Toda reforma entraña un conflicto. No solo con el statu quo, sino también con el entramado institucional que debe canalizarla, legitimarla y sostenerla. En el caso del presidente Javier Milei, ese conflicto adopta una morfología peculiar y se organiza en torno a tres dimensiones en tensión: el fondo (la profundidad del cambio), las formas (una comunicación que exacerba la polarización) y la ley (el límite normativo que la habilita y condiciona). A simple vista, estos elementos parecen operar de manera independiente. Sin embargo, lo notable del proyecto libertario es que se articulan como partes de una misma hipótesis de poder: un diseño político que no busca evitar la fricción, sino capitalizarla.
Este diseño plantea un interrogante que no es menor: ¿es posible impulsar una transformación radical priorizando la urgencia de resultados sobre los mecanismos tradicionales de diálogo y, al mismo tiempo, sostenerse dentro de los márgenes constitucionales?
La pregunta no es retórica: atraviesa toda la experiencia libertaria. Su originalidad no reside únicamente en el contenido de las reformas, sino también en el modo en que se las impulsa: tensionando las convenciones del juego político, pero sin romper sus reglas formales. Lo que a primera vista parece caos revela un orden: una ingeniería que trasciende el personaje, el ruido y la provocación calculada. Por eso, cada componente –contenido, forma, legalidad– cumple un rol funcional en una arquitectura que convierte la confrontación en método.
El fondo debe ser extremo. La convicción fundante del mileísmo es que la Argentina ya no admite reformas graduales; que el reformismo clásico, basado en el consenso, ha fracasado. El sistema político ha demostrado ser más hábil en metabolizar los cambios que en sostenerlos: las reformas se diluyen, se negocian hasta volverse inofensivas y, finalmente, se revierten. Para Milei, solo hay una manera de hacerlas efectivas: ir a fondo. Que duelan, sí, pero que produzcan resultados antes de que puedan ser desactivadas.
Ese diagnóstico –que comparto– no es novedoso. Lo disruptivo es el modo en que Milei lo lleva al extremo. Su planteo tiene la lógica de una cirugía mayor: si el tumor es profundo, el bisturí no puede ser tímido. Y si la operación resulta exitosa, el dolor inicial quedará justificado por el alivio posterior. El DNU 70 y la Ley Bases no deben leerse como simples herramientas normativas. Son, más bien, la cristalización jurídica de un principio político: la convicción de que no alcanza con modificar, hay que desarticular. No se trata solo de qué se cambia, sino de cuán profundo es ese cambio y con qué velocidad logra producir beneficios tangibles, capaces de tornarlo políticamente irreversible.
Milei no solo busca extirpar lo que considera patológico en el sistema: pretende impedir su reproducción. En ese marco, la intervención apunta también a cauterizar las arterias que, según los libertarios, alimentan al tumor. Neutralizar –antes de que se regenere– el circuito de reproducción de privilegios, favores y poder que él resume en la palabra “casta”. Un ecosistema que no se desactivaría con medidas parciales, sino con una ofensiva quirúrgica que transforme el tejido sobre el que prosperó.
De ahí la otra ruptura: no solo con el gradualismo, sino también con la idea de que el consenso es condición previa para reformar. Toda reforma suavizada para lograr apoyos legislativos tiende a diluirse. Las concesiones, en lugar de garantizar gobernabilidad, terminan por vaciarla de eficacia. Y si una reforma no da resultados, no se vuelve popular. Y si no se vuelve popular, no se sostiene. En esa lógica, la profundidad del cambio y la velocidad de sus efectos no son solo una estrategia técnica: son, para el Gobierno, la única forma de volverlo políticamente irreversible. Primero los resultados; después, el apoyo. No convencer para reformar, sino reformar para convencer.
Las formas deben ser confrontativas. El fondo no camina solo. Necesita formas que lo impulsen, lo defiendan y lo traduzcan en acción política. En este punto, el mileísmo adopta una lógica que entronca con la de los “ingenieros del caos”, según la definición del italiano Giuliano da Empoli: no se busca persuadir al adversario, sino movilizar a los propios a través de una narrativa identitaria. No se aspira a coaliciones amplias, sino a consolidar núcleos de apoyo férreo que legitimen el conflicto como método. La lógica no es deliberativa en sentido clásico, sino movilizadora y eficaz en el ecosistema digital contemporáneo.
La confrontación cumple, por lo tanto, una función estratégica. Transformaciones de semejante envergadura requieren defensores decididos. Se necesita una base militante dispuesta a enfrentar a “la casta” (empresarios prebendarios, sindicalistas engordados y el establishment político que ha oficiado durante décadas como socio y garante del entramado). En la lógica del Gobierno, la moderación no suma: frena. Resulta contraproducente para un proyecto que necesita quebrar las resistencias del sistema. Por eso, el grito no es solo un exabrupto emocional: también es una herramienta de poder. Hay indignación, sin duda –una indignación comprensible, alimentada por décadas de decadencia–, pero esa indignación se convierte en lenguaje, en forma de autoridad. No se grita solo por indignación: se grita para gobernar. No se polariza solo por rechazo: también se polariza por diseño.
Detrás de esta estrategia hay teoría. En la política contemporánea, la conversación dejó de ser un intercambio de argumentos para convertirse en una lucha por la atención. Las redes sociales premian la exageración, la emotividad y el conflicto. En la política del siglo XXI, la disrupción es la única constante.
El gobierno libertario encarna esa lógica. Su discurso no busca convencer a los escépticos, sino reforzar la identidad épica de quienes lo siguen. Se afirma una identidad heroica frente a un sistema agotado. La política se vuelve performativa. Y la indignación, un combustible meticulosamente administrado.
Esta lógica también condiciona la relación con las instituciones. La negociación clásica, basada en el matiz y la confianza, cede lugar a un cálculo: ceder lo indispensable para avanzar sin diluir. El Congreso se convierte en un escollo a sortear, no un espacio para alcanzar consensos. Y las redes se constituyen en el campo de batalla.
El respeto por la ley: instrumentalización sin transgresión. ¿Hasta qué punto se puede empujar un fondo extremo y formas confrontativas sin erosionar la legalidad? ¿Qué margen queda para la institucionalidad cuando se la bordea, se la dobla o directamente se la instrumentaliza? Este es, quizás, el nudo más delicado del proyecto libertario. Pero aquí conviene ser precisos: aunque el gobierno tensiona el espíritu de las instituciones, respeta su letra. Y esa diferencia no es menor.
El uso del DNU 70 no fue un arrebato autoritario, sino una apuesta deliberada por acelerar reformas en un sistema trabado. Una jugada audaz, sí, pero dentro de los márgenes que la Constitución prevé. Cuando la Justicia intervino, el Ejecutivo acató. Cuando el Congreso objetó, el gobierno adaptó su estrategia. Cuando los tribunales suspendieron medidas puntuales, las reformuló sin desobediencia ni escándalo. Esta conducta no es anecdótica: señala una línea roja que, hasta ahora, no ha sido cruzada.
Puede discutirse –y con razón– que se hayan estirado los límites del sistema: que se haya aplicado selectivamente el protocolo antipiquetes, que se haya ignorado jurisprudencia judicial en materia de jubilaciones, que se hayan tensado las formas y los buenos modales, o forzado los procedimientos. Y sin embargo, lo que distingue a esta gestión no es haber tensado los márgenes del sistema, sino que, en ese juego de tensiones, no desobedeció la ley ni desconoció sentencias judiciales. A diferencia de otros líderes disruptivos, tanto locales como extranjeros, que enfrentaron embates judiciales, el gobierno de Milei ha mantenido una conducta institucional consistente, llamativa en un presidente que se define como “anarcocapitalista”.
Más que una anomalía, esta convivencia entre provocación discursiva y disciplina institucional expresa quizás el núcleo estratégico del proyecto libertario. El respeto a la ley y la Justicia no pareciera surgir de una vocación legalista, sino de una inteligencia política que comprende que toda transformación duradera requiere, como condición mínima, no socavar el sistema en el que se apoya.
Epílogo: la alquimia y sus límites. El experimento libertario no es solo un proyecto de gobierno: es una jugada de alto riesgo en el tablero de una Argentina exhausta. Su audacia no nace del desorden propio de un outsider, sino del cálculo de quien está convencido de que la inercia histórica no se quiebra con buenos modales.
La fórmula mileísta combina tres vectores en tensión: un reformismo radical que desprecia los parches; una retórica confrontativa que capitaliza las reglas de la política digital; y una disciplina institucional que, aunque bordea los límites de la ortodoxia, se mantiene dentro del marco constitucional. Esta alquimia, más que un acto de fe, es una hipótesis política: que el cambio profundo no requiere consensos previos, sino resultados que los construyan a posteriori. Esa lógica apuesta por la velocidad como vía para sortear la resistencia de un establishment que ha sabido digerir cada intento de reforma hasta vaciarlo de eficacia.
Pero el núcleo del proyecto libertario no se agota en la reestructuración económica. Acaso Milei apunta a algo más ambicioso: reconfigurar el ejercicio del poder, anclándolo en principios de libertad y competencia, en un país donde el clientelismo ha sido la norma. El desafío es temporal: alinear los ritmos económicos con los políticos, de modo que los resultados legitimen una transformación que, de otro modo, sería neutralizada por un sistema diseñado para perpetuarse.
Aquí radica la paradoja del mileísmo: su éxito depende de romper inercias sin quebrar reglas. Si los beneficios económicos se consolidan con la rapidez que exige una sociedad harta, el proyecto no solo podría remodelar el tablero político, sino que obligará a reconsiderar una verdad incómoda para las democracias liberales: que, en contextos de crisis crónica, el conflicto controlado puede ser más eficaz que la conciliación ritualizada para refundar el orden.
Por ahora, los datos preliminares ofrecen motivos para el optimismo: el tipo de cambio se ha estabilizado, la inflación se ha desplomado y se consolidan los signos de recuperación. Pero el verdadero examen va más allá de esas cifras: consiste en convertir el cambio en norma. El desafío es lograr que las reformas se integren al sistema y que la confrontación –útil en la ruptura– deje de ser la estrategia para avanzar. En esa transición –de la excepción al orden– se juega no solo el futuro del Gobierno, sino además la posibilidad de que la democracia argentina recupere una credibilidad extraviada durante décadas.
Abogado (UBA) y doctor en Economía por la Universidad de Harvard
Toda reforma entraña un conflicto. No solo con el statu quo, sino también con el entramado institucional que debe canalizarla, legitimarla y sostenerla. En el caso del presidente Javier Milei, ese conflicto adopta una morfología peculiar y se organiza en torno a tres dimensiones en tensión: el fondo (la profundidad del cambio), las formas (una comunicación que exacerba la polarización) y la ley (el límite normativo que la habilita y condiciona). A simple vista, estos elementos parecen operar de manera independiente. Sin embargo, lo notable del proyecto libertario es que se articulan como partes de una misma hipótesis de poder: un diseño político que no busca evitar la fricción, sino capitalizarla.
Este diseño plantea un interrogante que no es menor: ¿es posible impulsar una transformación radical priorizando la urgencia de resultados sobre los mecanismos tradicionales de diálogo y, al mismo tiempo, sostenerse dentro de los márgenes constitucionales?
La pregunta no es retórica: atraviesa toda la experiencia libertaria. Su originalidad no reside únicamente en el contenido de las reformas, sino también en el modo en que se las impulsa: tensionando las convenciones del juego político, pero sin romper sus reglas formales. Lo que a primera vista parece caos revela un orden: una ingeniería que trasciende el personaje, el ruido y la provocación calculada. Por eso, cada componente –contenido, forma, legalidad– cumple un rol funcional en una arquitectura que convierte la confrontación en método.
El fondo debe ser extremo. La convicción fundante del mileísmo es que la Argentina ya no admite reformas graduales; que el reformismo clásico, basado en el consenso, ha fracasado. El sistema político ha demostrado ser más hábil en metabolizar los cambios que en sostenerlos: las reformas se diluyen, se negocian hasta volverse inofensivas y, finalmente, se revierten. Para Milei, solo hay una manera de hacerlas efectivas: ir a fondo. Que duelan, sí, pero que produzcan resultados antes de que puedan ser desactivadas.
Ese diagnóstico –que comparto– no es novedoso. Lo disruptivo es el modo en que Milei lo lleva al extremo. Su planteo tiene la lógica de una cirugía mayor: si el tumor es profundo, el bisturí no puede ser tímido. Y si la operación resulta exitosa, el dolor inicial quedará justificado por el alivio posterior. El DNU 70 y la Ley Bases no deben leerse como simples herramientas normativas. Son, más bien, la cristalización jurídica de un principio político: la convicción de que no alcanza con modificar, hay que desarticular. No se trata solo de qué se cambia, sino de cuán profundo es ese cambio y con qué velocidad logra producir beneficios tangibles, capaces de tornarlo políticamente irreversible.
Milei no solo busca extirpar lo que considera patológico en el sistema: pretende impedir su reproducción. En ese marco, la intervención apunta también a cauterizar las arterias que, según los libertarios, alimentan al tumor. Neutralizar –antes de que se regenere– el circuito de reproducción de privilegios, favores y poder que él resume en la palabra “casta”. Un ecosistema que no se desactivaría con medidas parciales, sino con una ofensiva quirúrgica que transforme el tejido sobre el que prosperó.
De ahí la otra ruptura: no solo con el gradualismo, sino también con la idea de que el consenso es condición previa para reformar. Toda reforma suavizada para lograr apoyos legislativos tiende a diluirse. Las concesiones, en lugar de garantizar gobernabilidad, terminan por vaciarla de eficacia. Y si una reforma no da resultados, no se vuelve popular. Y si no se vuelve popular, no se sostiene. En esa lógica, la profundidad del cambio y la velocidad de sus efectos no son solo una estrategia técnica: son, para el Gobierno, la única forma de volverlo políticamente irreversible. Primero los resultados; después, el apoyo. No convencer para reformar, sino reformar para convencer.
Las formas deben ser confrontativas. El fondo no camina solo. Necesita formas que lo impulsen, lo defiendan y lo traduzcan en acción política. En este punto, el mileísmo adopta una lógica que entronca con la de los “ingenieros del caos”, según la definición del italiano Giuliano da Empoli: no se busca persuadir al adversario, sino movilizar a los propios a través de una narrativa identitaria. No se aspira a coaliciones amplias, sino a consolidar núcleos de apoyo férreo que legitimen el conflicto como método. La lógica no es deliberativa en sentido clásico, sino movilizadora y eficaz en el ecosistema digital contemporáneo.
La confrontación cumple, por lo tanto, una función estratégica. Transformaciones de semejante envergadura requieren defensores decididos. Se necesita una base militante dispuesta a enfrentar a “la casta” (empresarios prebendarios, sindicalistas engordados y el establishment político que ha oficiado durante décadas como socio y garante del entramado). En la lógica del Gobierno, la moderación no suma: frena. Resulta contraproducente para un proyecto que necesita quebrar las resistencias del sistema. Por eso, el grito no es solo un exabrupto emocional: también es una herramienta de poder. Hay indignación, sin duda –una indignación comprensible, alimentada por décadas de decadencia–, pero esa indignación se convierte en lenguaje, en forma de autoridad. No se grita solo por indignación: se grita para gobernar. No se polariza solo por rechazo: también se polariza por diseño.
Detrás de esta estrategia hay teoría. En la política contemporánea, la conversación dejó de ser un intercambio de argumentos para convertirse en una lucha por la atención. Las redes sociales premian la exageración, la emotividad y el conflicto. En la política del siglo XXI, la disrupción es la única constante.
El gobierno libertario encarna esa lógica. Su discurso no busca convencer a los escépticos, sino reforzar la identidad épica de quienes lo siguen. Se afirma una identidad heroica frente a un sistema agotado. La política se vuelve performativa. Y la indignación, un combustible meticulosamente administrado.
Esta lógica también condiciona la relación con las instituciones. La negociación clásica, basada en el matiz y la confianza, cede lugar a un cálculo: ceder lo indispensable para avanzar sin diluir. El Congreso se convierte en un escollo a sortear, no un espacio para alcanzar consensos. Y las redes se constituyen en el campo de batalla.
El respeto por la ley: instrumentalización sin transgresión. ¿Hasta qué punto se puede empujar un fondo extremo y formas confrontativas sin erosionar la legalidad? ¿Qué margen queda para la institucionalidad cuando se la bordea, se la dobla o directamente se la instrumentaliza? Este es, quizás, el nudo más delicado del proyecto libertario. Pero aquí conviene ser precisos: aunque el gobierno tensiona el espíritu de las instituciones, respeta su letra. Y esa diferencia no es menor.
El uso del DNU 70 no fue un arrebato autoritario, sino una apuesta deliberada por acelerar reformas en un sistema trabado. Una jugada audaz, sí, pero dentro de los márgenes que la Constitución prevé. Cuando la Justicia intervino, el Ejecutivo acató. Cuando el Congreso objetó, el gobierno adaptó su estrategia. Cuando los tribunales suspendieron medidas puntuales, las reformuló sin desobediencia ni escándalo. Esta conducta no es anecdótica: señala una línea roja que, hasta ahora, no ha sido cruzada.
Puede discutirse –y con razón– que se hayan estirado los límites del sistema: que se haya aplicado selectivamente el protocolo antipiquetes, que se haya ignorado jurisprudencia judicial en materia de jubilaciones, que se hayan tensado las formas y los buenos modales, o forzado los procedimientos. Y sin embargo, lo que distingue a esta gestión no es haber tensado los márgenes del sistema, sino que, en ese juego de tensiones, no desobedeció la ley ni desconoció sentencias judiciales. A diferencia de otros líderes disruptivos, tanto locales como extranjeros, que enfrentaron embates judiciales, el gobierno de Milei ha mantenido una conducta institucional consistente, llamativa en un presidente que se define como “anarcocapitalista”.
Más que una anomalía, esta convivencia entre provocación discursiva y disciplina institucional expresa quizás el núcleo estratégico del proyecto libertario. El respeto a la ley y la Justicia no pareciera surgir de una vocación legalista, sino de una inteligencia política que comprende que toda transformación duradera requiere, como condición mínima, no socavar el sistema en el que se apoya.
Epílogo: la alquimia y sus límites. El experimento libertario no es solo un proyecto de gobierno: es una jugada de alto riesgo en el tablero de una Argentina exhausta. Su audacia no nace del desorden propio de un outsider, sino del cálculo de quien está convencido de que la inercia histórica no se quiebra con buenos modales.
La fórmula mileísta combina tres vectores en tensión: un reformismo radical que desprecia los parches; una retórica confrontativa que capitaliza las reglas de la política digital; y una disciplina institucional que, aunque bordea los límites de la ortodoxia, se mantiene dentro del marco constitucional. Esta alquimia, más que un acto de fe, es una hipótesis política: que el cambio profundo no requiere consensos previos, sino resultados que los construyan a posteriori. Esa lógica apuesta por la velocidad como vía para sortear la resistencia de un establishment que ha sabido digerir cada intento de reforma hasta vaciarlo de eficacia.
Pero el núcleo del proyecto libertario no se agota en la reestructuración económica. Acaso Milei apunta a algo más ambicioso: reconfigurar el ejercicio del poder, anclándolo en principios de libertad y competencia, en un país donde el clientelismo ha sido la norma. El desafío es temporal: alinear los ritmos económicos con los políticos, de modo que los resultados legitimen una transformación que, de otro modo, sería neutralizada por un sistema diseñado para perpetuarse.
Aquí radica la paradoja del mileísmo: su éxito depende de romper inercias sin quebrar reglas. Si los beneficios económicos se consolidan con la rapidez que exige una sociedad harta, el proyecto no solo podría remodelar el tablero político, sino que obligará a reconsiderar una verdad incómoda para las democracias liberales: que, en contextos de crisis crónica, el conflicto controlado puede ser más eficaz que la conciliación ritualizada para refundar el orden.
Por ahora, los datos preliminares ofrecen motivos para el optimismo: el tipo de cambio se ha estabilizado, la inflación se ha desplomado y se consolidan los signos de recuperación. Pero el verdadero examen va más allá de esas cifras: consiste en convertir el cambio en norma. El desafío es lograr que las reformas se integren al sistema y que la confrontación –útil en la ruptura– deje de ser la estrategia para avanzar. En esa transición –de la excepción al orden– se juega no solo el futuro del Gobierno, sino además la posibilidad de que la democracia argentina recupere una credibilidad extraviada durante décadas.
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