MADRID.— Si hubo algún cordel que unió a los autores del Boom Latinoamericano, un hilo que luego se convirtió en mecha y estalló con incandescencia en una generación literaria y en una lengua, el encargado de portarlo fue Mario Vargas Llosa. Fue Ariadna y fue Teseo. Fue él quien caminó por los caminos de los egos y, antes que amigo de borracheras y andanzas, fue un fiel y generoso lector cuyo mayor regalo era la mirada atenta y lúcida de textos ajenos.
Nadie antes que Vargas Llosa lo dijo tan claro ni de modo tan elegante: la novela en América Latina tuvo una aparición tardía, en gran medida a causa de la censura que durante tres siglos ejerció la Inquisición durante la época colonial. De aquí, de esta prohibición de escribir ficción posiblemente surgiera el caldo de cultivo para que se cincelara una expresión vernácula tan rica que sigue fértil y vigorosa como la crónica. “Novela primitiva y novela de creación en América Latina” es un capítulo de Los novelistas como críticos, editado por Norma Klahn y Wilfrido Howard Corral, donde Vargas Llosa como tantas veces revela su capacidad para leer la literatura —aunque suene redundante, pero no lo sea—, ponerla en su contexto, tomar distancia y aproximarse con lupa a los textos, buscar causas, consecuencias, estéticas, propuestas y ríos subterráneos.
La novela latinoamericana le debe a Vargas Llosa aquel y otros tantos ensayos (tiempo de estudio el que se alejaba de su propia producción literaria para convertirse en crítico). Estas lecturas se convirtieron, sin que él se lo propusiera, en manuales de narratología, virtuosos libros alejados de la pedagogía y el panfleto literario. También le debe a él, a Jorge Luis Borges, a Silvina Ocampo y a los autores del boom que se evaporara el prejuicio sobre América Latina como productora de textos folklóricos, alejados de refinamiento y sustrato filosófico. La atenta y lúcida lectura de Vargas Llosa fue la que se fijó maravillada en la obra de un escritor casi tan joven como él, Gabriel García Márquez, autor a quien investigó en su tesis doctoral, hoy publicada, llamada Historia de un deicidio. Claro que en este contexto debe mencionarse a un actriz fundamental que fue la editora Carmen Balcells quien apostó desde Barcelona por estos autores que le traían a la literatura en nuestro idioma un aire de renovación y de rebeldía, muy distinto al que se había respirado y respiraba en la España franquista.
En 1958 Vargas Llosa conoció en París a “un muchacho muy alto y delgado, de cabellos cortísimos, lampiño, de grandes manos que movía al hablar”. Vargas Llosa y Julio Cortázar, 22 años mayor que el peruano, conversaron toda la velada y aquel fue el inicio de una gran amistad, basada en la admiración y el respeto mutuo: “Había publicado ya un librito de cuentos y estaba por publicar una segunda recopilación, en una pequeña colección que dirigía Juan José Arreola, en México. Yo estaba por sacar, también, un libro de relatos y cambiamos experiencias y proyectos, como dos jovencitos que hacen su vela de armas literaria. Sólo al despedirnos me enteré —pasmado— que era el autor de Bestiario y de tantos textos leídos en la revista de Borges y de Victoria Ocampo, Sur, el admirable traductor de las obras completas de Poe que yo había devorado en dos voluminosos tomos publicados por la Universidad de Puerto Rico”, escribió Vargas Llosa en el prólogo a los cuentos completos de Cortázar, publicados por Alfaguara. “A él di a leer en manuscrito mi primera novela y esperé su veredicto con la ilusión de un catecúmeno. Y cuando recibí su carta, generosa, con aprobación y consejos, me sentí feliz”, agregaba y confesaba que convertiría en cierto modo fue adoptado por la pareja que conformaban Bernárdez y Cortázar. Entre Vargas Llosa y Cortázar existió quizá la amistad más férrea entre los autores del boom, solo opacada por aquellos años de vínculo entre quienes luego serían ganadores del Nobel mientras vivían en Barcelona.
Vargas Llosa conoció a García Márquez en 1967 en el aeropuerto de Caracas, donde había recogido el premio Rómulo Gallegos. Vargas Llosa había logrado conseguir su dirección a través de Luis Harss, el influyente crítico chileno que había publicado en 1966 un libro de entrevistas llamado Los nuestros, donde aparecían las voces de Miguel Ángel Asturias, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, João Guimarães Rosa, Alejo Carpentier, Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa. Sin proponérselo hoy este libro se lee a modo de canon [Harrs lo publica originariamente en inglés con el título Into the Mainstream: Conversations with Latin American Writers]. Es decir, algo circulaba por entonces, una atmósfera particular, pero a diferencia de los demás, a Vargas Llosa le interesaba conocer a sus contemporáneos, leía sus obras, viajaba a encontrarse con ellos (por ejemplo, viaja a Buenos Aires a entrevistar a Borges en 1981, a quien había conocido en París, pero la agenda del autor argentino impidió que la reunión se prolongara tanto como Vargas Llosa hubiera querido). La eclosión era un hecho y Vargas Llosa operaba como amalgama y catalizador.
Apunta Juan Gabriel Vásquez en el prólogo de Dos soledades. Un diálogo sobre la novela en América Latina (Alfaguara) el libro que recoge el diálogo de dos jornadas de septiembre de 1967 en la Universidad Lima, antes de la publicación de Cien años de soledad, donde Vargas Llosa convoca a García Márquez para hablar sobre la narrativa latinoamericana, que el concepto de boom fue pronunciado aquí por primera vez: “Vargas Llosa lo pronuncia una sola vez: le pregunta a García Márquez qué piensa él del boom de la novela latinoamericana. El boom, por supuesto, tampoco era entonces lo que es hoy, y una de las maravillas de este diálogo es capturar a sus actores en el momento en que el fenómeno comienza a tomar forma”. Si había empezado ya el boom, se pregunta Vásquez, cuál fue su fecha fundante: ¿el Premio Biblioteca Breve a La ciudad y los perros (1962)? En este caso, y si se respeta el orden cronológico de los sucesos, habría sido Vargas Llosa quien prendió la mecha del boom, aunque otros autores estuvieran trabajando en sus propios laboratorios y sus obras, Rayuela, Aura, Cien años de soledad sean tan importantes como las de Vargas Llosa.
Boom, sub boom, lumpen boom y con otros términos juega en Historia personal del boom José Donoso. Sus miembros estaban orgullosos de pertenecer a esta estirpe, pero destaca el chileno que el término que contiene algo de “engaño y corrupción, de falta de calidad y de explotación” y que haya sido posiblemente atribuido por críticos con ánimos de menospreciar a la novela latinoamericana. La mala jugada de la mirada foránea fue vengada con el éxito de los autores. Además, estos estaban sumergidos en proyectos más complejos. En un territorio donde aún se libraba la batalla entre civilización y barbarie, unir a sus contemporáneos era un objetivo para Vargas Llosa, cuya su literatura exudaba la “teoría del compromiso sartreano”, como escribe en prólogo de Pantaleón y las visitadoras.
El Boom se caracterizó por la ruptura del tiempo cronológico, la polifonía, la exploración de múltiples narradores y focalizaciones. A menudo se equipara, como si de regla tres simple se tratara, al Boom con el realismo mágico, como si ambos hubiesen andado siempre de la mano, y como si este último fuese una creación latinoamericana. El crítico de arte alemán Franz Roh escribía ya hacia 1925 Postexpresionismo, realismo mágico. Problemas de la nueva pintura europea y destacaba los elementos pictóricos de esta corriente estética. Sin embargo, su aparición ocurrió de modo torrencial en los sesenta con aquellos autores que habían bebido de Juan Rulfo (y él de María Luisa Bombal) y de escritores que exploraban lo fantástico, como Jorge Luis Borges. Vargas Llosa cree en la unidad y en esa élite intelectual, pero se distancia al no hacer de lo fantástico su bandera. Incluso en la novela Conversaciones en la catedral, le cuenta a Rubén Gallo en Conversación en Princeton (Alfaguara) que esta novela sobre los efectos de la dictadura en una familia fue escrita “con el lenguaje más transparente y puramente funcional” que esta apuesta requería y de modo realista.
Vargas Llosa siguió leyendo a sus contemporáneos y proponiendo nuevas lecturas de los clásicos (La mirada quieta (de Pérez Galdós), La orgía perpetua, La verdad de las mentiras), incluso impulsó un premio que lleva su nombre que se ha convertido en uno de los galardones más respetados de nuestra lengua, premio que se entrega en el marco de una ceremonia que propicia, como si no, el encuentro entre pares. Cuando Vargas Llosa fue reconocido como miembro de la Academia Francesa quiso celebrar su distinción en España: allí estaban Javier Cercas, Arturo Pérez-Reverte, Andrés Trapiello y David Trueba, entre otros, pero a quienes les dedicó unas palabras especiales en su breve discurso fue a Sergio Ramírez y Gioconda Belli, ambos nicaragüenses en el exilio.
En Las cartas del Boom (Alfaguara), los editores de este libro que rescata la correspondencia entre Fuentes, Cortázar, García Márquez y Vargas Llosa, destacan: “Este libro es el clímax de esa conciencia de grupo: Vargas Llosa diría en 2012, al abrir un curso sobre el Boom, que este «no fue solamente los buenos libros que entonces se escribieron, la presencia que América Latina ganó ante el resto del mundo», sino también «las relaciones entre los protagonistas del Boom»”.
Último testigo y exponente de una corriente cuyo origen podrá tener sus diversas posiciones y miradas, parece haber un consenso sobre su fin. Con la muerte de este monstruo sagrado se apaga la último flama de aquella generación que convirtió a la literatura latinoamericana en sinónimo de innovación, originalidad y compromiso, epítetos que contagian a las camadas posteriores. Se apaga no solo un modo de escribir, sino de leer a los demás.
MADRID.— Si hubo algún cordel que unió a los autores del Boom Latinoamericano, un hilo que luego se convirtió en mecha y estalló con incandescencia en una generación literaria y en una lengua, el encargado de portarlo fue Mario Vargas Llosa. Fue Ariadna y fue Teseo. Fue él quien caminó por los caminos de los egos y, antes que amigo de borracheras y andanzas, fue un fiel y generoso lector cuyo mayor regalo era la mirada atenta y lúcida de textos ajenos.
Nadie antes que Vargas Llosa lo dijo tan claro ni de modo tan elegante: la novela en América Latina tuvo una aparición tardía, en gran medida a causa de la censura que durante tres siglos ejerció la Inquisición durante la época colonial. De aquí, de esta prohibición de escribir ficción posiblemente surgiera el caldo de cultivo para que se cincelara una expresión vernácula tan rica que sigue fértil y vigorosa como la crónica. “Novela primitiva y novela de creación en América Latina” es un capítulo de Los novelistas como críticos, editado por Norma Klahn y Wilfrido Howard Corral, donde Vargas Llosa como tantas veces revela su capacidad para leer la literatura —aunque suene redundante, pero no lo sea—, ponerla en su contexto, tomar distancia y aproximarse con lupa a los textos, buscar causas, consecuencias, estéticas, propuestas y ríos subterráneos.
La novela latinoamericana le debe a Vargas Llosa aquel y otros tantos ensayos (tiempo de estudio el que se alejaba de su propia producción literaria para convertirse en crítico). Estas lecturas se convirtieron, sin que él se lo propusiera, en manuales de narratología, virtuosos libros alejados de la pedagogía y el panfleto literario. También le debe a él, a Jorge Luis Borges, a Silvina Ocampo y a los autores del boom que se evaporara el prejuicio sobre América Latina como productora de textos folklóricos, alejados de refinamiento y sustrato filosófico. La atenta y lúcida lectura de Vargas Llosa fue la que se fijó maravillada en la obra de un escritor casi tan joven como él, Gabriel García Márquez, autor a quien investigó en su tesis doctoral, hoy publicada, llamada Historia de un deicidio. Claro que en este contexto debe mencionarse a un actriz fundamental que fue la editora Carmen Balcells quien apostó desde Barcelona por estos autores que le traían a la literatura en nuestro idioma un aire de renovación y de rebeldía, muy distinto al que se había respirado y respiraba en la España franquista.
En 1958 Vargas Llosa conoció en París a “un muchacho muy alto y delgado, de cabellos cortísimos, lampiño, de grandes manos que movía al hablar”. Vargas Llosa y Julio Cortázar, 22 años mayor que el peruano, conversaron toda la velada y aquel fue el inicio de una gran amistad, basada en la admiración y el respeto mutuo: “Había publicado ya un librito de cuentos y estaba por publicar una segunda recopilación, en una pequeña colección que dirigía Juan José Arreola, en México. Yo estaba por sacar, también, un libro de relatos y cambiamos experiencias y proyectos, como dos jovencitos que hacen su vela de armas literaria. Sólo al despedirnos me enteré —pasmado— que era el autor de Bestiario y de tantos textos leídos en la revista de Borges y de Victoria Ocampo, Sur, el admirable traductor de las obras completas de Poe que yo había devorado en dos voluminosos tomos publicados por la Universidad de Puerto Rico”, escribió Vargas Llosa en el prólogo a los cuentos completos de Cortázar, publicados por Alfaguara. “A él di a leer en manuscrito mi primera novela y esperé su veredicto con la ilusión de un catecúmeno. Y cuando recibí su carta, generosa, con aprobación y consejos, me sentí feliz”, agregaba y confesaba que convertiría en cierto modo fue adoptado por la pareja que conformaban Bernárdez y Cortázar. Entre Vargas Llosa y Cortázar existió quizá la amistad más férrea entre los autores del boom, solo opacada por aquellos años de vínculo entre quienes luego serían ganadores del Nobel mientras vivían en Barcelona.
Vargas Llosa conoció a García Márquez en 1967 en el aeropuerto de Caracas, donde había recogido el premio Rómulo Gallegos. Vargas Llosa había logrado conseguir su dirección a través de Luis Harss, el influyente crítico chileno que había publicado en 1966 un libro de entrevistas llamado Los nuestros, donde aparecían las voces de Miguel Ángel Asturias, Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, João Guimarães Rosa, Alejo Carpentier, Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, García Márquez y Vargas Llosa. Sin proponérselo hoy este libro se lee a modo de canon [Harrs lo publica originariamente en inglés con el título Into the Mainstream: Conversations with Latin American Writers]. Es decir, algo circulaba por entonces, una atmósfera particular, pero a diferencia de los demás, a Vargas Llosa le interesaba conocer a sus contemporáneos, leía sus obras, viajaba a encontrarse con ellos (por ejemplo, viaja a Buenos Aires a entrevistar a Borges en 1981, a quien había conocido en París, pero la agenda del autor argentino impidió que la reunión se prolongara tanto como Vargas Llosa hubiera querido). La eclosión era un hecho y Vargas Llosa operaba como amalgama y catalizador.
Apunta Juan Gabriel Vásquez en el prólogo de Dos soledades. Un diálogo sobre la novela en América Latina (Alfaguara) el libro que recoge el diálogo de dos jornadas de septiembre de 1967 en la Universidad Lima, antes de la publicación de Cien años de soledad, donde Vargas Llosa convoca a García Márquez para hablar sobre la narrativa latinoamericana, que el concepto de boom fue pronunciado aquí por primera vez: “Vargas Llosa lo pronuncia una sola vez: le pregunta a García Márquez qué piensa él del boom de la novela latinoamericana. El boom, por supuesto, tampoco era entonces lo que es hoy, y una de las maravillas de este diálogo es capturar a sus actores en el momento en que el fenómeno comienza a tomar forma”. Si había empezado ya el boom, se pregunta Vásquez, cuál fue su fecha fundante: ¿el Premio Biblioteca Breve a La ciudad y los perros (1962)? En este caso, y si se respeta el orden cronológico de los sucesos, habría sido Vargas Llosa quien prendió la mecha del boom, aunque otros autores estuvieran trabajando en sus propios laboratorios y sus obras, Rayuela, Aura, Cien años de soledad sean tan importantes como las de Vargas Llosa.
Boom, sub boom, lumpen boom y con otros términos juega en Historia personal del boom José Donoso. Sus miembros estaban orgullosos de pertenecer a esta estirpe, pero destaca el chileno que el término que contiene algo de “engaño y corrupción, de falta de calidad y de explotación” y que haya sido posiblemente atribuido por críticos con ánimos de menospreciar a la novela latinoamericana. La mala jugada de la mirada foránea fue vengada con el éxito de los autores. Además, estos estaban sumergidos en proyectos más complejos. En un territorio donde aún se libraba la batalla entre civilización y barbarie, unir a sus contemporáneos era un objetivo para Vargas Llosa, cuya su literatura exudaba la “teoría del compromiso sartreano”, como escribe en prólogo de Pantaleón y las visitadoras.
El Boom se caracterizó por la ruptura del tiempo cronológico, la polifonía, la exploración de múltiples narradores y focalizaciones. A menudo se equipara, como si de regla tres simple se tratara, al Boom con el realismo mágico, como si ambos hubiesen andado siempre de la mano, y como si este último fuese una creación latinoamericana. El crítico de arte alemán Franz Roh escribía ya hacia 1925 Postexpresionismo, realismo mágico. Problemas de la nueva pintura europea y destacaba los elementos pictóricos de esta corriente estética. Sin embargo, su aparición ocurrió de modo torrencial en los sesenta con aquellos autores que habían bebido de Juan Rulfo (y él de María Luisa Bombal) y de escritores que exploraban lo fantástico, como Jorge Luis Borges. Vargas Llosa cree en la unidad y en esa élite intelectual, pero se distancia al no hacer de lo fantástico su bandera. Incluso en la novela Conversaciones en la catedral, le cuenta a Rubén Gallo en Conversación en Princeton (Alfaguara) que esta novela sobre los efectos de la dictadura en una familia fue escrita “con el lenguaje más transparente y puramente funcional” que esta apuesta requería y de modo realista.
Vargas Llosa siguió leyendo a sus contemporáneos y proponiendo nuevas lecturas de los clásicos (La mirada quieta (de Pérez Galdós), La orgía perpetua, La verdad de las mentiras), incluso impulsó un premio que lleva su nombre que se ha convertido en uno de los galardones más respetados de nuestra lengua, premio que se entrega en el marco de una ceremonia que propicia, como si no, el encuentro entre pares. Cuando Vargas Llosa fue reconocido como miembro de la Academia Francesa quiso celebrar su distinción en España: allí estaban Javier Cercas, Arturo Pérez-Reverte, Andrés Trapiello y David Trueba, entre otros, pero a quienes les dedicó unas palabras especiales en su breve discurso fue a Sergio Ramírez y Gioconda Belli, ambos nicaragüenses en el exilio.
En Las cartas del Boom (Alfaguara), los editores de este libro que rescata la correspondencia entre Fuentes, Cortázar, García Márquez y Vargas Llosa, destacan: “Este libro es el clímax de esa conciencia de grupo: Vargas Llosa diría en 2012, al abrir un curso sobre el Boom, que este «no fue solamente los buenos libros que entonces se escribieron, la presencia que América Latina ganó ante el resto del mundo», sino también «las relaciones entre los protagonistas del Boom»”.
Último testigo y exponente de una corriente cuyo origen podrá tener sus diversas posiciones y miradas, parece haber un consenso sobre su fin. Con la muerte de este monstruo sagrado se apaga la último flama de aquella generación que convirtió a la literatura latinoamericana en sinónimo de innovación, originalidad y compromiso, epítetos que contagian a las camadas posteriores. Se apaga no solo un modo de escribir, sino de leer a los demás.
Antes que amigo y compañero de borracheras, fue fiel lector de las obras de un clan que marcó las letras latinoamericanas de los años ‘60 de cara al mundo Read More