Ojos que no ven, protestas que no se sienten

Entre las pocas satisfacciones que la gestión pública puede brindar a un intendente o a un ministro, la inauguración de obras públicas seguramente encabece la lista. El corte de cintas o la primera palada de tierra de un camino o un hospital –símbolos del inicio de las obras– son actos celebratorios: los discursos y fotos de rigor al son de una banda musical documentan esos eventos para la historia. En cambio, jamás se festeja el óptimo mantenimiento de la ruta o del hospital, o sea, el buen desempeño de los organismos responsables de que esa infraestructura no se deteriore.

Los peores enemigos de esos bienes públicos son el tiempo y la indolencia de los gobiernos. El tiempo, porque en su transcurso el uso normal produce inevitablemente su deterioro material. La indolencia, porque los gobiernos no realizan las tareas preventivas y reparadoras que exige el mantenimiento.

Claro, el mantenimiento no genera rédito político. No se ve. Está oculto a los ojos de la ciudadanía, porque los vehículos siguen circulando o el edificio sigue en pie, hasta tanto el deterioro convierta el camino en intransitable y las filtraciones, o un derrumbe, inhabiliten el hospital. Recién entonces se alzarán voces en demanda de actuación gubernamental, especialmente si a raíz del deterioro se producen accidentes y muertes. Y así como quienes inauguraron esas obras pudieron haberse adjudicado el mérito, sumando puntos a su carrera política, nadie puede ser acusado del deterioro: los responsables son siempre “gobiernos anteriores” (entidades anónimas e indiferenciadas), que no realizaron a tiempo las inversiones o abandonaron los controles necesarios. Nos lo recuerda el incendio de Cromañón o la tragedia de la estación Once, cada vez que una nueva catástrofe sacude a la opinión pública.

En todas las jurisdicciones de la administración pública de nuestro país, existen visibles déficits en la infraestructura pública y en la actuación gubernamental. Esta situación viene siendo denunciada desde hace muchos años por especialistas, ONG, organizaciones corporativas y los propios ciudadanos. Pero aplicar la motosierra a ciegas, siguiendo la lógica de “muerto el perro se acabó la rabia”, no resuelve el problema; no hace más que agravarlo. Y eso es lo que puede ocurrir con la campaña de aserramiento institucional emprendida por el actual gobierno.

Señalé en estas páginas que el previo y necesario diagnóstico institucional requiere el uso del microscopio y el bisturí. El microscopio, para conocer en profundidad el valor público de lo que produce cada organismo estatal. El bisturí, para realizar los cortes selectivos que resulten del diagnóstico. Cabe agregar ahora otros instrumentos; el telescopio y la incubadora. El telescopio, para avizorar las futuras necesidades de la gestión; la incubadora, para crear un ambiente controlado para el desarrollo de los recursos humanos y equipos de trabajo que seguramente será necesario incorporar como resultado del diagnóstico. La motosierra es una herramienta demasiado tosca para la necesaria reconstrucción institucional que exige el aparato gubernamental.

Imaginemos las posibles consecuencias de un aserramiento indiscriminado. ¿Qué ocurriría si el Senasa dejara de certificar la calidad de los productos cárnicos exportables declarándolos libres de fiebre aftosa; si el INTA abandonara sus programas de investigación y extensión en mejoramiento genético, preservación de recursos naturales, servicios ecosistémicos o buenas prácticas de cultivo; si ARCA dejara de realizar inspecciones a grandes contribuyentes, o no incorporara los avances de la inteligencia artificial en la detección de fraudes tributarios; si no se realizaran las inversiones en construcción de aulas, baños, conexiones a internet o bibliotecas en las escuelas? La pregunta podría repetirse en las decenas de áreas de actuación del Estado interrogando acerca de los impactos que produciría la suspensión de otros tantos servicios públicos, y la respuesta sería la misma: no pasaría “nada”. Nada, al menos, hasta las elecciones de octubre próximo.

Por supuesto, no pasaría nada visible a los ojos de la ciudadanía. Entre las cosas que sí ocurrirían, podríamos enumerar que los ahorros presupuestarios permitirían seguir manteniendo el déficit “0”, con el consiguiente rédito político para el Gobierno. Además, poco a poco, se irían desmantelando en el sector público múltiples equipos de trabajo que costó mucho formar. Miles de exagentes públicos desplazados deberían redirigir sus carreras o considerar migrar al exterior. Y casi imperceptiblemente las estadísticas comenzarían a sumar más analfabetos funcionales, peores índices de salud, menores avances tecnológicos y muchos más accidentados, evasores o pobres.

¿Cómo evitarlo? Primero, reorientando la estrategia de transformación hacia un mejor Estado, en lugar de hacerlo indiscriminadamente hacia un menor (o ningún) Estado. Menos no es igual a mejor. Incluso es posible que el resultado final de la estrategia alternativa termine reduciendo el aparato estatal. Pero sería un Estado diferente, que los expertos han adjetivado como “necesario”, “inteligente”, “atlético”, “sensato”, “modesto”, “reinventado” o “catalítico”. Todos estos términos aluden a un Estado cuya gestión se funda en el valor público que produce cada uno de sus programas y agencias, pero después de analizar y priorizar la naturaleza y el alcance de las demandas o servicios que requiere la ciudadanía, los elencos necesarios, los recursos y tecnologías que hacen falta y las opciones de prestación, centralizada o descentralizada, pública, privada o mixta.

Idealmente, según el modelo de “buena gobernanza” de las Naciones Unidas, ese Estado debería estar imbuido de un ethos profesional y ser transparente, eficiente, justo, equitativo, democrático, tener una visión estratégica y rendir cuentas. Ningún Estado realmente existente reúne todos esos atributos, pero siempre se trata de una cuestión de grados de cercanía o lejanía respecto de esos ideales. En particular, importa destacar los dos últimos: visión estratégica y rendición de cuentas.

Gobierno tras gobierno, en la experiencia de la gestión pública argentina, solo ha importado el presente, el día a día. Tener una visión estratégica supone incorporar el futuro a la gestión, planificar, programar, anticipar riesgos, evaluar contingencias. Y rendir cuentas implica, también, incorporar el pasado, echar una mirada hacia atrás, evaluar resultados e impactos, así como rendir cuentas por la gestión realizada. Porque la gestión pública debería ser una gestión en tres tiempos. La inversión estatal, el mantenimiento de la obra pública, la prestación de servicios, así como la casi totalidad de la actividad de gobernar requieren programación, seguimiento, evaluación y rendición de cuentas, además de gestionar el día a día. Un Estado que no planifica ni rinde cuentas solo confía en el azar, la prueba y el error. Recién cuando la imprevisión y la inimputabilidad tornan visible el desastre la ciudadanía suele patear el tablero y hacer una nueva apuesta.

Entre las pocas satisfacciones que la gestión pública puede brindar a un intendente o a un ministro, la inauguración de obras públicas seguramente encabece la lista. El corte de cintas o la primera palada de tierra de un camino o un hospital –símbolos del inicio de las obras– son actos celebratorios: los discursos y fotos de rigor al son de una banda musical documentan esos eventos para la historia. En cambio, jamás se festeja el óptimo mantenimiento de la ruta o del hospital, o sea, el buen desempeño de los organismos responsables de que esa infraestructura no se deteriore.

Los peores enemigos de esos bienes públicos son el tiempo y la indolencia de los gobiernos. El tiempo, porque en su transcurso el uso normal produce inevitablemente su deterioro material. La indolencia, porque los gobiernos no realizan las tareas preventivas y reparadoras que exige el mantenimiento.

Claro, el mantenimiento no genera rédito político. No se ve. Está oculto a los ojos de la ciudadanía, porque los vehículos siguen circulando o el edificio sigue en pie, hasta tanto el deterioro convierta el camino en intransitable y las filtraciones, o un derrumbe, inhabiliten el hospital. Recién entonces se alzarán voces en demanda de actuación gubernamental, especialmente si a raíz del deterioro se producen accidentes y muertes. Y así como quienes inauguraron esas obras pudieron haberse adjudicado el mérito, sumando puntos a su carrera política, nadie puede ser acusado del deterioro: los responsables son siempre “gobiernos anteriores” (entidades anónimas e indiferenciadas), que no realizaron a tiempo las inversiones o abandonaron los controles necesarios. Nos lo recuerda el incendio de Cromañón o la tragedia de la estación Once, cada vez que una nueva catástrofe sacude a la opinión pública.

En todas las jurisdicciones de la administración pública de nuestro país, existen visibles déficits en la infraestructura pública y en la actuación gubernamental. Esta situación viene siendo denunciada desde hace muchos años por especialistas, ONG, organizaciones corporativas y los propios ciudadanos. Pero aplicar la motosierra a ciegas, siguiendo la lógica de “muerto el perro se acabó la rabia”, no resuelve el problema; no hace más que agravarlo. Y eso es lo que puede ocurrir con la campaña de aserramiento institucional emprendida por el actual gobierno.

Señalé en estas páginas que el previo y necesario diagnóstico institucional requiere el uso del microscopio y el bisturí. El microscopio, para conocer en profundidad el valor público de lo que produce cada organismo estatal. El bisturí, para realizar los cortes selectivos que resulten del diagnóstico. Cabe agregar ahora otros instrumentos; el telescopio y la incubadora. El telescopio, para avizorar las futuras necesidades de la gestión; la incubadora, para crear un ambiente controlado para el desarrollo de los recursos humanos y equipos de trabajo que seguramente será necesario incorporar como resultado del diagnóstico. La motosierra es una herramienta demasiado tosca para la necesaria reconstrucción institucional que exige el aparato gubernamental.

Imaginemos las posibles consecuencias de un aserramiento indiscriminado. ¿Qué ocurriría si el Senasa dejara de certificar la calidad de los productos cárnicos exportables declarándolos libres de fiebre aftosa; si el INTA abandonara sus programas de investigación y extensión en mejoramiento genético, preservación de recursos naturales, servicios ecosistémicos o buenas prácticas de cultivo; si ARCA dejara de realizar inspecciones a grandes contribuyentes, o no incorporara los avances de la inteligencia artificial en la detección de fraudes tributarios; si no se realizaran las inversiones en construcción de aulas, baños, conexiones a internet o bibliotecas en las escuelas? La pregunta podría repetirse en las decenas de áreas de actuación del Estado interrogando acerca de los impactos que produciría la suspensión de otros tantos servicios públicos, y la respuesta sería la misma: no pasaría “nada”. Nada, al menos, hasta las elecciones de octubre próximo.

Por supuesto, no pasaría nada visible a los ojos de la ciudadanía. Entre las cosas que sí ocurrirían, podríamos enumerar que los ahorros presupuestarios permitirían seguir manteniendo el déficit “0”, con el consiguiente rédito político para el Gobierno. Además, poco a poco, se irían desmantelando en el sector público múltiples equipos de trabajo que costó mucho formar. Miles de exagentes públicos desplazados deberían redirigir sus carreras o considerar migrar al exterior. Y casi imperceptiblemente las estadísticas comenzarían a sumar más analfabetos funcionales, peores índices de salud, menores avances tecnológicos y muchos más accidentados, evasores o pobres.

¿Cómo evitarlo? Primero, reorientando la estrategia de transformación hacia un mejor Estado, en lugar de hacerlo indiscriminadamente hacia un menor (o ningún) Estado. Menos no es igual a mejor. Incluso es posible que el resultado final de la estrategia alternativa termine reduciendo el aparato estatal. Pero sería un Estado diferente, que los expertos han adjetivado como “necesario”, “inteligente”, “atlético”, “sensato”, “modesto”, “reinventado” o “catalítico”. Todos estos términos aluden a un Estado cuya gestión se funda en el valor público que produce cada uno de sus programas y agencias, pero después de analizar y priorizar la naturaleza y el alcance de las demandas o servicios que requiere la ciudadanía, los elencos necesarios, los recursos y tecnologías que hacen falta y las opciones de prestación, centralizada o descentralizada, pública, privada o mixta.

Idealmente, según el modelo de “buena gobernanza” de las Naciones Unidas, ese Estado debería estar imbuido de un ethos profesional y ser transparente, eficiente, justo, equitativo, democrático, tener una visión estratégica y rendir cuentas. Ningún Estado realmente existente reúne todos esos atributos, pero siempre se trata de una cuestión de grados de cercanía o lejanía respecto de esos ideales. En particular, importa destacar los dos últimos: visión estratégica y rendición de cuentas.

Gobierno tras gobierno, en la experiencia de la gestión pública argentina, solo ha importado el presente, el día a día. Tener una visión estratégica supone incorporar el futuro a la gestión, planificar, programar, anticipar riesgos, evaluar contingencias. Y rendir cuentas implica, también, incorporar el pasado, echar una mirada hacia atrás, evaluar resultados e impactos, así como rendir cuentas por la gestión realizada. Porque la gestión pública debería ser una gestión en tres tiempos. La inversión estatal, el mantenimiento de la obra pública, la prestación de servicios, así como la casi totalidad de la actividad de gobernar requieren programación, seguimiento, evaluación y rendición de cuentas, además de gestionar el día a día. Un Estado que no planifica ni rinde cuentas solo confía en el azar, la prueba y el error. Recién cuando la imprevisión y la inimputabilidad tornan visible el desastre la ciudadanía suele patear el tablero y hacer una nueva apuesta.

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