El bodegón de 1961 que funciona en un subsuelo y fue un selecto cabaret

“Es el lugar más secreto Buenos Aires”, dice Xuxa Fonseca, nacida en Cali, Colombia, y encargada del turno mañana del único bodegón de la Ciudad que funciona en un subsuelo, abierto desde 1961, su pasado lo hermana con la bohemia: fue un distinguido cabaret, el “Gong”. Y tuvo una visitante ilustre: en 1942, después de transmitir por radio su invasión al planeta, cuando llegó a Buenos Aires, lo primero que quiso hacer Orson Welles fue conocer el escondido y alegre cabaret.

“Vos bajas las escaleras y estás en otro planeta”, dice Xuxa. El local escapa a las leyes naturales gastronómicas. En la céntrica esquina de San Martín y Lavalle, se ve apenas un cartel, una placa que lo declara patrimonio de la Ciudad, un diminuto hall cargado de frases e imágenes de ídolos nacionales que invitan al comensal a dar un paso adelante: la escalera que conduce a un luminoso salón donde entran 150 personas. “No hay otro lugar así, es pura Argentina”, dice ella.

La historia de La Pipeta es de película. Nació en 1931, según una nota de LA NACION -que tienen encuadrada- el lugar era el punto de encuentro nocturno de los “niños de bien”, pero también del jet set nacional e internacional, y se sumaba el público del Luna Park cuando salía de las veladas boxísticas. Estaba el rumor que allí bailaban las mujeres más bellas: no solo Wells cayó en sus encantos, sino Aristóteles Onassis, Carlos “Charlie” Menditeguy, Juan Manuel Bordeu, pero también Carlos Monzón y Ringo Bonavena, entre tantos.

Nadie se quería quedar afuera de las pícaras y entretenidas noches del Gong que se extendían hasta la salida del sol. El dueño de entonces, Rolando Álzaga, tuvo una idea: a cada hombre que entraba le daba una tarjeta donde anunciaba en grandes letras: “Estoy de farra. Suplico al que me encuentre, atar esta etiqueta en ojal de mi saco”, había un espacio donde se escribía el nombre y apellido del trasnochado y su dirección. En letras mayúsculas: “Mandeme para casa, o al Gong, donde cuidarán de mí. Sírvase no golpear, sino tocar timbre y esperar que me reciban”.

Algunos habitués del cabaret fueron los Wawanco, quienes se subieron por primera vez a un escenario aquí. Las veladas eran animadas por Luis Aguilé y también, tímidamente aparecía un cantor que se hacía llamar “Palote” Ortega, quien luego cambiaría su apodo por “Palito”. En 1960, el Gong se mudó a Avenida Córdoba al 600 y, en 1961, abre sus puertas el bodegón.

“Fue cliente del cabaret y luego venía a comer, le debemos el nombre”, dice Jorge Ferrari, de 54 años y 36 de experiencia en el microcentro. Junto a un grupo de accionistas tienen 11 restaurantes en la zona y emplean a 600 trabajadores. Sabe más que nadie la dinámica de San Nicolás, el barrio céntrico. Cuenta el origen del nombre. Juan Antonio Guillermo Divito, dibujante y caricaturista, fundador de la mítica revista Rico Tipo dibujó a la pin-up argentina.

Sus mujeres de cuerpos esculturales fueron su marca registrada e influyó en toda una época. Tenía una fuente de inspiración: las bailarinas del Gong. “Una vez estaba comiendo y dibujó una señorita hermosa, alguien que pasó detrás grito: ¡a la pipeta!”, cuenta Ferrari y esa expresión, muy usual en aquellos años derivó en La Pipeta, y así se inmortalizó. El dibujo está expuesto en el salón.

“Le quisieran dar un toque español”, dice Ferrari. Original, colorido y amable, el salón está colmado de cuadros, fotos de notables clientes, patas de jamón crudo, estanterías con libros, banderines, antiguos menús encuadrados, escenas de corridas de toros y mayólica que recuerda a un patio andaluz. Algo llama la atención: frases de clientes que han sido entronizadas en cuadros y pequeños carteles que alegran la vista y son usados por ellos para sacarse selfies. Todo es felicidad en La Pipeta.

“Acá la reina es la entraña”, dice Carlos Argarañaz, quien hace 30 años es mozo. Caballero de la bandeja, sabe todos los secretos de su oficio. “Me doy cuenta cuándo alguien va a pedir pasta o carne, son gestos, miradas, movimientos en las manos, el buen mozo está atento a todo”, manifiesta. “Los hábitos han cambiado, pero la entraña de La Pipeta es un clásico”, dice. Trabaja en turno mañana y cuando está el salón lleno puede hacer marchar 80, 90 entrañas.

Para compartir

“Las servimos entera, es para compartir”, advierte Ferrari. Un dato revelador fundamenta la leyenda que se tejió alrededor de este corte, hoy emblemático, pero décadas atrás descartado por considerarlo de baja alcurnia en el abanico de cortes argentinos que integran la parrilla. “Hace 64 años que la compramos en el mismo frigorífico”.

Otro de los platos más pedidos en el guiso de mondongo y la milanesa napolitana. “Bate récords”, dice Argarañaz, por el primero. En invierno la disputa está entre el guiso de lentejas, el locro y la cazuela de mondongo. “Lo típico: acá gana el mondongo”, confiesa el experimentado mozo y se anima a dar un número “100 piden mondongo, 50 guiso de lentejas”, asegura.

El secreto de La Pipeta está en una búsqueda de sabores perdidos que están dentro del esquema central del gusto argentino.

En 2010 cuando Ferrari y su grupo compraron el local, el microcentro estaba en decadencia y el local estaba en su piso histórico. Sin embargo, sus orgánicos clientes, habitantes en la superficie de oficinas y comercios había fallecido o dejado de ir pero continuaban los mismos rubros laborales. Entonces los buscaron, invitaron y también a sus hijos o nietos. “Ahí logramos el recambio generacional”, dice Ferrari. Para atraer a las musas que inspiran a los cocineros, investigaron en los viejos menús, las señales para atraerlas.

Ferrari exhibe en la mesa joyas impresas. Diferentes menús diseñados para los trabajadores del centro, se pueden ver varios que lo ayudaron a crear el menú actual. “Había un menú para el abogado, para el bolsita, para el empleado de comercio, el cerealista, el cambista…”, claramente emocionado Ferrari muestra las claves del éxito de La Pipeta: “La dinámica del centro es la misma: mis clientes están arriba trabajando, y sabemos qué quieren comer”, dice.

Al mediodía, el salón se llena, y muchos esperan en la escalera la oportunidad para hallar una mesa a punto de liberarse. Por la noche, los clientes son aquellos que salen de los teatros de Avenida Corrientes, menos de 100 metros del local, y turistas, que buscan conocer lo que en atractivas pizarras hechas en letras con firuletes sugieren en la vereda. Bife de Chorizo, fusilli al fierrito con tuco y pesto, y súper milanesas napolitana: los clásicos.

“Comen dos por lo menos”, dice Julio Robledo, otro de los mozos con tres décadas de oficio en el salón. La napolitana nació a pocas cuadras de aquí, en el viejo restaurante “Napoli”, frente al Luna Park. Su dueño, un calabrés llamado Jorge La Grotta, tuvo una gran idea ante una adversidad: un cliente había pedido una milanesa y se le quemó. Con la improvisación que solo un italiano puede tener con respecto a la comida, le añadió salsa de tomate y queso. Esperaron el veredicto del cliente: quedó encantado.

“Así nació la milanesa a la Napoli”, dice Ferrari, luego se popularizaría como napolitana: “Sólo en la Argentina podemos meter Milán y Nápoles en un plato”, ser ríe Ferrari. La versión de La Pipeta es a la medida de los nobles sentimientos que flotan en el salón, es gigante. “Aprendimos de los viejos mozos, fueron la mejor escuela”, dice Robledo.

“Me enamoré del lugar ni mi bien entré”, confiesa Xuxa, que entró a los 19 años recién llegada de Cali, y diez años después encontró su lugar en el mundo. Vino a Argentina influida por Charly García y Andrés Calamaro, y en el corazón de la ciudad de Buenos Aires, encontró mozos y bohemios que la adoptaron como a una hija. “Ustedes los argentinos son felices en una mesa”, confiesa.

“Es el lugar más secreto Buenos Aires”, dice Xuxa Fonseca, nacida en Cali, Colombia, y encargada del turno mañana del único bodegón de la Ciudad que funciona en un subsuelo, abierto desde 1961, su pasado lo hermana con la bohemia: fue un distinguido cabaret, el “Gong”. Y tuvo una visitante ilustre: en 1942, después de transmitir por radio su invasión al planeta, cuando llegó a Buenos Aires, lo primero que quiso hacer Orson Welles fue conocer el escondido y alegre cabaret.

“Vos bajas las escaleras y estás en otro planeta”, dice Xuxa. El local escapa a las leyes naturales gastronómicas. En la céntrica esquina de San Martín y Lavalle, se ve apenas un cartel, una placa que lo declara patrimonio de la Ciudad, un diminuto hall cargado de frases e imágenes de ídolos nacionales que invitan al comensal a dar un paso adelante: la escalera que conduce a un luminoso salón donde entran 150 personas. “No hay otro lugar así, es pura Argentina”, dice ella.

La historia de La Pipeta es de película. Nació en 1931, según una nota de LA NACION -que tienen encuadrada- el lugar era el punto de encuentro nocturno de los “niños de bien”, pero también del jet set nacional e internacional, y se sumaba el público del Luna Park cuando salía de las veladas boxísticas. Estaba el rumor que allí bailaban las mujeres más bellas: no solo Wells cayó en sus encantos, sino Aristóteles Onassis, Carlos “Charlie” Menditeguy, Juan Manuel Bordeu, pero también Carlos Monzón y Ringo Bonavena, entre tantos.

Nadie se quería quedar afuera de las pícaras y entretenidas noches del Gong que se extendían hasta la salida del sol. El dueño de entonces, Rolando Álzaga, tuvo una idea: a cada hombre que entraba le daba una tarjeta donde anunciaba en grandes letras: “Estoy de farra. Suplico al que me encuentre, atar esta etiqueta en ojal de mi saco”, había un espacio donde se escribía el nombre y apellido del trasnochado y su dirección. En letras mayúsculas: “Mandeme para casa, o al Gong, donde cuidarán de mí. Sírvase no golpear, sino tocar timbre y esperar que me reciban”.

Algunos habitués del cabaret fueron los Wawanco, quienes se subieron por primera vez a un escenario aquí. Las veladas eran animadas por Luis Aguilé y también, tímidamente aparecía un cantor que se hacía llamar “Palote” Ortega, quien luego cambiaría su apodo por “Palito”. En 1960, el Gong se mudó a Avenida Córdoba al 600 y, en 1961, abre sus puertas el bodegón.

“Fue cliente del cabaret y luego venía a comer, le debemos el nombre”, dice Jorge Ferrari, de 54 años y 36 de experiencia en el microcentro. Junto a un grupo de accionistas tienen 11 restaurantes en la zona y emplean a 600 trabajadores. Sabe más que nadie la dinámica de San Nicolás, el barrio céntrico. Cuenta el origen del nombre. Juan Antonio Guillermo Divito, dibujante y caricaturista, fundador de la mítica revista Rico Tipo dibujó a la pin-up argentina.

Sus mujeres de cuerpos esculturales fueron su marca registrada e influyó en toda una época. Tenía una fuente de inspiración: las bailarinas del Gong. “Una vez estaba comiendo y dibujó una señorita hermosa, alguien que pasó detrás grito: ¡a la pipeta!”, cuenta Ferrari y esa expresión, muy usual en aquellos años derivó en La Pipeta, y así se inmortalizó. El dibujo está expuesto en el salón.

“Le quisieran dar un toque español”, dice Ferrari. Original, colorido y amable, el salón está colmado de cuadros, fotos de notables clientes, patas de jamón crudo, estanterías con libros, banderines, antiguos menús encuadrados, escenas de corridas de toros y mayólica que recuerda a un patio andaluz. Algo llama la atención: frases de clientes que han sido entronizadas en cuadros y pequeños carteles que alegran la vista y son usados por ellos para sacarse selfies. Todo es felicidad en La Pipeta.

“Acá la reina es la entraña”, dice Carlos Argarañaz, quien hace 30 años es mozo. Caballero de la bandeja, sabe todos los secretos de su oficio. “Me doy cuenta cuándo alguien va a pedir pasta o carne, son gestos, miradas, movimientos en las manos, el buen mozo está atento a todo”, manifiesta. “Los hábitos han cambiado, pero la entraña de La Pipeta es un clásico”, dice. Trabaja en turno mañana y cuando está el salón lleno puede hacer marchar 80, 90 entrañas.

Para compartir

“Las servimos entera, es para compartir”, advierte Ferrari. Un dato revelador fundamenta la leyenda que se tejió alrededor de este corte, hoy emblemático, pero décadas atrás descartado por considerarlo de baja alcurnia en el abanico de cortes argentinos que integran la parrilla. “Hace 64 años que la compramos en el mismo frigorífico”.

Otro de los platos más pedidos en el guiso de mondongo y la milanesa napolitana. “Bate récords”, dice Argarañaz, por el primero. En invierno la disputa está entre el guiso de lentejas, el locro y la cazuela de mondongo. “Lo típico: acá gana el mondongo”, confiesa el experimentado mozo y se anima a dar un número “100 piden mondongo, 50 guiso de lentejas”, asegura.

El secreto de La Pipeta está en una búsqueda de sabores perdidos que están dentro del esquema central del gusto argentino.

En 2010 cuando Ferrari y su grupo compraron el local, el microcentro estaba en decadencia y el local estaba en su piso histórico. Sin embargo, sus orgánicos clientes, habitantes en la superficie de oficinas y comercios había fallecido o dejado de ir pero continuaban los mismos rubros laborales. Entonces los buscaron, invitaron y también a sus hijos o nietos. “Ahí logramos el recambio generacional”, dice Ferrari. Para atraer a las musas que inspiran a los cocineros, investigaron en los viejos menús, las señales para atraerlas.

Ferrari exhibe en la mesa joyas impresas. Diferentes menús diseñados para los trabajadores del centro, se pueden ver varios que lo ayudaron a crear el menú actual. “Había un menú para el abogado, para el bolsita, para el empleado de comercio, el cerealista, el cambista…”, claramente emocionado Ferrari muestra las claves del éxito de La Pipeta: “La dinámica del centro es la misma: mis clientes están arriba trabajando, y sabemos qué quieren comer”, dice.

Al mediodía, el salón se llena, y muchos esperan en la escalera la oportunidad para hallar una mesa a punto de liberarse. Por la noche, los clientes son aquellos que salen de los teatros de Avenida Corrientes, menos de 100 metros del local, y turistas, que buscan conocer lo que en atractivas pizarras hechas en letras con firuletes sugieren en la vereda. Bife de Chorizo, fusilli al fierrito con tuco y pesto, y súper milanesas napolitana: los clásicos.

“Comen dos por lo menos”, dice Julio Robledo, otro de los mozos con tres décadas de oficio en el salón. La napolitana nació a pocas cuadras de aquí, en el viejo restaurante “Napoli”, frente al Luna Park. Su dueño, un calabrés llamado Jorge La Grotta, tuvo una gran idea ante una adversidad: un cliente había pedido una milanesa y se le quemó. Con la improvisación que solo un italiano puede tener con respecto a la comida, le añadió salsa de tomate y queso. Esperaron el veredicto del cliente: quedó encantado.

“Así nació la milanesa a la Napoli”, dice Ferrari, luego se popularizaría como napolitana: “Sólo en la Argentina podemos meter Milán y Nápoles en un plato”, ser ríe Ferrari. La versión de La Pipeta es a la medida de los nobles sentimientos que flotan en el salón, es gigante. “Aprendimos de los viejos mozos, fueron la mejor escuela”, dice Robledo.

“Me enamoré del lugar ni mi bien entré”, confiesa Xuxa, que entró a los 19 años recién llegada de Cali, y diez años después encontró su lugar en el mundo. Vino a Argentina influida por Charly García y Andrés Calamaro, y en el corazón de la ciudad de Buenos Aires, encontró mozos y bohemios que la adoptaron como a una hija. “Ustedes los argentinos son felices en una mesa”, confiesa.

 La Pipeta, un rincón de la ciudad con mucha historia, está en la esquina céntrica de San Martín y Lavalle; la entraña es su plato estrella  Read More