“Cuando la vi por primera vez, no podía creer el estado en el que se encontraba la obra. No podías ver la pintura original, estaba completamente cubierta por yeso y más pintura. Tenía cinco o seis capas encima. Me tuve que preguntar a mí misma si era un Leonardo o no, porque estaba completamente irreconocible”. Esta fue la reacción de la italiana Pinin Brambilla, una de las mayores autoridades mundiales en conservación de frescos renacentistas, cuando se encontró frente a frente con La última cena.
Era 1977 y Brambilla —quien falleció en 2020—, había asumido el reto de restaurar la gran obra de Leonardo da Vinci comisionada por el duque de Milán Ludovico Sforza hace más de 500 años. No era la primera en tratar de salvar este imponente mural de 4,5 metros de altura que decora un muro del refectorio (comedor) del monasterio de la iglesia de Santa Maria delle Grazie en Milán.
Otros antes que ella habían intentado rescatar sin éxito esta obra destinada a desaparecer y estos esfuerzos habían culminado en un rotundo fracaso. Desde que Da Vinci finalizó la obra en 1498, “seis restauradores trabajaron en la pintura. Cada uno de ellos cambió la fisionomía, las características y las expresiones de los apóstoles”, le dijo Brambilla a la BBC en 2016.
Mateo, por ejemplo, era un hombre joven, pero los sucesivos intentos por detener el deterioro del mural lo habían convertido en “un hombre mayor, de cabello oscuro y cuello pequeño”. Jesús, aunque no estaba tan cambiado, “había perdido parte de su humanidad, de su belleza”, dijo Brambilla. “Lo que buscamos con nuestra restauración fue recuperar el carácter de cada individuo. Y eso fue muy emocionante”, explicó.
Pero, el mayor problema de este mural de Da Vinci que captura el drama de la cena de la Pascua judía y el momento en que Jesús revela a sus discípulos que uno de los ellos lo va a traicionar es que comenzó a desintegrarse casi apenas terminado. Y todo fue por su “gran error”.
Técnica poco duradera
Debido a su consabido perfeccionismo, Da Vinci desestimó la tradicional técnica de la pintura al fresco, en la que el artista aplica la pintura sobre una capa de mortero de cal aún húmeda. Esta metodología hace que el pigmento se fije a la pared, pero requiere trabajar con premura para finalizar los trazos antes de que se seque la pared.
Para evitar las prisas y dedicarle tiempo a cada detalle, Da Vinci decidió aplicar una técnica experimental que consistía en pintar con témpera u óleo sobre una superficie de yeso seca. Esto hizo que los pigmentos no quedaran adheridos de forma permanente a la pared.
El escritor estadounidense Walter Isaacson afirma en su libro Leonardo da Vinci que “solo 20 años después de terminada, la pintura [de La última cena] empezó a descascararse, evidenciando que la técnica experimental de Leonardo fue un fracaso”. Y agrega: “Para 1652, la pintura estaba tan tenue y desvanecida que los monjes se sintieron cómodos haciendo una puerta en la parte de abajo del mural, cortándole los pies a Jesús, que probablemente estaban cruzados de una manera que presagiaban la crucifixión”.
Varios factores contribuyeron al deterioro de la obra. Para empezar, la pared del refectorio donde está pintado el mural absorbía la humedad de un arroyo subterráneo que corría bajo el monasterio, un detalle que Da Vinci desconocía. Dada también su ubicación, recibía oleadas de humo y vapor que emanaban de la cocina. Por si esto fuera poco, durante la Revolución Francesa, grupos anticlericales tacharon los ojos de los apóstoles y en la Segunda Guerra Mundial el refectorio fue golpeado por bombas de los Aliados.
Sin embargo, lo más preocupante para Brambilla no era lo que el tiempo hizo con la obra, sino los esfuerzos de conservación poco afortunados que se habían hecho para salvarla. “Lo primero en lo que me fijé es en lo que pasó en los años desde que Da Vinci la pintó. En qué restauradores hicieron qué cosas, en cómo trabajaron y en qué materiales usaron”, le dijo Brambilla a la BBC.
Después de sellar inicialmente la sala para evitar la entrada de más polvo y suciedad, y tras montar enormes andamios frente al fresco, la restauradora y un pequeño grupo de asistentes hicieron pequeños agujeros en la pared para insertar cámaras diminutas y establecer cuántas capas de pintura cubrían la obra original.
“Trabajamos con pequeños fragmentos a la vez, con mucha dificultad, porque la pintura que estaba debajo (la de Da Vinci) era muy frágil, mientras que la que estaba por encima era muy robusta”, explicó Brambilla haciendo un gesto con las manos que revela que el tamaño de esos fragmentos no superaba los 5×5 cm.
Laboriosamente, con ayuda de lupas, instrumentos quirúrgicos y toneladas de paciencia, el equipo fue retirando las capas de pintura y pegamento para revelar los colores originales de la obra, mientras que dejaron otras partes al desnudo, retocadas apenas con acuarelas. Finalizar cada sección tomó meses o incluso años. Múltiples interrupciones afectaron además la continuidad del trabajo: desde dificultades técnicas y burocráticas hasta visitas de dignatarios extranjeros y miembros de la realeza europea.
Tarea terminada
La dedicación de Brambilla también impactó su vida y sus relaciones familiares. “El trabajo me hacía pasar mucho tiempo lejos de mi marido y mi hijo. A veces trabajaba sola, incluso sábados y domingos hasta el mediodía. En un momento mi marido me dijo: ‘Basta, esto es suficiente para La última cena, quiero vivir un poco’. Pero, yo estaba totalmente obsesionada”, recordó Brambilla.
Finalmente, en 1999, después de poco más de dos décadas, cuando la experta ya tenía más de 70 años, dio la tarea por terminada. Al quitar siglos de restauraciones dudosas, trazos que eran crudos e inexpresivos se volvieron delicados, refinados. Ahora se podía ver claramente la comida sobre la mesa, los dobleses en el mantel.
Algunos críticos creen que la restauración le quitó demasiada pintura a la obra, otros dicen que está casi como cuando Da Vinci la terminó. Brambilla quedó satisfecha con su trabajo: “Ahora las caras de los apóstoles parecen participar genuinamente del drama del momento y evocar el abanico de respuestas emocionales que buscó retratar Leonardo ante la revelación de Cristo”.
Pero, también reveló la tristeza que sintió cuando acabó el proceso. “Cuando terminé de trabajar en la pintura, estaba triste porque tenía que abandonarla”, dijo, reconociendo que es algo que le ocurrió no solo con Da Vinci. “Por cada obra que restauro, una parte se queda conmigo, algo del artista. Distanciarme siempre es difícil. Es como si perdieses una parte de ti”.
“Cuando la vi por primera vez, no podía creer el estado en el que se encontraba la obra. No podías ver la pintura original, estaba completamente cubierta por yeso y más pintura. Tenía cinco o seis capas encima. Me tuve que preguntar a mí misma si era un Leonardo o no, porque estaba completamente irreconocible”. Esta fue la reacción de la italiana Pinin Brambilla, una de las mayores autoridades mundiales en conservación de frescos renacentistas, cuando se encontró frente a frente con La última cena.
Era 1977 y Brambilla —quien falleció en 2020—, había asumido el reto de restaurar la gran obra de Leonardo da Vinci comisionada por el duque de Milán Ludovico Sforza hace más de 500 años. No era la primera en tratar de salvar este imponente mural de 4,5 metros de altura que decora un muro del refectorio (comedor) del monasterio de la iglesia de Santa Maria delle Grazie en Milán.
Otros antes que ella habían intentado rescatar sin éxito esta obra destinada a desaparecer y estos esfuerzos habían culminado en un rotundo fracaso. Desde que Da Vinci finalizó la obra en 1498, “seis restauradores trabajaron en la pintura. Cada uno de ellos cambió la fisionomía, las características y las expresiones de los apóstoles”, le dijo Brambilla a la BBC en 2016.
Mateo, por ejemplo, era un hombre joven, pero los sucesivos intentos por detener el deterioro del mural lo habían convertido en “un hombre mayor, de cabello oscuro y cuello pequeño”. Jesús, aunque no estaba tan cambiado, “había perdido parte de su humanidad, de su belleza”, dijo Brambilla. “Lo que buscamos con nuestra restauración fue recuperar el carácter de cada individuo. Y eso fue muy emocionante”, explicó.
Pero, el mayor problema de este mural de Da Vinci que captura el drama de la cena de la Pascua judía y el momento en que Jesús revela a sus discípulos que uno de los ellos lo va a traicionar es que comenzó a desintegrarse casi apenas terminado. Y todo fue por su “gran error”.
Técnica poco duradera
Debido a su consabido perfeccionismo, Da Vinci desestimó la tradicional técnica de la pintura al fresco, en la que el artista aplica la pintura sobre una capa de mortero de cal aún húmeda. Esta metodología hace que el pigmento se fije a la pared, pero requiere trabajar con premura para finalizar los trazos antes de que se seque la pared.
Para evitar las prisas y dedicarle tiempo a cada detalle, Da Vinci decidió aplicar una técnica experimental que consistía en pintar con témpera u óleo sobre una superficie de yeso seca. Esto hizo que los pigmentos no quedaran adheridos de forma permanente a la pared.
El escritor estadounidense Walter Isaacson afirma en su libro Leonardo da Vinci que “solo 20 años después de terminada, la pintura [de La última cena] empezó a descascararse, evidenciando que la técnica experimental de Leonardo fue un fracaso”. Y agrega: “Para 1652, la pintura estaba tan tenue y desvanecida que los monjes se sintieron cómodos haciendo una puerta en la parte de abajo del mural, cortándole los pies a Jesús, que probablemente estaban cruzados de una manera que presagiaban la crucifixión”.
Varios factores contribuyeron al deterioro de la obra. Para empezar, la pared del refectorio donde está pintado el mural absorbía la humedad de un arroyo subterráneo que corría bajo el monasterio, un detalle que Da Vinci desconocía. Dada también su ubicación, recibía oleadas de humo y vapor que emanaban de la cocina. Por si esto fuera poco, durante la Revolución Francesa, grupos anticlericales tacharon los ojos de los apóstoles y en la Segunda Guerra Mundial el refectorio fue golpeado por bombas de los Aliados.
Sin embargo, lo más preocupante para Brambilla no era lo que el tiempo hizo con la obra, sino los esfuerzos de conservación poco afortunados que se habían hecho para salvarla. “Lo primero en lo que me fijé es en lo que pasó en los años desde que Da Vinci la pintó. En qué restauradores hicieron qué cosas, en cómo trabajaron y en qué materiales usaron”, le dijo Brambilla a la BBC.
Después de sellar inicialmente la sala para evitar la entrada de más polvo y suciedad, y tras montar enormes andamios frente al fresco, la restauradora y un pequeño grupo de asistentes hicieron pequeños agujeros en la pared para insertar cámaras diminutas y establecer cuántas capas de pintura cubrían la obra original.
“Trabajamos con pequeños fragmentos a la vez, con mucha dificultad, porque la pintura que estaba debajo (la de Da Vinci) era muy frágil, mientras que la que estaba por encima era muy robusta”, explicó Brambilla haciendo un gesto con las manos que revela que el tamaño de esos fragmentos no superaba los 5×5 cm.
Laboriosamente, con ayuda de lupas, instrumentos quirúrgicos y toneladas de paciencia, el equipo fue retirando las capas de pintura y pegamento para revelar los colores originales de la obra, mientras que dejaron otras partes al desnudo, retocadas apenas con acuarelas. Finalizar cada sección tomó meses o incluso años. Múltiples interrupciones afectaron además la continuidad del trabajo: desde dificultades técnicas y burocráticas hasta visitas de dignatarios extranjeros y miembros de la realeza europea.
Tarea terminada
La dedicación de Brambilla también impactó su vida y sus relaciones familiares. “El trabajo me hacía pasar mucho tiempo lejos de mi marido y mi hijo. A veces trabajaba sola, incluso sábados y domingos hasta el mediodía. En un momento mi marido me dijo: ‘Basta, esto es suficiente para La última cena, quiero vivir un poco’. Pero, yo estaba totalmente obsesionada”, recordó Brambilla.
Finalmente, en 1999, después de poco más de dos décadas, cuando la experta ya tenía más de 70 años, dio la tarea por terminada. Al quitar siglos de restauraciones dudosas, trazos que eran crudos e inexpresivos se volvieron delicados, refinados. Ahora se podía ver claramente la comida sobre la mesa, los dobleses en el mantel.
Algunos críticos creen que la restauración le quitó demasiada pintura a la obra, otros dicen que está casi como cuando Da Vinci la terminó. Brambilla quedó satisfecha con su trabajo: “Ahora las caras de los apóstoles parecen participar genuinamente del drama del momento y evocar el abanico de respuestas emocionales que buscó retratar Leonardo ante la revelación de Cristo”.
Pero, también reveló la tristeza que sintió cuando acabó el proceso. “Cuando terminé de trabajar en la pintura, estaba triste porque tenía que abandonarla”, dijo, reconociendo que es algo que le ocurrió no solo con Da Vinci. “Por cada obra que restauro, una parte se queda conmigo, algo del artista. Distanciarme siempre es difícil. Es como si perdieses una parte de ti”.
Pinin Brambilla fue una de las mayores autoridades mundiales en conservación de frescos renacentistas; conocé su fascinante historia de pasión y dedicación por su labor Read More