Llegó la hora de devolver lo robado

La reciente orden judicial que obliga a Cristina Kirchner y a los restantes condenados en la causa Vialidad a devolver al Estado 684.990 millones de pesos (equivalente a unos 537 millones de dólares) constituye un hito de singular trascendencia institucional porque sienta un precedente de peso: el latrocinio de los recursos públicos debe tener consecuencias concretas y ejemplificadoras.

Se trata de una pequeña parte de lo sustraído, pues queda por cuantificar la expoliación al Estado en otros expedientes sobre corrupción que tienen como protagonistas a varios de estos mismos condenados. Esta es apenas la punta del iceberg.

La Justicia se ha pronunciado claramente en el caso Vialidad y lo ha hecho fundándose en sobradas pruebas. Tras la confirmación de la condena por parte de la Corte Suprema, el Tribunal Oral Federal Nº 2 intimó a los responsables de semejante desfalco a restituir en tiempo y forma el daño ocasionado al erario por medio de licitaciones amañadas en beneficio de Lázaro Báez, un pseudoempresario devenido en símbolo grotesco de la corrupción estructural que signó casi dos décadas de gobiernos kirchneristas. Si en diez días hábiles no se realiza el pago exigido, comenzará la ejecución forzada de los bienes embargados: centenares de propiedades, millones en efectivo, empresas, estancias, rodados y otros activos deberán ser rematados para cumplir la sentencia.

El paso dado por el Poder Judicial no representa venganza ni revancha ni persecución, como falsamente han intentado instalar hasta el cansancio sectores que confunden impunidad con legalidad. No es lawfare ni ningún otro invento destinado a pretender expiar las culpas de quienes delinquieron, sino, precisamente, el ejercicio legítimo del derecho republicano de exigir que rindan cuentas los responsables de la comisión de actos bochornosos, inaceptables e indignos de cualquier funcionario público.

La cifra dispuesta por los peritos oficiales –y refrendada por el tribunal– representa una actualización del perjuicio ocasionado al Estado en esta causa, no una estimación arbitraria. De hecho, los intentos de la defensa de la expresidenta de rebajar esa suma a apenas 42.000 millones de pesos fueron rechazados por carecer de sustento fáctico y técnico. Que semejante intento de minimización haya sido propuesto sin ruborizarse es, en sí mismo, un gesto revelador. Aun frente a una condena firme, persiste una actitud negadora y cínica que rehúye toda autocrítica.

No es menor recordar que la causa Vialidad está íntimamente vinculada a otros expedientes que comprometen gravemente a la familia Kirchner, como Hotesur-Los Sauces, donde se investiga el lavado de dinero a través de los hoteles y otros bienes mal habidos. También le esperan a la expresidenta la sustanciación de los juicios del lamentablemente célebre caso de los cuadernos de las coimas, en el que el mecanismo del retorno y la cartelización de la obra pública quedaron al desnudo en toda su vileza, y el nefasto memorándum con Irán por el cruento ataque a la sede de la AMIA, que dejó 85 muertos y centenares de heridos hace ya 31 años.

El fenómeno de la corrupción no es simplemente un delito contra el Estado: es un atentado directo contra los propios ciudadanos, particularmente los más vulnerables, quienes padecen las consecuencias materiales de los recursos desviados hacia fines privados por parte de funcionarios inescrupulosos y carentes de toda ética. Cada kilómetro de ruta que no se terminó, cada obra paralizada, cada peso robado de las arcas públicas es un claro acto de violencia institucional en perjuicio de la sociedad. Por esa razón, su restitución no es un acto administrativo; es una reparación ineludible.

No faltarán, como siempre, las voces demagógicas que intenten relativizar lo ocurrido, escudándose en comparaciones falaces o en la politización malintencionada de los fallos judiciales. Pero la democracia no se fortalece negando la verdad ni socavando la legitimidad de las instituciones, sino cuando los responsables –por más poderosos que sean– enfrentan las consecuencias de sus actos con toda la fuerza de la ley.

La Justicia, en este caso, ha enviado un mensaje claro: quien comete un delito deberá responder con su libertad y su patrimonio. A la luz de la sentencia, ni Cristina Kirchner ni sus cómplices deberían seguir disfrutando del botín producto del robo al Estado, es decir, a todos los argentinos.

Resta evitar ahora que el proceso de decomiso se vea entorpecido por maniobras evasivas o dilaciones procesales. La sospechosa conducta de Lázaro Báez y los indicios de que estuvo pergeñando operaciones patrimoniales en favor de testaferros como su pareja, Claudia Insaurralde, revelan la urgencia de actuar con firmeza para proteger los bienes que deben ser recuperados. En lo que nos atañe como sociedad, no debemos permitir que estas causas caigan en el olvido ni que el escepticismo erosione la confianza en la ley, esa que tantas veces intentó ser saboteada desde el poder.

Nuestro país enfrenta una oportunidad única. Urge dar una señal nítida de que el tiempo de la impunidad ha terminado, que no hay lugar para más atajos, fueros deliberadamente amañados ni privilegios espurios.

Es de esperar que el cumplimiento de esta orden judicial se transforme en un punto de inflexión. Que quienes fueron elegidos para gobernar y traicionaron la confianza pública rindan cuentas hasta la última moneda. Que el país crea en la Justicia y que la decencia, finalmente, vuelva a ser requisito indispensable para ejercer la función pública.

El daño fue deliberado; la reparación es obligatoria.

La reciente orden judicial que obliga a Cristina Kirchner y a los restantes condenados en la causa Vialidad a devolver al Estado 684.990 millones de pesos (equivalente a unos 537 millones de dólares) constituye un hito de singular trascendencia institucional porque sienta un precedente de peso: el latrocinio de los recursos públicos debe tener consecuencias concretas y ejemplificadoras.

Se trata de una pequeña parte de lo sustraído, pues queda por cuantificar la expoliación al Estado en otros expedientes sobre corrupción que tienen como protagonistas a varios de estos mismos condenados. Esta es apenas la punta del iceberg.

La Justicia se ha pronunciado claramente en el caso Vialidad y lo ha hecho fundándose en sobradas pruebas. Tras la confirmación de la condena por parte de la Corte Suprema, el Tribunal Oral Federal Nº 2 intimó a los responsables de semejante desfalco a restituir en tiempo y forma el daño ocasionado al erario por medio de licitaciones amañadas en beneficio de Lázaro Báez, un pseudoempresario devenido en símbolo grotesco de la corrupción estructural que signó casi dos décadas de gobiernos kirchneristas. Si en diez días hábiles no se realiza el pago exigido, comenzará la ejecución forzada de los bienes embargados: centenares de propiedades, millones en efectivo, empresas, estancias, rodados y otros activos deberán ser rematados para cumplir la sentencia.

El paso dado por el Poder Judicial no representa venganza ni revancha ni persecución, como falsamente han intentado instalar hasta el cansancio sectores que confunden impunidad con legalidad. No es lawfare ni ningún otro invento destinado a pretender expiar las culpas de quienes delinquieron, sino, precisamente, el ejercicio legítimo del derecho republicano de exigir que rindan cuentas los responsables de la comisión de actos bochornosos, inaceptables e indignos de cualquier funcionario público.

La cifra dispuesta por los peritos oficiales –y refrendada por el tribunal– representa una actualización del perjuicio ocasionado al Estado en esta causa, no una estimación arbitraria. De hecho, los intentos de la defensa de la expresidenta de rebajar esa suma a apenas 42.000 millones de pesos fueron rechazados por carecer de sustento fáctico y técnico. Que semejante intento de minimización haya sido propuesto sin ruborizarse es, en sí mismo, un gesto revelador. Aun frente a una condena firme, persiste una actitud negadora y cínica que rehúye toda autocrítica.

No es menor recordar que la causa Vialidad está íntimamente vinculada a otros expedientes que comprometen gravemente a la familia Kirchner, como Hotesur-Los Sauces, donde se investiga el lavado de dinero a través de los hoteles y otros bienes mal habidos. También le esperan a la expresidenta la sustanciación de los juicios del lamentablemente célebre caso de los cuadernos de las coimas, en el que el mecanismo del retorno y la cartelización de la obra pública quedaron al desnudo en toda su vileza, y el nefasto memorándum con Irán por el cruento ataque a la sede de la AMIA, que dejó 85 muertos y centenares de heridos hace ya 31 años.

El fenómeno de la corrupción no es simplemente un delito contra el Estado: es un atentado directo contra los propios ciudadanos, particularmente los más vulnerables, quienes padecen las consecuencias materiales de los recursos desviados hacia fines privados por parte de funcionarios inescrupulosos y carentes de toda ética. Cada kilómetro de ruta que no se terminó, cada obra paralizada, cada peso robado de las arcas públicas es un claro acto de violencia institucional en perjuicio de la sociedad. Por esa razón, su restitución no es un acto administrativo; es una reparación ineludible.

No faltarán, como siempre, las voces demagógicas que intenten relativizar lo ocurrido, escudándose en comparaciones falaces o en la politización malintencionada de los fallos judiciales. Pero la democracia no se fortalece negando la verdad ni socavando la legitimidad de las instituciones, sino cuando los responsables –por más poderosos que sean– enfrentan las consecuencias de sus actos con toda la fuerza de la ley.

La Justicia, en este caso, ha enviado un mensaje claro: quien comete un delito deberá responder con su libertad y su patrimonio. A la luz de la sentencia, ni Cristina Kirchner ni sus cómplices deberían seguir disfrutando del botín producto del robo al Estado, es decir, a todos los argentinos.

Resta evitar ahora que el proceso de decomiso se vea entorpecido por maniobras evasivas o dilaciones procesales. La sospechosa conducta de Lázaro Báez y los indicios de que estuvo pergeñando operaciones patrimoniales en favor de testaferros como su pareja, Claudia Insaurralde, revelan la urgencia de actuar con firmeza para proteger los bienes que deben ser recuperados. En lo que nos atañe como sociedad, no debemos permitir que estas causas caigan en el olvido ni que el escepticismo erosione la confianza en la ley, esa que tantas veces intentó ser saboteada desde el poder.

Nuestro país enfrenta una oportunidad única. Urge dar una señal nítida de que el tiempo de la impunidad ha terminado, que no hay lugar para más atajos, fueros deliberadamente amañados ni privilegios espurios.

Es de esperar que el cumplimiento de esta orden judicial se transforme en un punto de inflexión. Que quienes fueron elegidos para gobernar y traicionaron la confianza pública rindan cuentas hasta la última moneda. Que el país crea en la Justicia y que la decencia, finalmente, vuelva a ser requisito indispensable para ejercer la función pública.

El daño fue deliberado; la reparación es obligatoria.

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