En la fusión de técnicas e ingredientes de origen indígena, español, africano y árabe subyace la esencia de la cocina colombiana, síntesis de una diversidad extraordinaria. Del Caribe y el Pacífico a la Amazonía y de los Andes a Los Llanos la amparan los mares, las montañas, la selva y un vecindario multiétnico: Venezuela, Brasil, Perú, Ecuador.
En Colombia se dan los frutos que la mar prodiga y los que se resguardan bajo tierra –papa, yuca, ñame–; el sagrado maíz en numerosa variedad, además del arroz, las legumbres y ciertos granos que parecen datar de los tiempos coloniales de la esclavitud; carnes hay, claro que sí, y el esplendor de las frutas tropicales avala ese edén de tentaciones donde tampoco faltan el café y el cacao.
La riqueza de Colombia no sólo brilló en el oro de los antepasados y las esmeraldas del presente; hoy, buena parte de su identidad se apoya en un renacimiento gastronómico que, sin opacar el valor de los sabores tradicionales –léase sancocho y ajiaco–, agranda el horizonte de una cocina joven, creativa, que busca reconocimiento dentro y fuera de sus límites.
Bogotá + Barranquilla
El barrio Chapinero, con su arquitectura y tendencia de casas de estilo inglés remodeladas, es una atractiva zona y buena base para moverse en la ciudad capital. En tal escenario se hallan dos de las mesas públicas mejor posicionadas en el ranking mundial. Uno de ellos es El Chato (puesto 25 en The World’s 50 Best Restaurants, el mejor restaurante de Colombia y el tercero de América Latina), bistró contemporáneo donde Álvaro Clavijo propone un recorrido por todas las regiones a través de su menú por pasos; cada uno de esos sabores emblemáticos definen la diversidad y el color de Colombia.
En El Chato es posible comer a la carta en la planta principal y disfrutar de su menú estacional por pasos en la planta alta. Para Clavijo, es fundamental que quienes trasponen el umbral perciban su personalidad en cada detalle. “Mi objetivo siempre ha sido representar a Colombia con orgullo y creatividad”, comenta este chef de larga trayectoria en Barcelona, París, Nueva York y Dinamarca, recientemente reconocido con tres cuchillos por Best Chef Awards. Desde 2017, El Chato trabaja en estrecha relación con pequeños productores en defensa del sabor local, garantía del desarrollo de una agricultura propia que permita redefinir la gastronomía colombiana y su posición en el mundo.
En la misma cuadra se detecta Selma, otro emprendimiento de Clavijo. Ambos espacios tienen en común el contar con mayor elaboración de productos propios. La cocina de Selma es descontracturada, sabrosa, abarcadora; contempla desde un carpaccio de sandía ahumada con queso feta, higos parrillados con rúcula baby, hasta un tiradito de chernia ahumada con crocante de papa y gajos de mandarina. La barra del fondo está tomada por una gran variedad de frutas difíciles de ignorar, tendientes a mostrar y demostrar cuán rica y compleja resulta la naturaleza del Caribe: las frutas nacionales son tantas que, a veces, ni los mismos colombianos las conocen.
Todas se pueden probar en la experiencia “Mixología”, un recorrido en desarrollo que atraviesa los diversos climas del país con la fruta como hilo conductor: limón mandarino, chontaduro, feijoa, curuba, granadilla, maracuyá, mamoncillo, lulo, y así tantísimos ejemplos más.
Esta aventura gastronómica encierra en sí una promesa: va al compás del boom de profesionales alineados con la tendencia de resaltar técnicas y distinguir productos y regiones que, si bien son de profundo arraigo en el saber popular, aún se perciben invisibles en la escena. Revalorizarlos es el trabajo que lleva a cabo la nueva generación de cocineros; la curva viene revirtiéndose a gran velocidad gracias a esta mirada revisionista y a la prodigalidad de madre natura.
En tal sentido, el 2024 fue un año bisagra para este país multicultural: tres restaurantes ya están en el top 10 de Latin America’s 50 Best Restaurants; estos son El Chato (3), Celele (6) y Leo (10). A su vez, la colombiana Laura Espinosa ganó el premio a la mejor sommelier, y hay otros establecimientos que figuran en la lista, como Humo Negro, Manuel, Sambombi y XO.
En Barranquilla, el restaurante Manuel es un loable ejemplo del rápido ascenso de algunas cocinas. Esta ciudad, que vio nacer a Shakira, cuenta con una fuerte inmigración árabe, y en sus fogones se entremezclan la comida caribeña con tradiciones de la colonia y la inmigración africana; hay que ir hasta el barrio El Prado para dar con la propuesta de Mane, como todos conocen al chef Manuel Mendoza.
Barranquilla se caracteriza por su malecón, el ron, el whisky, además de las frituras y el chicharrón. A tan sólo una hora y media de la colorida Cartagena, el restaurante Manuel recibe con una propuesta de alta gastronomía en una ambientación de los años 30, diseñada por el propio Mendoza. A sus 40 años, este feliz personaje se vanagloria de haber cambiado la administración de empresas por la cocina, actividad que empezó a ejercer a los 28 y de la que estuvo enamorado desde su infancia, cuando su madre le pasaba recetas a sus tiernos 8 años.
De su madre –nacida y criada en el departamento de Córdoba– heredó los secretos de esa gastronomía, que tiene una impronta más marcada del sabor colombiano. Él acerca sofisticación y los recrea. “No somos cocina tradicional –declara Manuel–, componemos platos que tuvieron un origen y los hacemos evolucionar hacia un lugar; usamos productos locales, sabores colombianos reformulados con técnicas del mundo”.
De vuelta en Bogotá
Es deber de buen trotamundos pasar por La Candelaria, barrio tradicional de la capital colombiana. Y, en virtud de tal deber, la visita al museo Botero se vuelve ineludible. Además de sus icónicos personajes obesos, el recinto alberga una apreciable colección de trabajos de Picasso, Klimt, Degas, Dalí, Toulouse Lautrec, Renoir. Es una provechosa manera de enfrentar la ciclotimia climática que la ciudad cabecera depara en un día; el apotegma “si no te gusta el clima de Bogotá, vuelve en 20 minutos” no falla.
En este barrio también se guarda Mamá Luz, otra parada obligada a la hora de comer, recientemente ganadora de un cuchillo de los Best Chef Awards, que premia a Luz Dary Cogollo por su labor con las técnicas ancestrales y la búsqueda del perfecto plato bogotano, orgullo localista. Esta referencia se distingue del revisionismo no sólo por su estilo –un austero y tradicional comedor donde se glorifican los platos más identitarios–, sino también por su excelencia cualitativa.
El ajiaco, las empanadas, las arepas, los patacones y el suero costeño son las gemas de su cocina. Nada más rico que pedir un aguapanela y las “papas chorreadas de la escuela”, que son, sencillamente, las que la propia mamá Luz comía en su niñez.
Tampoco puede faltar la sopa en el sabor de la Colombia histórica, porque “la sopa te abraza: hay tantas sopas como casas”, subraya. No hay mejor manera de dejarse abrazar por dentro que no sea a través de una cocina cariñosa y bien compuesta al amor de la lumbre.
Con un merodeo por Paloquemao, el mercado más grande de Bogotá, meca de chefs y adláteres, se cierra este círculo virtuoso. De lo crudo a lo cocido, de los colores a los sabores, para devorar con los ojos y saciar el deseo en cualquier parada de su street food en clave de empanadas, arroz con cerdo y pan de yuca caliente, versión local de nuestro chipá. La energía fluye entre aroma a rosas y claveles que se multiplican alrededor del mercado: aquí, lo cotidiano no quita lo festivo.
En la fusión de técnicas e ingredientes de origen indígena, español, africano y árabe subyace la esencia de la cocina colombiana, síntesis de una diversidad extraordinaria. Del Caribe y el Pacífico a la Amazonía y de los Andes a Los Llanos la amparan los mares, las montañas, la selva y un vecindario multiétnico: Venezuela, Brasil, Perú, Ecuador.
En Colombia se dan los frutos que la mar prodiga y los que se resguardan bajo tierra –papa, yuca, ñame–; el sagrado maíz en numerosa variedad, además del arroz, las legumbres y ciertos granos que parecen datar de los tiempos coloniales de la esclavitud; carnes hay, claro que sí, y el esplendor de las frutas tropicales avala ese edén de tentaciones donde tampoco faltan el café y el cacao.
La riqueza de Colombia no sólo brilló en el oro de los antepasados y las esmeraldas del presente; hoy, buena parte de su identidad se apoya en un renacimiento gastronómico que, sin opacar el valor de los sabores tradicionales –léase sancocho y ajiaco–, agranda el horizonte de una cocina joven, creativa, que busca reconocimiento dentro y fuera de sus límites.
Bogotá + Barranquilla
El barrio Chapinero, con su arquitectura y tendencia de casas de estilo inglés remodeladas, es una atractiva zona y buena base para moverse en la ciudad capital. En tal escenario se hallan dos de las mesas públicas mejor posicionadas en el ranking mundial. Uno de ellos es El Chato (puesto 25 en The World’s 50 Best Restaurants, el mejor restaurante de Colombia y el tercero de América Latina), bistró contemporáneo donde Álvaro Clavijo propone un recorrido por todas las regiones a través de su menú por pasos; cada uno de esos sabores emblemáticos definen la diversidad y el color de Colombia.
En El Chato es posible comer a la carta en la planta principal y disfrutar de su menú estacional por pasos en la planta alta. Para Clavijo, es fundamental que quienes trasponen el umbral perciban su personalidad en cada detalle. “Mi objetivo siempre ha sido representar a Colombia con orgullo y creatividad”, comenta este chef de larga trayectoria en Barcelona, París, Nueva York y Dinamarca, recientemente reconocido con tres cuchillos por Best Chef Awards. Desde 2017, El Chato trabaja en estrecha relación con pequeños productores en defensa del sabor local, garantía del desarrollo de una agricultura propia que permita redefinir la gastronomía colombiana y su posición en el mundo.
En la misma cuadra se detecta Selma, otro emprendimiento de Clavijo. Ambos espacios tienen en común el contar con mayor elaboración de productos propios. La cocina de Selma es descontracturada, sabrosa, abarcadora; contempla desde un carpaccio de sandía ahumada con queso feta, higos parrillados con rúcula baby, hasta un tiradito de chernia ahumada con crocante de papa y gajos de mandarina. La barra del fondo está tomada por una gran variedad de frutas difíciles de ignorar, tendientes a mostrar y demostrar cuán rica y compleja resulta la naturaleza del Caribe: las frutas nacionales son tantas que, a veces, ni los mismos colombianos las conocen.
Todas se pueden probar en la experiencia “Mixología”, un recorrido en desarrollo que atraviesa los diversos climas del país con la fruta como hilo conductor: limón mandarino, chontaduro, feijoa, curuba, granadilla, maracuyá, mamoncillo, lulo, y así tantísimos ejemplos más.
Esta aventura gastronómica encierra en sí una promesa: va al compás del boom de profesionales alineados con la tendencia de resaltar técnicas y distinguir productos y regiones que, si bien son de profundo arraigo en el saber popular, aún se perciben invisibles en la escena. Revalorizarlos es el trabajo que lleva a cabo la nueva generación de cocineros; la curva viene revirtiéndose a gran velocidad gracias a esta mirada revisionista y a la prodigalidad de madre natura.
En tal sentido, el 2024 fue un año bisagra para este país multicultural: tres restaurantes ya están en el top 10 de Latin America’s 50 Best Restaurants; estos son El Chato (3), Celele (6) y Leo (10). A su vez, la colombiana Laura Espinosa ganó el premio a la mejor sommelier, y hay otros establecimientos que figuran en la lista, como Humo Negro, Manuel, Sambombi y XO.
En Barranquilla, el restaurante Manuel es un loable ejemplo del rápido ascenso de algunas cocinas. Esta ciudad, que vio nacer a Shakira, cuenta con una fuerte inmigración árabe, y en sus fogones se entremezclan la comida caribeña con tradiciones de la colonia y la inmigración africana; hay que ir hasta el barrio El Prado para dar con la propuesta de Mane, como todos conocen al chef Manuel Mendoza.
Barranquilla se caracteriza por su malecón, el ron, el whisky, además de las frituras y el chicharrón. A tan sólo una hora y media de la colorida Cartagena, el restaurante Manuel recibe con una propuesta de alta gastronomía en una ambientación de los años 30, diseñada por el propio Mendoza. A sus 40 años, este feliz personaje se vanagloria de haber cambiado la administración de empresas por la cocina, actividad que empezó a ejercer a los 28 y de la que estuvo enamorado desde su infancia, cuando su madre le pasaba recetas a sus tiernos 8 años.
De su madre –nacida y criada en el departamento de Córdoba– heredó los secretos de esa gastronomía, que tiene una impronta más marcada del sabor colombiano. Él acerca sofisticación y los recrea. “No somos cocina tradicional –declara Manuel–, componemos platos que tuvieron un origen y los hacemos evolucionar hacia un lugar; usamos productos locales, sabores colombianos reformulados con técnicas del mundo”.
De vuelta en Bogotá
Es deber de buen trotamundos pasar por La Candelaria, barrio tradicional de la capital colombiana. Y, en virtud de tal deber, la visita al museo Botero se vuelve ineludible. Además de sus icónicos personajes obesos, el recinto alberga una apreciable colección de trabajos de Picasso, Klimt, Degas, Dalí, Toulouse Lautrec, Renoir. Es una provechosa manera de enfrentar la ciclotimia climática que la ciudad cabecera depara en un día; el apotegma “si no te gusta el clima de Bogotá, vuelve en 20 minutos” no falla.
En este barrio también se guarda Mamá Luz, otra parada obligada a la hora de comer, recientemente ganadora de un cuchillo de los Best Chef Awards, que premia a Luz Dary Cogollo por su labor con las técnicas ancestrales y la búsqueda del perfecto plato bogotano, orgullo localista. Esta referencia se distingue del revisionismo no sólo por su estilo –un austero y tradicional comedor donde se glorifican los platos más identitarios–, sino también por su excelencia cualitativa.
El ajiaco, las empanadas, las arepas, los patacones y el suero costeño son las gemas de su cocina. Nada más rico que pedir un aguapanela y las “papas chorreadas de la escuela”, que son, sencillamente, las que la propia mamá Luz comía en su niñez.
Tampoco puede faltar la sopa en el sabor de la Colombia histórica, porque “la sopa te abraza: hay tantas sopas como casas”, subraya. No hay mejor manera de dejarse abrazar por dentro que no sea a través de una cocina cariñosa y bien compuesta al amor de la lumbre.
Con un merodeo por Paloquemao, el mercado más grande de Bogotá, meca de chefs y adláteres, se cierra este círculo virtuoso. De lo crudo a lo cocido, de los colores a los sabores, para devorar con los ojos y saciar el deseo en cualquier parada de su street food en clave de empanadas, arroz con cerdo y pan de yuca caliente, versión local de nuestro chipá. La energía fluye entre aroma a rosas y claveles que se multiplican alrededor del mercado: aquí, lo cotidiano no quita lo festivo.
Viaje a los sabores renovados en las mesas de Bogotá y Barranquilla, epicentros de un bienvenido despertar que impulsa una vanguardia de jóvenes chefs. Read More