La lucha contra el cerebro primitivo y las respuestas impulsivas

El cerebro humano, que tiene tres partes diferenciadas que se integran e interactúan, fue enriqueciéndose a lo largo de la evolución.

El cerebro inferior, el reptiliano, se ocupa de tareas automáticas, como la respiración o los latidos del corazón (de todos modos su actuación puede verse afectada y alterada por los otros dos). El intermedio es el sistema límbico, que compartimos con los demás mamíferos, se ocupa de nuestra supervivencia y toma el control cuando se siente en riesgo. Nos puede salvar la vida en situaciones de emergencia, ya que responde muy rápida y eficazmente, aunque sus opciones no son muchas ni muy variadas.

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Y por encima de esos dos está la corteza cerebral, muy desarrollada en los seres humanos, que nos permite pensar, recordar, planear, proyectarnos al futuro, desear, imaginar, sentir, pensar y reflexionar. La corteza también nos permite hablar, leer y escribir, comunicarnos e intimar, y también usar materiales, inventar útiles y herramientas cada vez más complejas y muchas otras habilidades que nos llevaron a ser quienes somos hoy.

En condiciones ideales, el cerebro funciona con sus tres partes integradas en una modalidad que llamamos de crecimiento, así podemos pensar, aprender, escuchar, revisar, priorizar y responder, en lugar de reaccionar impulsivamente desde el cerebro primitivo.

Pero cuando nos asustamos, enojamos, frustramos, ofendemos nos sentimos humillados o sentimos vergüenza, es decir cuando percibimos algo -que podría venir tanto de afuera (un reto, o el miedo ante un perro que se acerca), como de adentro nuestro (cuando algo nos sale mal)- como ataque o amenaza, nuestro cerebro, cuya prioridad es nuestra supervivencia, declara “emergencia”. Muy rápidamente desactiva la corteza y queda al comando el cerebro primitivo. Lo logra acortando la respiración de modo que el oxígeno no llegue a la corteza y esta se “apague”.

Esta forma de actuar fue muy útil durante los primeros tiempos de la humanidad, cuando nuestra vida dependía de una evaluación rápida de las situaciones para lograr que no nos comiera un león o no nos atraparan como esclavos los miembros de otra tribu. De todos modos eso ocurría solo algunas veces en el día, y entre una y otra el organismo tenía tiempo y oportunidad de eliminar las hormonas generadas (cortisol, adrenalina) que en cada una de esas ocasiones inundaban nuestro organismo para prepararnos ya fuera para atacar, escaparnos o quedarnos muy quietos (las tres respuestas rápidas y eficaces del cerebro primitivo).

Hoy en día la ansiedad generalizada en la sociedad nos lleva a todos a respirar corto durante mucho tiempo durante el día -por no decir casi todo el tiempo-, a estar en permanente estado de alerta, a la defensiva, a tener el organismo inundado por esas hormonas de estrés y a que este trabaje incansablemente para procesarlas e intentar eliminarlas, a costa de su buen funcionamiento. Pasamos muy poco de nuestro tiempo en modalidad crecimiento, con nuestro cerebro integrado, y esto repercute negativamente tanto en nuestra salud física como mental y emocional, en nuestro rendimiento, en nuestras relaciones y también en el modelo que les presentamos a nuestros hijos.

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Respirar hondo

Al reconocer el nivel de estrés y ansiedad en el que vivimos vamos a yoga, hacemos cursos de mindfulness y de manejo del estrés, ¡o tomamos remedios! Acostumbrémonos a estar atentos a nuestra respiración y a intentar respirar hondo el mayor tiempo posible, revisemos los estresores de nuestra vida para ver qué podríamos cambiar, bajemos el ritmo, no necesitamos aprovechar cada minuto libre. Por ejemplo, dejemos el teléfono en el semáforo y miremos a la gente que camina por la calle, al bebé que nos saluda desde su sillita, a las hojas del otoño… Nuestro organismo necesita tiempo de calma y de no hacer nada para recuperar su equilibrio interno y nuestro estilo y ritmo de vida y las pantallas no colaboran. Tampoco lo hace la sociedad de consumo que subliminalmente y por muchos medios intenta y logra llenarnos de necesidades que no son tales, como expresa -exagerando- el viejo chiste del señor que se para delante de un vago que descansa en un banco de la plaza y le sugiere que se active y trabaje así entonces va a poder descansar. El vago, muy tranquilo, le dice “¿y qué se cree que estoy haciendo?”.

Especialmente en relación con nuestros hijos, recordemos no dejarnos arrastrar por su cerebro primitivo, ni por el nuestro, a veces bastará con respirar hondo un par de veces para volver a la calma y lograr responder en lugar de reaccionar impulsivamente. Otras tendremos que alejarnos un rato, ponernos en movimiento, conversar del tema con otro adulto, hasta poder volver a acercarnos ya no a la defensiva o al ataque, sino pudiendo escuchar, comprender, tomar decisiones o acompañarlos en las suyas desde nuestro cerebro integrado.

El cerebro humano, que tiene tres partes diferenciadas que se integran e interactúan, fue enriqueciéndose a lo largo de la evolución.

El cerebro inferior, el reptiliano, se ocupa de tareas automáticas, como la respiración o los latidos del corazón (de todos modos su actuación puede verse afectada y alterada por los otros dos). El intermedio es el sistema límbico, que compartimos con los demás mamíferos, se ocupa de nuestra supervivencia y toma el control cuando se siente en riesgo. Nos puede salvar la vida en situaciones de emergencia, ya que responde muy rápida y eficazmente, aunque sus opciones no son muchas ni muy variadas.

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Y por encima de esos dos está la corteza cerebral, muy desarrollada en los seres humanos, que nos permite pensar, recordar, planear, proyectarnos al futuro, desear, imaginar, sentir, pensar y reflexionar. La corteza también nos permite hablar, leer y escribir, comunicarnos e intimar, y también usar materiales, inventar útiles y herramientas cada vez más complejas y muchas otras habilidades que nos llevaron a ser quienes somos hoy.

En condiciones ideales, el cerebro funciona con sus tres partes integradas en una modalidad que llamamos de crecimiento, así podemos pensar, aprender, escuchar, revisar, priorizar y responder, en lugar de reaccionar impulsivamente desde el cerebro primitivo.

Pero cuando nos asustamos, enojamos, frustramos, ofendemos nos sentimos humillados o sentimos vergüenza, es decir cuando percibimos algo -que podría venir tanto de afuera (un reto, o el miedo ante un perro que se acerca), como de adentro nuestro (cuando algo nos sale mal)- como ataque o amenaza, nuestro cerebro, cuya prioridad es nuestra supervivencia, declara “emergencia”. Muy rápidamente desactiva la corteza y queda al comando el cerebro primitivo. Lo logra acortando la respiración de modo que el oxígeno no llegue a la corteza y esta se “apague”.

Esta forma de actuar fue muy útil durante los primeros tiempos de la humanidad, cuando nuestra vida dependía de una evaluación rápida de las situaciones para lograr que no nos comiera un león o no nos atraparan como esclavos los miembros de otra tribu. De todos modos eso ocurría solo algunas veces en el día, y entre una y otra el organismo tenía tiempo y oportunidad de eliminar las hormonas generadas (cortisol, adrenalina) que en cada una de esas ocasiones inundaban nuestro organismo para prepararnos ya fuera para atacar, escaparnos o quedarnos muy quietos (las tres respuestas rápidas y eficaces del cerebro primitivo).

Hoy en día la ansiedad generalizada en la sociedad nos lleva a todos a respirar corto durante mucho tiempo durante el día -por no decir casi todo el tiempo-, a estar en permanente estado de alerta, a la defensiva, a tener el organismo inundado por esas hormonas de estrés y a que este trabaje incansablemente para procesarlas e intentar eliminarlas, a costa de su buen funcionamiento. Pasamos muy poco de nuestro tiempo en modalidad crecimiento, con nuestro cerebro integrado, y esto repercute negativamente tanto en nuestra salud física como mental y emocional, en nuestro rendimiento, en nuestras relaciones y también en el modelo que les presentamos a nuestros hijos.

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Respirar hondo

Al reconocer el nivel de estrés y ansiedad en el que vivimos vamos a yoga, hacemos cursos de mindfulness y de manejo del estrés, ¡o tomamos remedios! Acostumbrémonos a estar atentos a nuestra respiración y a intentar respirar hondo el mayor tiempo posible, revisemos los estresores de nuestra vida para ver qué podríamos cambiar, bajemos el ritmo, no necesitamos aprovechar cada minuto libre. Por ejemplo, dejemos el teléfono en el semáforo y miremos a la gente que camina por la calle, al bebé que nos saluda desde su sillita, a las hojas del otoño… Nuestro organismo necesita tiempo de calma y de no hacer nada para recuperar su equilibrio interno y nuestro estilo y ritmo de vida y las pantallas no colaboran. Tampoco lo hace la sociedad de consumo que subliminalmente y por muchos medios intenta y logra llenarnos de necesidades que no son tales, como expresa -exagerando- el viejo chiste del señor que se para delante de un vago que descansa en un banco de la plaza y le sugiere que se active y trabaje así entonces va a poder descansar. El vago, muy tranquilo, le dice “¿y qué se cree que estoy haciendo?”.

Especialmente en relación con nuestros hijos, recordemos no dejarnos arrastrar por su cerebro primitivo, ni por el nuestro, a veces bastará con respirar hondo un par de veces para volver a la calma y lograr responder en lugar de reaccionar impulsivamente. Otras tendremos que alejarnos un rato, ponernos en movimiento, conversar del tema con otro adulto, hasta poder volver a acercarnos ya no a la defensiva o al ataque, sino pudiendo escuchar, comprender, tomar decisiones o acompañarlos en las suyas desde nuestro cerebro integrado.

 Comprender cómo funciona el cerebro y recuperar la calma a través de la respiración consciente puede ser la clave para mejorar nuestra salud  Read More