Desde pequeño, guardé monedas de distintos países como quien atesora fragmentos del mundo. Cada billete, cada pieza de metal, era un pedazo de historia, una promesa de lugares lejanos y tiempos que no volverían. Años después, empecé a intuir algo que entonces me parecía lejano: que algún día esos símbolos palpables de riqueza y valor se extinguirían, suplantados por métodos invisibles de intercambio. La humanidad, que durante siglos confió en el peso de las monedas y en la tinta de los billetes, parece hoy dispuesta a dejar atrás ese legado milenario. Y con él, una parte esencial de nuestra relación física, casi ritual, con el dinero.
El papel moneda, tan presente en nuestras vidas, tiene apenas algo más de un milenio de historia. Comenzó a circular en China durante la dinastía Tang (siglos VII-IX d.C.), aunque su adopción masiva se dio bajo la dinastía Song, en el siglo XI. Más tarde, en el Siglo Xlll el concepto fue llevado a Europa por Marco Polo. Las monedas de metal, por su parte, llevan casi un milenio más entre nosotros: surgieron en el reino de Lidia, en la actual Turquía occidental, hacia el siglo VII a.C.
Las acciones de Globant se desplomaron tras la presentación de resultados
Resulta notable pensar cómo, durante más de 2000 años, los seres humanos construimos un sistema de intercambio basado en la confianza mutua en objetos de escaso valor intrínseco: un trozo de metal, un pedazo de papel. Bienes esenciales como alimento, refugio o herramientas cambiaban de manos gracias a esa fe colectiva que sostiene el andamiaje económico.
Dos experiencias recientes me hicieron percibir que estamos atravesando un cambio de época, no de siglos, sino de milenios. Durante una estadía en Estados Unidos, tras comer en un restaurante, quise pagar en efectivo. Para mi sorpresa, el mozo me explicó que no aceptaban “cash”, solo pagos electrónicos. En el propio país que imprime los dólares, no aceptaban sus billetes. Solo creían en la representación digital del dinero, en la promesa que un lector de tarjetas certifica en segundos. Cuando quise tomarme un taxi de vuelta al hotel, lo volví a intentar: el taxista aceptaba dólares, pero no contaba con cambio para mi billete de US$100.
Otra situación similar me ocurrió en Medio Oriente: intenté cambiar dólares en hoteles, pero me encontré con un requisito inesperado. Solo aceptaban billetes de la última serie de impresión; los billetes más antiguos, aunque técnicamente válidos, ya no eran aceptados. Algo parecido a lo que hoy nos pasa en la Argentina con los comúnmente referidos como billetes “cara chica”, salvo que estos eran “cara grande”. Una postal de un mundo que avanza, decidido, hacia la desaparición del efectivo.
Tierra del Fuego, ¿un regreso a las fuentes o un acto electoral?
El declive del uso de billetes y monedas es una tendencia global e irreversible. Mi colección quizás gane valor para otros coleccionistas nostálgicos como yo, pero no para los proveedores de bienes y servicios. La logística eficiente de no trasladar efectivo, la seguridad de llevar dinero en el celular en lugar de en la billetera, y el control fiscal que permite la trazabilidad electrónica son argumentos demasiado poderosos para resistirse.
Paradójicamente, el mismo instrumento creado por los gobiernos para organizar sus economías —el papel moneda— se convirtió hace años en aliado de quienes buscan evadir impuestos. Pero el avance de los sistemas electrónicos de pago le otorga a los Estados una nueva capacidad de vigilancia económica imposible de ignorar. Nos guste o no nos guste.
¿Qué significa todo esto para la Argentina, un país donde la confianza en la moneda propia lleva más de setenta años erosionada? La posibilidad de recuperar esa fe perdida parece, al menos por ahora, lejana. La sola sospecha de un posible regreso al populismo monetario condena al peso a convivir con tasas de interés estranguladoras, que asfixian tanto la inversión como la competitividad.
La idea de la dolarización —impulsada por el Presidente durante su campaña— ganó protagonismo en el debate público. No faltaron voces a favor y en contra, muchas centradas en la pregunta de siempre: ¿hay suficientes dólares físicos en el Banco Central para respaldar una conversión? Sin embargo, la realidad es que una dolarización no requiere cambiar cada billete en circulación, sino transformar contablemente los contratos, los depósitos bancarios y las deudas, como ya ocurre hoy en toda economía moderna. Vivimos en un sistema de confianza, no de billetes. Muchos dirán que eso es imposible, un engaño o una ilusión. Les tengo una noticia: es la misma ilusión en la que vivimos desde hace 2000 años.
Pese a los dólares del FMI, la deuda pública tuvo una leve baja en abril
Al fin y al cabo, así como los bancos centrales, desde la caída del acuerdo de Bretton Woods en 1971, no tienen en sus reservas el valor equivalente a los papeles que emiten, los bancos privados nunca han tenido en sus bóvedas todo el dinero, en billetes, que reflejan los depósitos. Si todos los clientes quisieran retirar su efectivo a la vez, ni siquiera en épocas de estabilidad habría fondos suficientes. La ilusión de que el dinero físico respalda cada saldo bancario es tan vieja como el propio sistema financiero.
En la Argentina ya vivimos nuestra versión traumática de esta realidad durante el corralito de 2001. Hoy, esa restricción tácita se ha vuelto global: podemos mover nuestro dinero digitalmente con libertad, pero cada vez será más difícil convertirlo en algo tangible que sea aceptado para comerciar.
El dinero, tal como lo conocimos, se desvanece. Ya no es necesario sentir el frío del metal en la palma ni alisar con los dedos un billete arrugado para saber que algo tiene valor. Hoy, bastan unos impulsos invisibles en una red para sellar acuerdos, para pagar deudas, para construir fortunas o sueños.
Mi colección de monedas y billetes, que alguna vez fueron vida, comercio y esperanza, irá quedándose sola, como testigo silencioso de un tiempo en que creíamos que el valor cabía en nuestras manos. Quizás, algún día, alguno de mis descendientes encuentre esos fragmentos olvidados en un cajón y se pregunte, con extrañeza, cómo era vivir en un mundo donde el dinero se podía tocar.
*El autor es empresario
Desde pequeño, guardé monedas de distintos países como quien atesora fragmentos del mundo. Cada billete, cada pieza de metal, era un pedazo de historia, una promesa de lugares lejanos y tiempos que no volverían. Años después, empecé a intuir algo que entonces me parecía lejano: que algún día esos símbolos palpables de riqueza y valor se extinguirían, suplantados por métodos invisibles de intercambio. La humanidad, que durante siglos confió en el peso de las monedas y en la tinta de los billetes, parece hoy dispuesta a dejar atrás ese legado milenario. Y con él, una parte esencial de nuestra relación física, casi ritual, con el dinero.
El papel moneda, tan presente en nuestras vidas, tiene apenas algo más de un milenio de historia. Comenzó a circular en China durante la dinastía Tang (siglos VII-IX d.C.), aunque su adopción masiva se dio bajo la dinastía Song, en el siglo XI. Más tarde, en el Siglo Xlll el concepto fue llevado a Europa por Marco Polo. Las monedas de metal, por su parte, llevan casi un milenio más entre nosotros: surgieron en el reino de Lidia, en la actual Turquía occidental, hacia el siglo VII a.C.
Las acciones de Globant se desplomaron tras la presentación de resultados
Resulta notable pensar cómo, durante más de 2000 años, los seres humanos construimos un sistema de intercambio basado en la confianza mutua en objetos de escaso valor intrínseco: un trozo de metal, un pedazo de papel. Bienes esenciales como alimento, refugio o herramientas cambiaban de manos gracias a esa fe colectiva que sostiene el andamiaje económico.
Dos experiencias recientes me hicieron percibir que estamos atravesando un cambio de época, no de siglos, sino de milenios. Durante una estadía en Estados Unidos, tras comer en un restaurante, quise pagar en efectivo. Para mi sorpresa, el mozo me explicó que no aceptaban “cash”, solo pagos electrónicos. En el propio país que imprime los dólares, no aceptaban sus billetes. Solo creían en la representación digital del dinero, en la promesa que un lector de tarjetas certifica en segundos. Cuando quise tomarme un taxi de vuelta al hotel, lo volví a intentar: el taxista aceptaba dólares, pero no contaba con cambio para mi billete de US$100.
Otra situación similar me ocurrió en Medio Oriente: intenté cambiar dólares en hoteles, pero me encontré con un requisito inesperado. Solo aceptaban billetes de la última serie de impresión; los billetes más antiguos, aunque técnicamente válidos, ya no eran aceptados. Algo parecido a lo que hoy nos pasa en la Argentina con los comúnmente referidos como billetes “cara chica”, salvo que estos eran “cara grande”. Una postal de un mundo que avanza, decidido, hacia la desaparición del efectivo.
Tierra del Fuego, ¿un regreso a las fuentes o un acto electoral?
El declive del uso de billetes y monedas es una tendencia global e irreversible. Mi colección quizás gane valor para otros coleccionistas nostálgicos como yo, pero no para los proveedores de bienes y servicios. La logística eficiente de no trasladar efectivo, la seguridad de llevar dinero en el celular en lugar de en la billetera, y el control fiscal que permite la trazabilidad electrónica son argumentos demasiado poderosos para resistirse.
Paradójicamente, el mismo instrumento creado por los gobiernos para organizar sus economías —el papel moneda— se convirtió hace años en aliado de quienes buscan evadir impuestos. Pero el avance de los sistemas electrónicos de pago le otorga a los Estados una nueva capacidad de vigilancia económica imposible de ignorar. Nos guste o no nos guste.
¿Qué significa todo esto para la Argentina, un país donde la confianza en la moneda propia lleva más de setenta años erosionada? La posibilidad de recuperar esa fe perdida parece, al menos por ahora, lejana. La sola sospecha de un posible regreso al populismo monetario condena al peso a convivir con tasas de interés estranguladoras, que asfixian tanto la inversión como la competitividad.
La idea de la dolarización —impulsada por el Presidente durante su campaña— ganó protagonismo en el debate público. No faltaron voces a favor y en contra, muchas centradas en la pregunta de siempre: ¿hay suficientes dólares físicos en el Banco Central para respaldar una conversión? Sin embargo, la realidad es que una dolarización no requiere cambiar cada billete en circulación, sino transformar contablemente los contratos, los depósitos bancarios y las deudas, como ya ocurre hoy en toda economía moderna. Vivimos en un sistema de confianza, no de billetes. Muchos dirán que eso es imposible, un engaño o una ilusión. Les tengo una noticia: es la misma ilusión en la que vivimos desde hace 2000 años.
Pese a los dólares del FMI, la deuda pública tuvo una leve baja en abril
Al fin y al cabo, así como los bancos centrales, desde la caída del acuerdo de Bretton Woods en 1971, no tienen en sus reservas el valor equivalente a los papeles que emiten, los bancos privados nunca han tenido en sus bóvedas todo el dinero, en billetes, que reflejan los depósitos. Si todos los clientes quisieran retirar su efectivo a la vez, ni siquiera en épocas de estabilidad habría fondos suficientes. La ilusión de que el dinero físico respalda cada saldo bancario es tan vieja como el propio sistema financiero.
En la Argentina ya vivimos nuestra versión traumática de esta realidad durante el corralito de 2001. Hoy, esa restricción tácita se ha vuelto global: podemos mover nuestro dinero digitalmente con libertad, pero cada vez será más difícil convertirlo en algo tangible que sea aceptado para comerciar.
El dinero, tal como lo conocimos, se desvanece. Ya no es necesario sentir el frío del metal en la palma ni alisar con los dedos un billete arrugado para saber que algo tiene valor. Hoy, bastan unos impulsos invisibles en una red para sellar acuerdos, para pagar deudas, para construir fortunas o sueños.
Mi colección de monedas y billetes, que alguna vez fueron vida, comercio y esperanza, irá quedándose sola, como testigo silencioso de un tiempo en que creíamos que el valor cabía en nuestras manos. Quizás, algún día, alguno de mis descendientes encuentre esos fragmentos olvidados en un cajón y se pregunte, con extrañeza, cómo era vivir en un mundo donde el dinero se podía tocar.
*El autor es empresario
El mundo deja atrás monedas y billetes, para abrazar un sistema de intercambios invisibles, basado más que nunca en la confianza Read More