Hace un par de años recibí un llamado de la diputada española Cayetana Álvarez de Toledo. Vendría a la Argentina para presentar un libro y quería conocer a Juan José Sebreli. Le propuse juntarnos un domingo a la mañana en La Biela. El día anterior del encuentro me llamó para preguntarme si podía incluir en la mesa a otro contertulio: Mario Vargas Llosa. Un súbito banquete. Sebreli y Vargas Llosa evocaron entonces una remota cita de mediados de los 60, en un bar de Saint-Germain-des-Prés. Esos cincuenta años parecían medir los cambios operados en el mundo y en el espíritu de los intelectuales más lúcidos.
La gran novela Conversación en La Catedral (1969) alude al ochenio odriísta, que despertó en Vargas Llosa el odio a los dictadores de cualquier clase. Eso no varió nunca, de lo que da cuenta su novela de madurez La fiesta del chivo, en la que aborda al dictador caribeño Rafael Trujillo, que dio refugio a Perón y que solía exigir a sus ministros los favores sexuales de sus hijas.
En la década del cincuenta ya había adoptado algunas decisiones que lo fueron acercando al socialismo. Contra la opinión de su familia, que quería que estudiara en la Universidad Católica –que era más aristocrática–, optó por la Universidad de San Marcos, pública y popular. Allí integró grupos clandestinos que se juntaban a estudiar a Lenin, pero también a un personaje único del Perú: José Carlos Mariátegui. Fundador de la mítica revista Amauta, indigenista y uno de los pensadores marxistas más vibrantes y cultos de Latinoamérica, terminó con una pierna amputada. Vivió solo treinta y seis años, pero marcó a fuego a varias generaciones.
Los días finales de 1958, con la avanzada de la revolución cubana, fueron cruciales para que, durante aquella nueva década que se avecinaba, tuviera una absoluta identificación con el comunismo y se precipitara en las lecturas abrasivas de Georg Lukács, Antonio Gramsci, Frantz Fanon e, incluso, Louis Althusser, aquel intelectual francés que terminó asesinando a la mujer. Pero todo ese entusiasmo fue contrarrestado por un viaje a la Unión Soviética, en 1968, en el cual descubrió que, lejos de ser el paraíso que había soñado, era una dictadura claustrofóbica, llena de pobres y borrachos; y más tarde, en 1971, por el estallido en Cuba del caso Padilla, el poeta encarcelado por Fidel Castro por haber manifestado disidencias.
Fue una lenta epifanía: las “libertades formales” de la despectivamente llamada democracia “burguesa” eran, en realidad, la frontera que se trazaba entre los derechos humanos, la libertad de expresión y la diversidad política, de un lado, y el autoritarismo y la represión, del otro.
Los años ochenta lo sorprendieron en Inglaterra, donde vivió de cerca la década de Margaret Thatcher, a quien llegó a conocer personalmente en la casa del historiador Hugh Thomas. Vargas Llosa no se engañaba, sabía que, a pesar de las grandes reformas liberales, en temas sociales y morales Thatcher defendía posiciones reaccionarias a las que él no podía adscribir, pero así y todo le resultó una experiencia muy enriquecedora. Si bien es cierto que en su libro La llamada de la tribu ha elegido glosar a autores liberales que no son particularmente progresistas, Vargas Llosa ha probado ser un liberal de izquierda, mucho más cercano, en términos norteamericanos, al Partido Demócrata que al Republicano.
Por eso, fue de una torpeza incalculable la actitud del grupo kirchnerista Carta Abierta cuando, en la Feria del Libro argentina de 2011, lo vetó para el discurso de apertura diciendo que representaba “la derecha orgánica”. Bastaría recordar, para refutar tal idiotez, que en ese discurso –que finalmente pronunció– Vargas Llosa no solo censuró todas las dictaduras latinoamericanas sino que extendió las fronteras de sus críticas al menemismo, sosteniendo que ningún corrupto tiene derecho a proclamarse liberal.
No puede integrar la derecha conservadora quien en 2005 defendió la iniciativa del matrimonio gay en España. No puede integrarla quien ha defendido el aborto, la legalización de las drogas y la eutanasia. Quien ha defendido las minorías sexuales y el medio ambiente. Quien ha defendido a los inmigrantes pobres de los Estados Unidos y ha dicho que Donald Trump es un payaso que hace una demagogia racista. Imposible no sumarlo al liberalismo democrático cuando, al hablar de un paraíso capitalista como Singapur, no escondió bajo la alfombra los rasgos autoritarios del régimen: “Es lamentable que exista todavía la pena de muerte y la bárbara sentencia del cane (o latigazos) para los ladrones”. Tanto más llamativo es rotularlo como “la derecha orgánica” cuando ha señalado que “en sociedades tan desiguales como las del tercer mundo los hijos de las familias más prósperas gozan de oportunidades infinitamente mayores que los de las familias pobres para tener éxito en la vida”.
Su ideal es un Estado fuerte y eficaz para neutralizar monopolios y externalidades, para garantizar el orden público y, sobre todo, para asegurar la igualdad de oportunidades, que equivale a que todos tengan un punto de partida común. Esto no es abstracto ni utópico sino que es lo que consiguieron Francia, con una educación pública y gratuita mejor que la privada, y la Argentina finisecular de Sarmiento. Más aún: Vargas Llosa en 2017 calificó de “enfermedad infantil” esa jibarización del liberalismo que encarnan ciertos economistas hechizados por el mercado, como si fuera una panacea capaz de resolver todos los problemas humanos.
A los que lo han caracterizado como un “señorón conservador” nos permitimos recordarles que en 2015 se subió al escenario del Teatro Español de la Plaza Santa Ana, en Madrid, para encarnar al Duque Ugolino en Cuentos de la peste, y en una entrevista señaló: “No me preocupa hacer el ridículo, pero sí me seduce mucho el riesgo. Yo no quiero morirme en vida”. ¿Cuántos de sus críticos se animarían?
Hace un par de años recibí un llamado de la diputada española Cayetana Álvarez de Toledo. Vendría a la Argentina para presentar un libro y quería conocer a Juan José Sebreli. Le propuse juntarnos un domingo a la mañana en La Biela. El día anterior del encuentro me llamó para preguntarme si podía incluir en la mesa a otro contertulio: Mario Vargas Llosa. Un súbito banquete. Sebreli y Vargas Llosa evocaron entonces una remota cita de mediados de los 60, en un bar de Saint-Germain-des-Prés. Esos cincuenta años parecían medir los cambios operados en el mundo y en el espíritu de los intelectuales más lúcidos.
La gran novela Conversación en La Catedral (1969) alude al ochenio odriísta, que despertó en Vargas Llosa el odio a los dictadores de cualquier clase. Eso no varió nunca, de lo que da cuenta su novela de madurez La fiesta del chivo, en la que aborda al dictador caribeño Rafael Trujillo, que dio refugio a Perón y que solía exigir a sus ministros los favores sexuales de sus hijas.
En la década del cincuenta ya había adoptado algunas decisiones que lo fueron acercando al socialismo. Contra la opinión de su familia, que quería que estudiara en la Universidad Católica –que era más aristocrática–, optó por la Universidad de San Marcos, pública y popular. Allí integró grupos clandestinos que se juntaban a estudiar a Lenin, pero también a un personaje único del Perú: José Carlos Mariátegui. Fundador de la mítica revista Amauta, indigenista y uno de los pensadores marxistas más vibrantes y cultos de Latinoamérica, terminó con una pierna amputada. Vivió solo treinta y seis años, pero marcó a fuego a varias generaciones.
Los días finales de 1958, con la avanzada de la revolución cubana, fueron cruciales para que, durante aquella nueva década que se avecinaba, tuviera una absoluta identificación con el comunismo y se precipitara en las lecturas abrasivas de Georg Lukács, Antonio Gramsci, Frantz Fanon e, incluso, Louis Althusser, aquel intelectual francés que terminó asesinando a la mujer. Pero todo ese entusiasmo fue contrarrestado por un viaje a la Unión Soviética, en 1968, en el cual descubrió que, lejos de ser el paraíso que había soñado, era una dictadura claustrofóbica, llena de pobres y borrachos; y más tarde, en 1971, por el estallido en Cuba del caso Padilla, el poeta encarcelado por Fidel Castro por haber manifestado disidencias.
Fue una lenta epifanía: las “libertades formales” de la despectivamente llamada democracia “burguesa” eran, en realidad, la frontera que se trazaba entre los derechos humanos, la libertad de expresión y la diversidad política, de un lado, y el autoritarismo y la represión, del otro.
Los años ochenta lo sorprendieron en Inglaterra, donde vivió de cerca la década de Margaret Thatcher, a quien llegó a conocer personalmente en la casa del historiador Hugh Thomas. Vargas Llosa no se engañaba, sabía que, a pesar de las grandes reformas liberales, en temas sociales y morales Thatcher defendía posiciones reaccionarias a las que él no podía adscribir, pero así y todo le resultó una experiencia muy enriquecedora. Si bien es cierto que en su libro La llamada de la tribu ha elegido glosar a autores liberales que no son particularmente progresistas, Vargas Llosa ha probado ser un liberal de izquierda, mucho más cercano, en términos norteamericanos, al Partido Demócrata que al Republicano.
Por eso, fue de una torpeza incalculable la actitud del grupo kirchnerista Carta Abierta cuando, en la Feria del Libro argentina de 2011, lo vetó para el discurso de apertura diciendo que representaba “la derecha orgánica”. Bastaría recordar, para refutar tal idiotez, que en ese discurso –que finalmente pronunció– Vargas Llosa no solo censuró todas las dictaduras latinoamericanas sino que extendió las fronteras de sus críticas al menemismo, sosteniendo que ningún corrupto tiene derecho a proclamarse liberal.
No puede integrar la derecha conservadora quien en 2005 defendió la iniciativa del matrimonio gay en España. No puede integrarla quien ha defendido el aborto, la legalización de las drogas y la eutanasia. Quien ha defendido las minorías sexuales y el medio ambiente. Quien ha defendido a los inmigrantes pobres de los Estados Unidos y ha dicho que Donald Trump es un payaso que hace una demagogia racista. Imposible no sumarlo al liberalismo democrático cuando, al hablar de un paraíso capitalista como Singapur, no escondió bajo la alfombra los rasgos autoritarios del régimen: “Es lamentable que exista todavía la pena de muerte y la bárbara sentencia del cane (o latigazos) para los ladrones”. Tanto más llamativo es rotularlo como “la derecha orgánica” cuando ha señalado que “en sociedades tan desiguales como las del tercer mundo los hijos de las familias más prósperas gozan de oportunidades infinitamente mayores que los de las familias pobres para tener éxito en la vida”.
Su ideal es un Estado fuerte y eficaz para neutralizar monopolios y externalidades, para garantizar el orden público y, sobre todo, para asegurar la igualdad de oportunidades, que equivale a que todos tengan un punto de partida común. Esto no es abstracto ni utópico sino que es lo que consiguieron Francia, con una educación pública y gratuita mejor que la privada, y la Argentina finisecular de Sarmiento. Más aún: Vargas Llosa en 2017 calificó de “enfermedad infantil” esa jibarización del liberalismo que encarnan ciertos economistas hechizados por el mercado, como si fuera una panacea capaz de resolver todos los problemas humanos.
A los que lo han caracterizado como un “señorón conservador” nos permitimos recordarles que en 2015 se subió al escenario del Teatro Español de la Plaza Santa Ana, en Madrid, para encarnar al Duque Ugolino en Cuentos de la peste, y en una entrevista señaló: “No me preocupa hacer el ridículo, pero sí me seduce mucho el riesgo. Yo no quiero morirme en vida”. ¿Cuántos de sus críticos se animarían?
Vargas Llosa fue un defensor acérrimo del ideario republicano; por encima de cualquier dogma, hizo un culto del pluralismo; combatió a los populismos de todos los signos Read More