quienes gobernaban el territorio en ese momento. Esta última, conocida por los europeos, fue fundamental a la hora de descifrar esos jeroglíficos que habían desconcertado a los estudiosos durante siglos (principalmente porque creían que se trataba exclusivamente de ideogramas).

Un grupo de jeroglíficos que se repetían llamó la atención del académico inglés Thomas Young, el primero en detectar el nombre del monarca: Ptolomeo. Jean-François Champollion sumaría el carácter fonético además del pictórico que tenían las inscripciones talladas en la piedra. El misterio comenzaba a desvelarse.

Jorge Luis Borges escribió: “Toda palabra presupone una experiencia compartida. Si alguien no ha visto nunca el rojo, es inútil que yo lo compare con la sangrienta luna de San Juan el Teólogo o con la ira”. Antes del trabajo de Young y Champollion había un tesoro escondido en los jeroglíficos, imposible de compartir.

Allí la veo, la piedra Rosetta está en su vitrina esperando. Me agrupo con el resto de los visitantes que la rodean tratando de ver de cerca las inscripciones. Puede que no entendamos lo que está escrito allí, pero sabemos que cambió la historia para siempre.

De todos los libros que pudo haber traído mi madre aquel día de la feria editorial para niños, justo regresó con uno que me fascinaría por años. No sé por qué lo eligió entre tantos, tampoco si sospechaba que me tendría atrapada durante tardes enteras de mi niñez. El libro del Antiguo Egipto era un clásico al que siempre volvía. No requería una lectura secuencial (aunque tal vez ayudara) y estaba repleto de coloridas ilustraciones, pero sobre todas las cosas tenía explicaciones detalladas y transcripciones de muchos de los jeroglíficos que aparecían en muros, sarcófagos y papiros. Y para coronarlo, un espacio al final en el que una podía imitar esos trazos copiando el original.

Solía ir directo a la doble página con el “Libro de los muertos”. Entendía la escena: el muerto debía superar el juicio de Osiris para emprender su viaje al inframundo. La tarea parecía sencilla. Anubis, con su cabeza de chacal, pesa el corazón del muerto; si es más ligero que la pluma (posada en el otro plato de la balanza), seguirá su camino a la otra vida. Si no, será devorado por las fauces de esa extraña criatura parte cocodrilo, parte león, parte hipopótamo. ¿Pesará mi corazón menos que una pluma? Mi madre no entiende esta extraña fascinación por los antiguos egipcios, pero cualquier signo de inquietud intelectual la tranquiliza.

El alimento rico en calcio, proteínas y vitaminas que es clave consumir después de los 50

Muchos años más tarde, llueve. No debería ser novedad, ya que estamos en Londres y es invierno. Observamos cuidadosamente a los londinenses: una mujer lleva a su bebé en un cochecito con una capota, dos corredores se mueven a buen ritmo, un señor pasea dos perritos, una señora mayor empuja su carro de compras, dos chicas toman de a sorbos sus cafés mientras charlan a los gritos… Nadie interrumpe sus actividades por la lluvia. Nadie cancela sus planes, y nosotros no lo haremos: como mucho combinaremos caminatas con actividades puertas adentro. Tras un paseo rápido por el Soho nos refugiamos en el Museo Británico, que nos recibe con sus 43 columnas inspiradas en templos griegos y su enorme domo de 1656 paneles de cristal y hierro, que convierten al lugar en la plaza cubierta más grande de Europa. Un museo que encierra más de 8 millones de piezas que reconstruyen la historia de la humanidad. Cómo llegaron hasta aquí estas piezas y cuán liviano es ese corazón que los trajo, esa es otra historia…

Hay allí una serie de imperdibles que van desde el relicario de la Santa Espina a las esculturas del Partenón, pero yo sé qué busco. Saliendo por uno de los grandes pasillos se entra a un viaje sin retorno al Antiguo Egipto. Y para recibir al intrépido aventurero, la pieza fundamental que ayudará en este viaje: plantada en una gran vitrina e inevitablemente rodeada de gente que la mira hipnotizada, la piedra Rosetta. Es la pieza más buscada del museo y una de las más valiosas. No es por el material que la compone (granito negro) ni por su espectacular tamaño (114 centímetros de alto por 72 de ancho, que dan 760 kilogramos). Lo que la convierte en uno de los descubrimientos más importantes de la historia es que ha hecho posible descifrar un misterio milenario: ¿qué dicen esos jeroglíficos que cubren muros de pirámides y tapas de los sarcófagos dentro de los que descansan momias hace miles de años?

La técnica para liberarse del estrés y los traumas

Su descubrimiento, en julio de 1799, fue obra de la casualidad. Aunque algunos detalles se perdieron en el tiempo, la historia nos lleva a la campaña de Napoleón Bonaparte en Egipto y un grupo de soldados que, cavando en los cimientos de un fuerte cercano a Rosetta, en el Delta del Nilo, descubren un trozo de piedra con tres textos escritos, que parecía ser parte de un antiguo muro. El oficial a cargo, Pierre-François Bouchard, se dio cuenta de su importancia, ordenó resguardarla y envió copias en tinta de los textos a expertos en Europa. Sin embargo, lo más importante de la piedra Rosetta no es tanto lo que dice (se trata de un burocrático decreto real), sino que lo dice tres veces y en tres idiomas. El texto está grabado en los jeroglíficos sacerdotales, en demótico, una escritura egipcia usada para temas cotidianos, y en griego clásico, la lengua de quienes gobernaban el territorio en ese momento. Esta última, conocida por los europeos, fue fundamental a la hora de descifrar esos jeroglíficos que habían desconcertado a los estudiosos durante siglos (principalmente porque creían que se trataba exclusivamente de ideogramas).

Un grupo de jeroglíficos que se repetían llamó la atención del académico inglés Thomas Young, el primero en detectar el nombre del monarca: Ptolomeo. Jean-François Champollion sumaría el carácter fonético además del pictórico que tenían las inscripciones talladas en la piedra. El misterio comenzaba a desvelarse.

Jorge Luis Borges escribió: “Toda palabra presupone una experiencia compartida. Si alguien no ha visto nunca el rojo, es inútil que yo lo compare con la sangrienta luna de San Juan el Teólogo o con la ira”. Antes del trabajo de Young y Champollion había un tesoro escondido en los jeroglíficos, imposible de compartir.

Allí la veo, la piedra Rosetta está en su vitrina esperando. Me agrupo con el resto de los visitantes que la rodean tratando de ver de cerca las inscripciones. Puede que no entendamos lo que está escrito allí, pero sabemos que cambió la historia para siempre.

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