Hizo Ushuaia-Alaska en moto, está al borde de otra hazaña y cuenta qué lugar prefiere: “El país es una locura de lindo”

A Diego Rosón siempre le gustaron las motos, aunque en su infancia y adolescencia aquel mundo de dos ruedas se hallaba distante. A su padre no le gustaban las motos y miraba con recelo y preocupación el interés marcado que su hijo tenía sobre ellas. Lo cierto era que tampoco había suficiente dinero en su hogar como para imaginar que algún día llegaría una a sus manos, por lo que el tema para Diego permanecía en las penumbras y los sueños.

Los años transcurrieron, llegó la vida adulta, y los sueños siguieron siendo sueños, hasta el día en que a su casa llegó una gran caja de parte de un amigo de la vida, el Gato Norman. Dentro de la misma, Diego descubrió una moto vieja, podría decirse antigua, una AJS 1948 que se transformó en su propósito durante los siguientes tres años y medio: “Todo ese tiempo es lo que me llevó restaurarla”, revela. “En el proceso entendí que hay que tener verdadera pasión para dedicarle años a un proyecto que requiere de mucho esfuerzo para ver resultados”.

Con la vieja nueva moto lista, Diego decidió emprender un viaje en solitario por toda la costa uruguaya, desde Colonia hasta Chuy. Y así, de la mano de su primera gran aventura, nuevas revelaciones llegaron y el joven argentino le dio inicio a una etapa de grandes pasiones combinadas: viajar sobre dos ruedas, escribir y fotografiar la vida en el camino.

La importancia de tener compañeros que alienten los sueños y una propuesta increíble

Durante más de una década, aquella fue la única moto de Diego, con la que vivió nuevas aventuras. Los tramos, sin embargo, no eran ambiciosos, las complicaciones, típicas de una máquina de antaño, eran frecuentes y crecían a la par de su necesidad de emprender viajes extraordinarios.

Finalmente, llegó el día en que Diego se despidió de su vieja amiga (que aún hoy conserva) y le dio la bienvenida a una nueva máquina (una Royal Enfield) y se dispuso, como él suele decir, “a viajar de verdad” cuando la vida se lo permitía.

“En la vida, a veces se hacen las cosas cuando se puede y no cuando se desea”, cuenta. “Fui padre de tres hijos, me casé, cree mi agencia que lleva 25 años, tengo aparte un trabajo en la montaña. La vida se llena de responsabilidades y de otros disfrutes, como ser padre. Transformarme, finalmente, en un motoviajero intermitente (hoy le dedico de uno a dos meses al año) fue algo que se fue construyendo de a poco. Importantísimo es tener una compañera de vida que aliente tus sueños, como la tengo yo: mi mujer Silvina -Chippy-, de lo contrario no lo podría hacer. De hecho, ella siempre me incentivó a que pueda seguir viajando”.

Cambiar de rodado tuvo que ver con el sueño de hacer la ruta 40 con su socio laboral, desde la Quiaca hasta Ushuaia. La experiencia fue inolvidable, una travesía donde se entremezclaron los mejores sentimientos: alegría, compañerismo, amistad.

Tras aquel viaje fluido, sin complicaciones, Diego escribió su primer libro narrando su experiencia y gracias a ello recibió una propuesta inesperada por parte de la marca de su moto (Royal Enfield Classic 500): “Me ofrecieron seguir viajando, hacer algo más ambicioso junto a su marca, entonces ahí pensé en unir el tramo Ushuaia-Alaska. Pero en ese viaje, cuando crucé a Bolivia, comprendí que ya no estaba ante un viaje sencillo. Entendí que me había lanzado a una aventura sin paracaídas y que tenía que aprender a volar”.

Temores iniciales y la reconexión con la identidad perdida

Incertidumbre, miedo y ganas de volver atrás. Eso es lo que sintió Diego apenas traspasó el umbral familiar y confortable de la atmósfera conocida. Pero a medida que sumaba kilómetros, los temores menguaron para dar paso al asombro, que lo animaba a avanzar, junto con su deseo de captar los escenarios en el camino.

Para Diego, tercera generación de una familia de fotógrafos, mirar la vida a través de una lente de una cámara siempre había sido parte de su identidad. Desde niño se rodeó del universo fotográfico junto a su padre y su abuelo, ambos fotógrafos profesionales como él, que durante muchos años se desempeñó en el rubro.

“Mi abuelo me enseñó a revelar desde muy chico”, rememora. “Él me enseñó a revelar negativo, revelar papel, retocar negativo, retocar papel; fui iluminador de mi padre y mi abuelo ya a los 11 años. Ya a los 16, 17, me dediqué a hacer cumpleaños de 15, bautismos etc. hasta que pude cambiar al rubro del rock. La fotografía fue parte de mi crecimiento. Después llegó el mundo empresarial y enfrentarse a los altibajos de Argentina, y hubo pasiones, como la fotografía, que quedaron de lado”.

Pero entonces allí, en su moto y a cielo abierto rumbo a Alaska, Diego fue capaz de reconectar con su pasión por la fotografía. Los paisajes que lo rodeaban lo inspiraron para hacerlo desde un costado artístico, a fin de capturar a través de su lente la belleza de los paisajes y los retratos: “lo lindo de este mundo”.

Con su cuerpo al viento y su cámara, Diego sumó asimismo la escritura a su gran travesía desde Ushuaia hasta Alaska. Entre autopistas, carreteras y callejones, el argentino transformó sus impresiones en palabras para dejar registro, huella.

Y así, para Diego, la ruta de aquel viaje se trazó a través de sus necesidad de fotografiar y narrar determinados paisajes y atmósferas, nunca se mapeó en base a la conveniencia de distancias, sino a la certeza de que determinados puntos del mundo le iban a devolver fotografías increíbles y emociones dignas de ser contadas.

“Lugares que me voy a llevar en mi mente y mi corazón para siempre y rezo todos los días para poder retratarlas con la misma fuerza que las veo”; manifiesta. “Sí, el aspecto fotográfico en la elección de la ruta es fundamental para mí”.

La diversidad en su máxima expresión y el mayor impacto: “No hay como la Patagonia”

A pesar de la confianza de quienes apoyaron su travesía y la fuerza de sus pasiones, Diego considera que el desafío de cubrir el continente americano equivale a un máster de cualquier carrera. En la imaginación, la aventura se romantiza, pero poner el cuerpo es otra historia, y el argentino lo descubrió no sin dificultades al tener que atravesar todos los climas y todas las culturas, muchas veces complejas para quien trae otras costumbres.

Pero también se trató de los suelos, desiguales y tantas veces amenazantes, con sus tramos que pasaban por hielo, arena, tierra, nieve, barro, asfalto lindo y malo: “A mí me tocó entrar a Calafate con nieve y pasar por Tucumán con casi 50 grados, cruzar por un lecho profundo de río en Costa Rica, toparme con todos los animales que se te ocurran, muchos desconocidos para mí, con todo lo que conlleva, entre serpientes, osos, alces, perezosos, águilas y tanto más. Fue fabuloso poder captarlo”, asegura Diego.

“Los desafíos más grandes en un viaje semejante se los pone uno, más allá de que hay roturas, cansancios, momentos donde uno no da más. Momentos de climas extremos donde uno no puede seguir avanzando. Sin embargo, las limitaciones más fuertes son las propias, las mentales, y se trata de animarse a avanzar”.

“Ý en el camino a través de América, al final, el lugar que más me impactó está en Argentina. No hay como la Patagonia. Está claro que el pasto del vecino siempre lo vemos más verde, pero… tenemos un país que es una locura de lindo y lo recorrería mil veces. Más allá de eso, por supuesto hay otros lugares muy impactantes, como algunos lagos de Canadá, poder surfear en El Salvador o pasajes muy desacostumbrados para nosotros como los de Centroamérica”.

“Sin embargo, lo que más me impactó fue la gente. La generosidad de la gente, la amistad que uno forja kilómetro a kilómetro es algo que asombra. Y por supuesto, el último destino, que es el que uno espera, en mi caso, Alaska. Cuando me encontré con el cartel de entrada me largué a llorar como un nene, es un momento que me voy a guardar para siempre”.

El sentido del viaje, el sentido del registro y la gran enseñanza en el camino: “Darte cuenta de la bondad…”

Allá a lo lejos quedó ese joven que trabajó por más de tres años en una moto, para darle incio a una aventura que se extiende hasta el presente. Los hijos de Diego ya son adultos, seres independientes a los que él, con el propio ejemplo, alienta a conquistar sus pasiones. Escribir, para él, fue una necesidad. Necesidad de que lo vivido no se pierda en el olvido, necesidad de que sus hijos, a través de sus palabras, sepan de todo aquello que su padre vivió en los más diversos rincones del planeta: “Yo lo único que quiero es inspirarlos a ellos, que no se pierdan nada de este mundo hermoso. Que entiendan que todo esto es factible, que hay trabajar mucho, pero no hay que abandonar los sueños. Sí, yo solo quise inspirar a mis tres hijos. Todo lo demás es yapa. La mejor recompensa que yo pueda tener es que mis hijos se animen a vivir una experiencia semejante o cualquiera que ellos se propongan como meta”.

Hoy, Diego ya está en vísperas de una nueva gran aventura junto a su moto, su cámara y sus letras. Se encuentra en España, en el Principado de Asturias para posicionarse en el faro de Finisterre y desde allí emprender su sueño de cruzar Europa.

Primero irá desde España hasta Alemania, para luego, en una segunda etapa, cubrir toda la península escandinava. En el primer tramo, Diego espera vivir una experiencia colmada de información y cultura, entre castillos, gente, historia, rock y museos: “La segunda es mucho más aventura”, afirma.

“Voy a llegar al círculo polar ártico para alcanzar el punto máximo del continente. Voy a cruzar toda Finlandia hasta llegar a Rusia. La fotografía final, si los conflictos me lo permiten, es la Plaza Roja. Estudié mucho Dinamarca, Noruega, Finlandia, son lugares a los que normalmente no accedemos, significa un viaje muy lento por su geografía, donde por sus fiordos la travesía se alterna con barcos y balsas, pero con una recompensa muy grande por sus paisajes y pueblos. Es un destino que elegí porque difícilmente haya muchas oportunidades de volver”.

“Arriba de la moto, todo es un aprendizaje”, continúa Diego pensativo. “Mi experiencia me enseñó que bastan hacer mil kilómetros en moto para darte cuenta de la bondad y generosidad que hay en estos viajes. Por más que haya gente mala, la gente es buena, se cuida, es humana. Es lo más lindo a destacar”.

“Estamos tan inmersos en un mundo de bancos, corridas, dólar, de las tareas, de las obligaciones, que nos olvidamos de salir a disfrutar de lo más básico, como mirar un atardecer. Tenemos que aprender a parar la pelota, ayudar al prójimo, parar en la calle si alguien lo necesita, colaborar – que puede ser ayudar a cambiar una cubierta, o ayudar en una iglesia- eso el viaje te lo enseña. Yo pude hacer mis viajes gracias a las cientos de personas cercanas y extrañas que me ayudaron a hacerlo posible y en el camino; muchas de ellas ni sé el nombre, pero sin ellas yo no hubiese llegado a destino y los llevo por siempre en mi corazón”.

A Diego Rosón siempre le gustaron las motos, aunque en su infancia y adolescencia aquel mundo de dos ruedas se hallaba distante. A su padre no le gustaban las motos y miraba con recelo y preocupación el interés marcado que su hijo tenía sobre ellas. Lo cierto era que tampoco había suficiente dinero en su hogar como para imaginar que algún día llegaría una a sus manos, por lo que el tema para Diego permanecía en las penumbras y los sueños.

Los años transcurrieron, llegó la vida adulta, y los sueños siguieron siendo sueños, hasta el día en que a su casa llegó una gran caja de parte de un amigo de la vida, el Gato Norman. Dentro de la misma, Diego descubrió una moto vieja, podría decirse antigua, una AJS 1948 que se transformó en su propósito durante los siguientes tres años y medio: “Todo ese tiempo es lo que me llevó restaurarla”, revela. “En el proceso entendí que hay que tener verdadera pasión para dedicarle años a un proyecto que requiere de mucho esfuerzo para ver resultados”.

Con la vieja nueva moto lista, Diego decidió emprender un viaje en solitario por toda la costa uruguaya, desde Colonia hasta Chuy. Y así, de la mano de su primera gran aventura, nuevas revelaciones llegaron y el joven argentino le dio inicio a una etapa de grandes pasiones combinadas: viajar sobre dos ruedas, escribir y fotografiar la vida en el camino.

La importancia de tener compañeros que alienten los sueños y una propuesta increíble

Durante más de una década, aquella fue la única moto de Diego, con la que vivió nuevas aventuras. Los tramos, sin embargo, no eran ambiciosos, las complicaciones, típicas de una máquina de antaño, eran frecuentes y crecían a la par de su necesidad de emprender viajes extraordinarios.

Finalmente, llegó el día en que Diego se despidió de su vieja amiga (que aún hoy conserva) y le dio la bienvenida a una nueva máquina (una Royal Enfield) y se dispuso, como él suele decir, “a viajar de verdad” cuando la vida se lo permitía.

“En la vida, a veces se hacen las cosas cuando se puede y no cuando se desea”, cuenta. “Fui padre de tres hijos, me casé, cree mi agencia que lleva 25 años, tengo aparte un trabajo en la montaña. La vida se llena de responsabilidades y de otros disfrutes, como ser padre. Transformarme, finalmente, en un motoviajero intermitente (hoy le dedico de uno a dos meses al año) fue algo que se fue construyendo de a poco. Importantísimo es tener una compañera de vida que aliente tus sueños, como la tengo yo: mi mujer Silvina -Chippy-, de lo contrario no lo podría hacer. De hecho, ella siempre me incentivó a que pueda seguir viajando”.

Cambiar de rodado tuvo que ver con el sueño de hacer la ruta 40 con su socio laboral, desde la Quiaca hasta Ushuaia. La experiencia fue inolvidable, una travesía donde se entremezclaron los mejores sentimientos: alegría, compañerismo, amistad.

Tras aquel viaje fluido, sin complicaciones, Diego escribió su primer libro narrando su experiencia y gracias a ello recibió una propuesta inesperada por parte de la marca de su moto (Royal Enfield Classic 500): “Me ofrecieron seguir viajando, hacer algo más ambicioso junto a su marca, entonces ahí pensé en unir el tramo Ushuaia-Alaska. Pero en ese viaje, cuando crucé a Bolivia, comprendí que ya no estaba ante un viaje sencillo. Entendí que me había lanzado a una aventura sin paracaídas y que tenía que aprender a volar”.

Temores iniciales y la reconexión con la identidad perdida

Incertidumbre, miedo y ganas de volver atrás. Eso es lo que sintió Diego apenas traspasó el umbral familiar y confortable de la atmósfera conocida. Pero a medida que sumaba kilómetros, los temores menguaron para dar paso al asombro, que lo animaba a avanzar, junto con su deseo de captar los escenarios en el camino.

Para Diego, tercera generación de una familia de fotógrafos, mirar la vida a través de una lente de una cámara siempre había sido parte de su identidad. Desde niño se rodeó del universo fotográfico junto a su padre y su abuelo, ambos fotógrafos profesionales como él, que durante muchos años se desempeñó en el rubro.

“Mi abuelo me enseñó a revelar desde muy chico”, rememora. “Él me enseñó a revelar negativo, revelar papel, retocar negativo, retocar papel; fui iluminador de mi padre y mi abuelo ya a los 11 años. Ya a los 16, 17, me dediqué a hacer cumpleaños de 15, bautismos etc. hasta que pude cambiar al rubro del rock. La fotografía fue parte de mi crecimiento. Después llegó el mundo empresarial y enfrentarse a los altibajos de Argentina, y hubo pasiones, como la fotografía, que quedaron de lado”.

Pero entonces allí, en su moto y a cielo abierto rumbo a Alaska, Diego fue capaz de reconectar con su pasión por la fotografía. Los paisajes que lo rodeaban lo inspiraron para hacerlo desde un costado artístico, a fin de capturar a través de su lente la belleza de los paisajes y los retratos: “lo lindo de este mundo”.

Con su cuerpo al viento y su cámara, Diego sumó asimismo la escritura a su gran travesía desde Ushuaia hasta Alaska. Entre autopistas, carreteras y callejones, el argentino transformó sus impresiones en palabras para dejar registro, huella.

Y así, para Diego, la ruta de aquel viaje se trazó a través de sus necesidad de fotografiar y narrar determinados paisajes y atmósferas, nunca se mapeó en base a la conveniencia de distancias, sino a la certeza de que determinados puntos del mundo le iban a devolver fotografías increíbles y emociones dignas de ser contadas.

“Lugares que me voy a llevar en mi mente y mi corazón para siempre y rezo todos los días para poder retratarlas con la misma fuerza que las veo”; manifiesta. “Sí, el aspecto fotográfico en la elección de la ruta es fundamental para mí”.

La diversidad en su máxima expresión y el mayor impacto: “No hay como la Patagonia”

A pesar de la confianza de quienes apoyaron su travesía y la fuerza de sus pasiones, Diego considera que el desafío de cubrir el continente americano equivale a un máster de cualquier carrera. En la imaginación, la aventura se romantiza, pero poner el cuerpo es otra historia, y el argentino lo descubrió no sin dificultades al tener que atravesar todos los climas y todas las culturas, muchas veces complejas para quien trae otras costumbres.

Pero también se trató de los suelos, desiguales y tantas veces amenazantes, con sus tramos que pasaban por hielo, arena, tierra, nieve, barro, asfalto lindo y malo: “A mí me tocó entrar a Calafate con nieve y pasar por Tucumán con casi 50 grados, cruzar por un lecho profundo de río en Costa Rica, toparme con todos los animales que se te ocurran, muchos desconocidos para mí, con todo lo que conlleva, entre serpientes, osos, alces, perezosos, águilas y tanto más. Fue fabuloso poder captarlo”, asegura Diego.

“Los desafíos más grandes en un viaje semejante se los pone uno, más allá de que hay roturas, cansancios, momentos donde uno no da más. Momentos de climas extremos donde uno no puede seguir avanzando. Sin embargo, las limitaciones más fuertes son las propias, las mentales, y se trata de animarse a avanzar”.

“Ý en el camino a través de América, al final, el lugar que más me impactó está en Argentina. No hay como la Patagonia. Está claro que el pasto del vecino siempre lo vemos más verde, pero… tenemos un país que es una locura de lindo y lo recorrería mil veces. Más allá de eso, por supuesto hay otros lugares muy impactantes, como algunos lagos de Canadá, poder surfear en El Salvador o pasajes muy desacostumbrados para nosotros como los de Centroamérica”.

“Sin embargo, lo que más me impactó fue la gente. La generosidad de la gente, la amistad que uno forja kilómetro a kilómetro es algo que asombra. Y por supuesto, el último destino, que es el que uno espera, en mi caso, Alaska. Cuando me encontré con el cartel de entrada me largué a llorar como un nene, es un momento que me voy a guardar para siempre”.

El sentido del viaje, el sentido del registro y la gran enseñanza en el camino: “Darte cuenta de la bondad…”

Allá a lo lejos quedó ese joven que trabajó por más de tres años en una moto, para darle incio a una aventura que se extiende hasta el presente. Los hijos de Diego ya son adultos, seres independientes a los que él, con el propio ejemplo, alienta a conquistar sus pasiones. Escribir, para él, fue una necesidad. Necesidad de que lo vivido no se pierda en el olvido, necesidad de que sus hijos, a través de sus palabras, sepan de todo aquello que su padre vivió en los más diversos rincones del planeta: “Yo lo único que quiero es inspirarlos a ellos, que no se pierdan nada de este mundo hermoso. Que entiendan que todo esto es factible, que hay trabajar mucho, pero no hay que abandonar los sueños. Sí, yo solo quise inspirar a mis tres hijos. Todo lo demás es yapa. La mejor recompensa que yo pueda tener es que mis hijos se animen a vivir una experiencia semejante o cualquiera que ellos se propongan como meta”.

Hoy, Diego ya está en vísperas de una nueva gran aventura junto a su moto, su cámara y sus letras. Se encuentra en España, en el Principado de Asturias para posicionarse en el faro de Finisterre y desde allí emprender su sueño de cruzar Europa.

Primero irá desde España hasta Alemania, para luego, en una segunda etapa, cubrir toda la península escandinava. En el primer tramo, Diego espera vivir una experiencia colmada de información y cultura, entre castillos, gente, historia, rock y museos: “La segunda es mucho más aventura”, afirma.

“Voy a llegar al círculo polar ártico para alcanzar el punto máximo del continente. Voy a cruzar toda Finlandia hasta llegar a Rusia. La fotografía final, si los conflictos me lo permiten, es la Plaza Roja. Estudié mucho Dinamarca, Noruega, Finlandia, son lugares a los que normalmente no accedemos, significa un viaje muy lento por su geografía, donde por sus fiordos la travesía se alterna con barcos y balsas, pero con una recompensa muy grande por sus paisajes y pueblos. Es un destino que elegí porque difícilmente haya muchas oportunidades de volver”.

“Arriba de la moto, todo es un aprendizaje”, continúa Diego pensativo. “Mi experiencia me enseñó que bastan hacer mil kilómetros en moto para darte cuenta de la bondad y generosidad que hay en estos viajes. Por más que haya gente mala, la gente es buena, se cuida, es humana. Es lo más lindo a destacar”.

“Estamos tan inmersos en un mundo de bancos, corridas, dólar, de las tareas, de las obligaciones, que nos olvidamos de salir a disfrutar de lo más básico, como mirar un atardecer. Tenemos que aprender a parar la pelota, ayudar al prójimo, parar en la calle si alguien lo necesita, colaborar – que puede ser ayudar a cambiar una cubierta, o ayudar en una iglesia- eso el viaje te lo enseña. Yo pude hacer mis viajes gracias a las cientos de personas cercanas y extrañas que me ayudaron a hacerlo posible y en el camino; muchas de ellas ni sé el nombre, pero sin ellas yo no hubiese llegado a destino y los llevo por siempre en mi corazón”.

 Un día llegó una gran caja a su casa que cambió el rumbo de su vida; hoy, de la mano de travesías desafiantes, busca inspirar a sus hijos: “Que no se pierdan nada de este mundo hermoso, que no hay que abandonar los sueños”  Read More