La IA y la educación. El desafío de integrar dato y sentido, conocimiento y sabiduría

La inteligencia artificial (IA) pasó de la ficción especulativa a convertirse en una realidad cotidiana que se supone está a punto de transformar casi todos los aspectos de nuestras vidas, desde la salud y las finanzas hasta las interacciones sociales y la política. Pero tal vez en ningún ámbito se debate con mayor intensidad sobre ella que en la educación. Consideremos un aula universitaria típica hoy: los estudiantes utilizan asistentes de IA para investigar ensayos, verificar datos y generar borradores preliminares en cuestión de segundos. Mientras tanto, los profesores se enfrentan a interrogantes nuevos sobre plagio, evaluación y sobre qué constituye realmente el aprendizaje genuino o el pensamiento original. Transformaciones como estas nos obligan a reconsiderar el propósito de la educación en un mundo dominado por la inteligencia artificial.

Si bien gran parte del debate se ha centrado en lo que la IA puede hacer por la educación –automatizar evaluaciones, personalizar la instrucción u ofrecer retroalimentación instantánea– existe una pregunta más profunda y urgente que debemos plantearnos: ¿Qué debería hacer la educación por los estudiantes que deberán vivir, trabajar y prosperar en un mundo saturado de IA? Este segundo enfoque redefine la educación no solo como una reacción frente a los avances tecnológicos, sino como una oportunidad para moldear activamente nuestra relación humana con la tecnología.

Aunque las consideraciones prácticas son importantes, un enfoque exclusivamente técnico corre el riesgo de reducir la educación a un simple entrenamiento laboral

Actualmente, los debates sobre el impacto curricular de la IA tienden a dividirse en dos grandes posturas. Por un lado, educadores, legisladores y líderes de industria abogan por planes de estudio que enfatizan habilidades prácticas y técnicas. Argumentan que los estudiantes deben aprender programación, análisis de datos, pensamiento computacional e incluso nuevas especialidades como la “ingeniería de prompts”—la habilidad de elaborar instrucciones efectivas para modelos de IA. Su lógica es pragmática: la IA está remodelando los lugares de trabajo, haciendo que ciertas competencias técnicas sean esenciales para que los jóvenes puedan asegurar su futuro económico.

Diversos desarrollos recientes a nivel global subrayan esta perspectiva. La orden ejecutiva del gobierno estadounidense sobre educación en inteligencia artificial ejemplifica esta postura, enfatizando que los estudiantes deben tener una exposición temprana y amplia a los conceptos de IA para mantenerse competitivos. De manera similar, Japón y Corea del Sur han implementado planes de estudio sobre inteligencia artificial, con el objetivo de desarrollar competencias técnicas desde la primera infancia. Estrategias como estas posicionan a los estudiantes como participantes activos en una economía digital cada vez más extendida, asegurando supuestamente su futura empleabilidad.

Esta limitación pone en evidencia la necesidad de adoptar una perspectiva alternativa, que reivindique el papel central de las humanidades frente al avance de la inteligencia artificial

Aunque las consideraciones prácticas son importantes, un enfoque exclusivamente técnico corre el riesgo de reducir la educación a un simple entrenamiento laboral. Si el objetivo es únicamente seguir el ritmo de la IA mediante continuas actualizaciones de los planes de estudio para reflejar las últimas tendencias tecnológicas, nos condenamos a un esfuerzo parecido al de Sísifo, eternamente atrapados en un ciclo agotador en el que perseguimos una meta que nunca terminamos de alcanzar por completo. De hecho, un análisis reciente de Oxford Economics, centro especializado en mercados laborales, revela que el creciente desempleo entre graduados universitarios en Estados Unidos afecta precisamente a disciplinas técnicas como finanzas y ciencias de la computación, áreas que se supondrían serían beneficiadas por las actualizaciones constantes. Sin embargo, es al revés: son justamente campos donde los empleos están siendo reemplazados por la tecnología. “La burbuja de la informática está estallando”, señala un artículo de The Atlantic, que muestra cómo, tras dos décadas de gran crecimiento, este año la matrícula en ciencias de la computación en las universidades de Estados Unidos subió apenas un 0,2 %. En Stanford, el número de estudiantes se estancó. En Princeton, se proyecta que, si las tendencias actuales continúan, la cohorte de graduados en esta disciplina será un 25 % menor en dos años. En Duke la inscripción en cursos introductorios ha caído cerca de un 20 % el último año.

Preguntas esenciales

Esta limitación pone en evidencia la necesidad de adoptar una perspectiva alternativa, que reivindique el papel central de las humanidades frente al avance de la inteligencia artificial. Desde esta visión, el historiador D. Graham Burnett, de la Universidad de Princeton, argumenta en su artículo “¿Sobrevivirán las humanidades a la IA?”, publicado en la revista The New Yorker, que nuestra respuesta educativa ante la inteligencia artificial no debería centrarse en lo técnico, sino en recuperar aquellas preguntas esenciales que la educación ha dejado en segundo plano: ¿Cómo vivir? ¿Qué deberíamos desear y hacer? ¿Qué tipo de sociedad queremos construir? ¿Cómo enfrentar la muerte? Son precisamente estas cuestiones fundamentales las que adquieren una renovada relevancia en un contexto donde la tecnología irá asumiendo cada vez más tareas que antes considerábamos exclusivamente humanas.

Una distinción esencial ayuda para comprender el alcance de esta perspectiva: la diferencia entre conocimiento y sabiduría. La IA, explica, se destaca en la producción de conocimiento, procesando enormes volúmenes de datos, reconociendo patrones y ofreciendo información de manera inmediata. La sabiduría, en cambio, involucra la capacidad de formular preguntas significativas, lidiar con la ambigüedad y convivir de manera fructífera con la incertidumbre. Esto, dice Burnett, es inherentemente humano y fundamentalmente resistente a la automatización.

Consideremos cómo podrían diferir las aulas si priorizamos la sabiduría sobre la transferencia de conocimiento. En una clase de historia, un enfoque orientado al conocimiento podría reducirse a que los estudiantes memoricen fechas, nombres y eventos, tareas que la inteligencia artificial puede replicar fácilmente. En cambio, una clase enfocada en la sabiduría desafiaría a los estudiantes a reflexionar sobre las decisiones éticas involucradas en eventos, como el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, promoviendo debates sobre la justicia e invitando a los estudiantes a reflexionar sobre la ambigüedad moral y los matices emocionales de decisiones que han marcado momentos bisagra de nuestra historia.

La condición humana, resalta Burnett, no reside en nuestra habilidad para resolver velozmente una tarea concreta, sino en nuestra capacidad para detenernos y preguntarnos por el sentido mismo de esa tarea

De manera similar, en una clase de literatura, un enfoque basado en la IA podría limitarse a resumir rápidamente argumentos o identificar temas principales, por ejemplo, en relatos como “El Aleph”, de Jorge Luis Borges. Pero una clase orientada hacia la sabiduría impulsa a los estudiantes a explorar las cuestiones filosóficas que plantea el texto, tales como la naturaleza del infinito, la imposibilidad humana de comprender plenamente la totalidad del universo y los límites del conocimiento racional. De este modo, el objetivo educativo no sería acumular respuestas rápidas, sino elaborar preguntas y explorar la incertidumbre.

La condición humana, resalta Burnett, no reside en nuestra habilidad para resolver velozmente una tarea concreta, sino en nuestra capacidad para detenernos y preguntarnos por el sentido mismo de esa tarea. La inteligencia artificial podrá acelerar infinitamente el procesamiento de datos, pero no podrá nunca captar la riqueza de la experiencia cotidiana ni conocer lo que significa enfrentar la complejidad de vivir en primera persona. Precisamente esta diferencia debería motivarnos a repensar el papel de las humanidades en la educación. Más que acumular conocimientos, necesitamos enfocar el aprendizaje hacia la comprensión crítica y empática de nuestra propia experiencia individual y social, con todas sus contradicciones. Es en este terreno, humano y concreto, donde la educación puede aportar algo irreemplazable frente al avance tecnológico.

Sin embargo, enfatizar la educación humanística no significa abandonar la competencia tecnológica. Al reconocer las limitaciones de elegir exclusivamente entre la formación técnica y la indagación humanística, hay quienes intentan construir un enfoque integrado. En lugar de presentarlas como fuerzas opuestas, imaginan una síntesis que maximice las fortalezas de ambas, preparando efectivamente a los estudiantes para vidas y carreras complejas definidas por la inteligencia artificial.

Tal vez el ejemplo más importante sea el de Joseph Aoun, presidente de la Universidad Northeastern, quien, en su libro de 2017, A prueba de robots: educación superior en la era de la inteligencia, propuso un modelo educativo denominado “humanics” (humanidades tecnológicas). Este enfoque plantea tres alfabetizaciones esenciales: tecnológica (una comprensión básica del funcionamiento de tecnologías como la IA); en datos (la capacidad crítica para interpretar los datos generados por dichas tecnologías); y humana (el desarrollo de habilidades intrínsecamente humanas como la creatividad, el pensamiento crítico, la empatía, la iniciativa emprendedora y la flexibilidad cultural).

Perspectiva amplia

Según Aoun, todos los estudiantes, independientemente de su especialidad, deberían dominar estas tres dimensiones para usar la tecnología de manera ética y consciente de sus implicancias sociales y humanas. Sin embargo, el acelerado ritmo de los avances tecnológicos lo llevó a revisar y expandir su planteo en un artículo reciente para The Chronicle of Higher Education, titulado “Cómo la educación superior puede adaptarse a la IA”. Allí, Aoun sostiene que el enfoque original debe evolucionar hacia una versión ampliada que denomina Humanics 2.0. Esta actualización propone una educación en inteligencia artificial más panorámica, que considera no solo sus aplicaciones económicas y tecnológicas, sino también sus repercusiones sobre nuestras instituciones, nuestras relaciones personales y nuestro futuro en sociedad.

Además, subraya la necesidad de una formación orientada a reconocer la presencia cotidiana de la IA en aspectos tan diversos como las finanzas personales, la atención médica, el hogar, las redes sociales y las decisiones diarias. Asimismo, promueve innovaciones interdisciplinarias, como carreras que vinculen áreas aparentemente disímiles –por ejemplo, la informática con el teatro–, conectadas por el estudio del impacto transformador de la IA.

Lograr este equilibrio exige cambios significativos. Los programas de formación docente deberían preparar a los educadores para integrar herramientas tecnológicas de manera reflexiva, acompañadas por una sólida indagación crítica. Las escuelas y universidades deben reestructurar conscientemente sus planes de estudio, enfatizando no solo la competencia técnica, sino también fomentando el diálogo, el debate ético y la exploración creativa. Las instituciones deben resistir la tentación de priorizar únicamente las métricas económicas –como las matrículas en disciplinas STEM–en detrimento de las humanidades y la educación artística.

En última instancia, el desafío que enfrentan educadores, legisladores, familias y la sociedad en general no se reduce únicamente a cómo aprovechar la IA dentro del ámbito educativo. El verdadero reto es definir cómo la educación puede preparar mejor a los estudiantes para vivir plenamente en una sociedad transformada por las tecnologías disruptivas. Al adoptar este enfoque, regresamos a la misión fundamental de la educación: formar ciudadanos reflexivos, críticos y éticamente responsables, capaces de moldear la tecnología en lugar de ser moldeados pasivamente por ella. Ahí se encuentra la promesa transformadora y el potencial de la educación en la era de la inteligencia artificial.

Ivan Petrella es director de cultura y ciencia en la Fundación Bunge y Born

La inteligencia artificial (IA) pasó de la ficción especulativa a convertirse en una realidad cotidiana que se supone está a punto de transformar casi todos los aspectos de nuestras vidas, desde la salud y las finanzas hasta las interacciones sociales y la política. Pero tal vez en ningún ámbito se debate con mayor intensidad sobre ella que en la educación. Consideremos un aula universitaria típica hoy: los estudiantes utilizan asistentes de IA para investigar ensayos, verificar datos y generar borradores preliminares en cuestión de segundos. Mientras tanto, los profesores se enfrentan a interrogantes nuevos sobre plagio, evaluación y sobre qué constituye realmente el aprendizaje genuino o el pensamiento original. Transformaciones como estas nos obligan a reconsiderar el propósito de la educación en un mundo dominado por la inteligencia artificial.

Si bien gran parte del debate se ha centrado en lo que la IA puede hacer por la educación –automatizar evaluaciones, personalizar la instrucción u ofrecer retroalimentación instantánea– existe una pregunta más profunda y urgente que debemos plantearnos: ¿Qué debería hacer la educación por los estudiantes que deberán vivir, trabajar y prosperar en un mundo saturado de IA? Este segundo enfoque redefine la educación no solo como una reacción frente a los avances tecnológicos, sino como una oportunidad para moldear activamente nuestra relación humana con la tecnología.

Aunque las consideraciones prácticas son importantes, un enfoque exclusivamente técnico corre el riesgo de reducir la educación a un simple entrenamiento laboral

Actualmente, los debates sobre el impacto curricular de la IA tienden a dividirse en dos grandes posturas. Por un lado, educadores, legisladores y líderes de industria abogan por planes de estudio que enfatizan habilidades prácticas y técnicas. Argumentan que los estudiantes deben aprender programación, análisis de datos, pensamiento computacional e incluso nuevas especialidades como la “ingeniería de prompts”—la habilidad de elaborar instrucciones efectivas para modelos de IA. Su lógica es pragmática: la IA está remodelando los lugares de trabajo, haciendo que ciertas competencias técnicas sean esenciales para que los jóvenes puedan asegurar su futuro económico.

Diversos desarrollos recientes a nivel global subrayan esta perspectiva. La orden ejecutiva del gobierno estadounidense sobre educación en inteligencia artificial ejemplifica esta postura, enfatizando que los estudiantes deben tener una exposición temprana y amplia a los conceptos de IA para mantenerse competitivos. De manera similar, Japón y Corea del Sur han implementado planes de estudio sobre inteligencia artificial, con el objetivo de desarrollar competencias técnicas desde la primera infancia. Estrategias como estas posicionan a los estudiantes como participantes activos en una economía digital cada vez más extendida, asegurando supuestamente su futura empleabilidad.

Esta limitación pone en evidencia la necesidad de adoptar una perspectiva alternativa, que reivindique el papel central de las humanidades frente al avance de la inteligencia artificial

Aunque las consideraciones prácticas son importantes, un enfoque exclusivamente técnico corre el riesgo de reducir la educación a un simple entrenamiento laboral. Si el objetivo es únicamente seguir el ritmo de la IA mediante continuas actualizaciones de los planes de estudio para reflejar las últimas tendencias tecnológicas, nos condenamos a un esfuerzo parecido al de Sísifo, eternamente atrapados en un ciclo agotador en el que perseguimos una meta que nunca terminamos de alcanzar por completo. De hecho, un análisis reciente de Oxford Economics, centro especializado en mercados laborales, revela que el creciente desempleo entre graduados universitarios en Estados Unidos afecta precisamente a disciplinas técnicas como finanzas y ciencias de la computación, áreas que se supondrían serían beneficiadas por las actualizaciones constantes. Sin embargo, es al revés: son justamente campos donde los empleos están siendo reemplazados por la tecnología. “La burbuja de la informática está estallando”, señala un artículo de The Atlantic, que muestra cómo, tras dos décadas de gran crecimiento, este año la matrícula en ciencias de la computación en las universidades de Estados Unidos subió apenas un 0,2 %. En Stanford, el número de estudiantes se estancó. En Princeton, se proyecta que, si las tendencias actuales continúan, la cohorte de graduados en esta disciplina será un 25 % menor en dos años. En Duke la inscripción en cursos introductorios ha caído cerca de un 20 % el último año.

Preguntas esenciales

Esta limitación pone en evidencia la necesidad de adoptar una perspectiva alternativa, que reivindique el papel central de las humanidades frente al avance de la inteligencia artificial. Desde esta visión, el historiador D. Graham Burnett, de la Universidad de Princeton, argumenta en su artículo “¿Sobrevivirán las humanidades a la IA?”, publicado en la revista The New Yorker, que nuestra respuesta educativa ante la inteligencia artificial no debería centrarse en lo técnico, sino en recuperar aquellas preguntas esenciales que la educación ha dejado en segundo plano: ¿Cómo vivir? ¿Qué deberíamos desear y hacer? ¿Qué tipo de sociedad queremos construir? ¿Cómo enfrentar la muerte? Son precisamente estas cuestiones fundamentales las que adquieren una renovada relevancia en un contexto donde la tecnología irá asumiendo cada vez más tareas que antes considerábamos exclusivamente humanas.

Una distinción esencial ayuda para comprender el alcance de esta perspectiva: la diferencia entre conocimiento y sabiduría. La IA, explica, se destaca en la producción de conocimiento, procesando enormes volúmenes de datos, reconociendo patrones y ofreciendo información de manera inmediata. La sabiduría, en cambio, involucra la capacidad de formular preguntas significativas, lidiar con la ambigüedad y convivir de manera fructífera con la incertidumbre. Esto, dice Burnett, es inherentemente humano y fundamentalmente resistente a la automatización.

Consideremos cómo podrían diferir las aulas si priorizamos la sabiduría sobre la transferencia de conocimiento. En una clase de historia, un enfoque orientado al conocimiento podría reducirse a que los estudiantes memoricen fechas, nombres y eventos, tareas que la inteligencia artificial puede replicar fácilmente. En cambio, una clase enfocada en la sabiduría desafiaría a los estudiantes a reflexionar sobre las decisiones éticas involucradas en eventos, como el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, promoviendo debates sobre la justicia e invitando a los estudiantes a reflexionar sobre la ambigüedad moral y los matices emocionales de decisiones que han marcado momentos bisagra de nuestra historia.

La condición humana, resalta Burnett, no reside en nuestra habilidad para resolver velozmente una tarea concreta, sino en nuestra capacidad para detenernos y preguntarnos por el sentido mismo de esa tarea

De manera similar, en una clase de literatura, un enfoque basado en la IA podría limitarse a resumir rápidamente argumentos o identificar temas principales, por ejemplo, en relatos como “El Aleph”, de Jorge Luis Borges. Pero una clase orientada hacia la sabiduría impulsa a los estudiantes a explorar las cuestiones filosóficas que plantea el texto, tales como la naturaleza del infinito, la imposibilidad humana de comprender plenamente la totalidad del universo y los límites del conocimiento racional. De este modo, el objetivo educativo no sería acumular respuestas rápidas, sino elaborar preguntas y explorar la incertidumbre.

La condición humana, resalta Burnett, no reside en nuestra habilidad para resolver velozmente una tarea concreta, sino en nuestra capacidad para detenernos y preguntarnos por el sentido mismo de esa tarea. La inteligencia artificial podrá acelerar infinitamente el procesamiento de datos, pero no podrá nunca captar la riqueza de la experiencia cotidiana ni conocer lo que significa enfrentar la complejidad de vivir en primera persona. Precisamente esta diferencia debería motivarnos a repensar el papel de las humanidades en la educación. Más que acumular conocimientos, necesitamos enfocar el aprendizaje hacia la comprensión crítica y empática de nuestra propia experiencia individual y social, con todas sus contradicciones. Es en este terreno, humano y concreto, donde la educación puede aportar algo irreemplazable frente al avance tecnológico.

Sin embargo, enfatizar la educación humanística no significa abandonar la competencia tecnológica. Al reconocer las limitaciones de elegir exclusivamente entre la formación técnica y la indagación humanística, hay quienes intentan construir un enfoque integrado. En lugar de presentarlas como fuerzas opuestas, imaginan una síntesis que maximice las fortalezas de ambas, preparando efectivamente a los estudiantes para vidas y carreras complejas definidas por la inteligencia artificial.

Tal vez el ejemplo más importante sea el de Joseph Aoun, presidente de la Universidad Northeastern, quien, en su libro de 2017, A prueba de robots: educación superior en la era de la inteligencia, propuso un modelo educativo denominado “humanics” (humanidades tecnológicas). Este enfoque plantea tres alfabetizaciones esenciales: tecnológica (una comprensión básica del funcionamiento de tecnologías como la IA); en datos (la capacidad crítica para interpretar los datos generados por dichas tecnologías); y humana (el desarrollo de habilidades intrínsecamente humanas como la creatividad, el pensamiento crítico, la empatía, la iniciativa emprendedora y la flexibilidad cultural).

Perspectiva amplia

Según Aoun, todos los estudiantes, independientemente de su especialidad, deberían dominar estas tres dimensiones para usar la tecnología de manera ética y consciente de sus implicancias sociales y humanas. Sin embargo, el acelerado ritmo de los avances tecnológicos lo llevó a revisar y expandir su planteo en un artículo reciente para The Chronicle of Higher Education, titulado “Cómo la educación superior puede adaptarse a la IA”. Allí, Aoun sostiene que el enfoque original debe evolucionar hacia una versión ampliada que denomina Humanics 2.0. Esta actualización propone una educación en inteligencia artificial más panorámica, que considera no solo sus aplicaciones económicas y tecnológicas, sino también sus repercusiones sobre nuestras instituciones, nuestras relaciones personales y nuestro futuro en sociedad.

Además, subraya la necesidad de una formación orientada a reconocer la presencia cotidiana de la IA en aspectos tan diversos como las finanzas personales, la atención médica, el hogar, las redes sociales y las decisiones diarias. Asimismo, promueve innovaciones interdisciplinarias, como carreras que vinculen áreas aparentemente disímiles –por ejemplo, la informática con el teatro–, conectadas por el estudio del impacto transformador de la IA.

Lograr este equilibrio exige cambios significativos. Los programas de formación docente deberían preparar a los educadores para integrar herramientas tecnológicas de manera reflexiva, acompañadas por una sólida indagación crítica. Las escuelas y universidades deben reestructurar conscientemente sus planes de estudio, enfatizando no solo la competencia técnica, sino también fomentando el diálogo, el debate ético y la exploración creativa. Las instituciones deben resistir la tentación de priorizar únicamente las métricas económicas –como las matrículas en disciplinas STEM–en detrimento de las humanidades y la educación artística.

En última instancia, el desafío que enfrentan educadores, legisladores, familias y la sociedad en general no se reduce únicamente a cómo aprovechar la IA dentro del ámbito educativo. El verdadero reto es definir cómo la educación puede preparar mejor a los estudiantes para vivir plenamente en una sociedad transformada por las tecnologías disruptivas. Al adoptar este enfoque, regresamos a la misión fundamental de la educación: formar ciudadanos reflexivos, críticos y éticamente responsables, capaces de moldear la tecnología en lugar de ser moldeados pasivamente por ella. Ahí se encuentra la promesa transformadora y el potencial de la educación en la era de la inteligencia artificial.

Ivan Petrella es director de cultura y ciencia en la Fundación Bunge y Born

 Es preciso construir un enfoque que combine la competencia tecnológica y la perspectiva humanística
a fin de preparar a los estudiantes para vidas y carreras complejas  Read More