Si alguien pasa por el frente de la Casa Rosada es probable que vea funcionarios volando por las ventanas.
La escena es imaginaria, por supuesto. Pero está anclada en un dato duro de la realidad: el gobierno de Javier Milei echó a 160 funcionarios de alto rango en los 600 días que lleva de gestión. Así surge de un escrupuloso conteo que lleva el politólogo Pablo Salinas y que actualiza periódicamente en su cuenta de X. Es un despido cada menos de 4 días, en los que solo se computan los funcionarios que habían sido seleccionados y nombrados por el nuevo gobierno. Según el “Observatorio de las Elites”, que funciona en la órbita del Conicet, la actual administración ha tenido “el mayor índice de renuncias en un año de toda la democracia”. ¿Cómo debe leerse ese dato estadístico? ¿Habla de un elevado estándar de exigencia o de la pretensión de un disciplinamiento extremo dentro de la gestión libertaria? ¿Es el resultado de un sistema interno que incentiva la excelencia o que, por el contrario, genera temor e inseguridad y exacerba la obsecuencia alrededor del Presidente? ¿La mayoría se va porque no da la talla o porque se atreve a plantear matices, discrepancias y debates con honestidad intelectual? Es probable que no haya una respuesta única y categórica. Cada caso tiene explicaciones y razones particulares. Pero el récord de despidos de altos funcionarios en el primer año y medio de gestión se ha convertido en algo más que un dato curioso y llamativo: es el indicador de un gobierno al que le cuesta, en algunas áreas, consolidar equipos de trabajo y que exhibe evidentes dificultades para lidiar con el pluralismo de voces y el intercambio de ideas. Es, además, un dato que condiciona a los que siguen en funciones. Muchos relevos han funcionado como “mensajes” hacia adentro: el que dice una palabra de más, o de menos, puede salir eyectado.
Es razonable, y hasta podría considerarse deseable, que un equipo de gobierno tenga cierta homogeneidad y que esté alineado con nitidez bajo una conducción política que define los grandes objetivos y los trazos gruesos de la gestión. Es natural, además, que a un Presidente que llegó al poder sin experiencia en la gestión pública y sin estructura partidaria, le lleve tiempo conformar un equipo y dotarlo de una impronta propia. También podría considerarse normal, y hasta saludable, que nadie esté atornillado a las poltronas oficiales y que los cargos políticos sean esencialmente provisorios, atados a los resultados, a la ética y a la eficacia en la gestión. Sin embargo, varias renuncias estruendosas justifican otros interrogantes: ¿en el gabinete se prioriza el profesionalismo o la adhesión incondicional a un determinado dogma y a un estilo de conducción? ¿qué se valora más: la eficiencia o la obediencia?
Una cosa es la homogeneidad y la coherencia en un equipo de gobierno; otra es la uniformidad y el verticalismo, que excluye la posibilidad de plantear matices y proponer un debate franco. Ya se vio con el kirchnerismo, que elevó la obsecuencia a la categoría de una norma. “A la Presidenta no se le habla, se la escucha”, solía advertir Carlos Zannini a sus interlocutores. Es un principio que radicaliza a los entornos presidenciales: para agradar, sobrevivir y crecer hay que aplaudir al líder y funcionar como cámara de eco. Nunca contradecirlo; jamás discutir una sentencia ni una orden.
Con el actual gobierno han llegado a la función pública profesionales de indiscutida idoneidad y calidad técnica. La pregunta, sin embargo, sería esta: ¿se les exige, además, que se conviertan en “talibanes” y que abandonen cualquier rasgo de moderación? ¿corren el riesgo de ser desterrados por “tibios” y “desleales” si no se contagian de la agresividad y la arrogancia que emana de la cima del poder?
En las declaraciones de los últimos días pueden encontrarse algunas respuestas. “La lealtad no es una opción; es una condición”, dijo la secretaria general de la Presidencia. Es una “lealtad” que se asimila a “no discutir ninguna decisión”. Pero la frase más reveladora fue del propio jefe de Estado y pasó probablemente inadvertida en medio de un farragoso monólogo regado de insultos y descalificaciones en un estudio radial en el que se instaló más de dos horas desde el predio de la Rural: “cuando arrancamos teníamos solo dos talibanes en el gobierno, Patricia y yo. Ahora se talibanizó todo el gabinete”, celebró. En otro monólogo, ya de madrugada, justificó la incorporación en el gobierno o en listas del oficialismo de exdirigentes massistas o kirchneristas: “tienen la fe de los conversos”, destacó, elevando al altar de las virtudes ese fanatismo dogmático y exacerbado para abrazar una nueva causa. El jefe de gabinete parece ser el único autorizado a desmarcarse con un tono moderado y negociador, acaso para no dinamitar el último puente con el Congreso y con la oposición. “Es el único que no es talibán”, concedió el Presidente.
Milei parece reproducir un estilo de liderazgo extremo en el que se puede pasar, sin escalas, de ser “un fenómeno” a ser “un inútil” o “un traidor”. Los “genios” pasan a ser “bobos” de la noche a la mañana. Lo acabamos de ver, por ejemplo, en el estridente divorcio de Trump con Elon Musk. Lo habíamos visto antes en la sonora ruptura del mandatario norteamericano con su estratega estrella, Steve Bannon. Acá asistimos ahora a la traumática y agresiva separación con la vicepresidenta. Esos cambios abruptos y explosivos en la consideración presidencial suelen derivar en una atmósfera de inseguridad y temor alrededor del líder.
Los despidos en la cúpula de la Anses funcionaron, desde el inicio de la gestión libertaria, como verdaderos “casos testigo”. Osvaldo Giordano fue echado sin contemplaciones, a pesar de que era muy reconocida su solvencia técnica en esa área y de que, en apenas veinte días, destapó el oscuro manejo con los seguros del Estado que había hecho la administración de Alberto Fernández. ¿Por qué lo sacaron, entonces? Porque su mujer, que es diputada, había objetado un artículo de la Ley Bases. El mensaje fue nítido y categórico: “no hay espacio para el más mínimo disenso”. La exigencia de incondicionalidad se extendía, además, al grupo familiar.
Después le tocó al sucesor de Giordano. Mariano de los Heros fue echado de la máxima jefatura de la Anses por haber dicho que el gobierno evaluaba una reforma previsional. “La agenda la fijo yo, no un funcionario de segundo orden”, dijo el Presidente al justificar el despido. Ni siquiera le agradeció los servicios prestados: “Voló por los aires, como corresponde”, afirmó en una entrevista el 10 de febrero de este año.
En muchos despidos se reprodujo un método: el destrato, el desaire brutal y la ejecución fulminante. El Presidente lo celebra: “el jefe” -su hermana- “aplica la guillotina sin que le tiemble el pulso”. De ese sistema parecen desprenderse varios riesgos: uno es que los funcionarios acentúen la obediencia y el aplauso automático para no quedar expuestos al destrato. Otro es que muchos, sobre todo en las segundas líneas, busquen no sobresalir, “hacer la plancha” y quedar lo más alejados posibles del escrutinio presidencial. Un tercer peligro es que profesionales valiosos decidan alejarse del servicio público, o no ingresar en él, ante la sola posibilidad de ser sometidos a modales que pueden llegar a la humillación.
Es paradójico, sin embargo, que un gobierno tan proclive a utilizar la guillotina no les haya soltado la mano a funcionarios o candidatos alcanzados por sospechas. Las serias denuncias contra el jefe de la DGI, por ejemplo, no alcanzaron para que “volara por los aires”. La catarata de impugnaciones éticas contra Lijo no hicieron, en su momento, que el Ejecutivo desistiera de su postulación a la Corte. Por eso vuelve la pregunta de fondo. ¿la guillotina se aplica por las buenas o por las malas razones?
Tal vez valga la pena leer las memorias de Thomas Jefferson: “El peligro de los gobiernos es rodearse de hombres que les dicen lo que quieren oír, no lo que deben saber”.
Si alguien pasa por el frente de la Casa Rosada es probable que vea funcionarios volando por las ventanas.
La escena es imaginaria, por supuesto. Pero está anclada en un dato duro de la realidad: el gobierno de Javier Milei echó a 160 funcionarios de alto rango en los 600 días que lleva de gestión. Así surge de un escrupuloso conteo que lleva el politólogo Pablo Salinas y que actualiza periódicamente en su cuenta de X. Es un despido cada menos de 4 días, en los que solo se computan los funcionarios que habían sido seleccionados y nombrados por el nuevo gobierno. Según el “Observatorio de las Elites”, que funciona en la órbita del Conicet, la actual administración ha tenido “el mayor índice de renuncias en un año de toda la democracia”. ¿Cómo debe leerse ese dato estadístico? ¿Habla de un elevado estándar de exigencia o de la pretensión de un disciplinamiento extremo dentro de la gestión libertaria? ¿Es el resultado de un sistema interno que incentiva la excelencia o que, por el contrario, genera temor e inseguridad y exacerba la obsecuencia alrededor del Presidente? ¿La mayoría se va porque no da la talla o porque se atreve a plantear matices, discrepancias y debates con honestidad intelectual? Es probable que no haya una respuesta única y categórica. Cada caso tiene explicaciones y razones particulares. Pero el récord de despidos de altos funcionarios en el primer año y medio de gestión se ha convertido en algo más que un dato curioso y llamativo: es el indicador de un gobierno al que le cuesta, en algunas áreas, consolidar equipos de trabajo y que exhibe evidentes dificultades para lidiar con el pluralismo de voces y el intercambio de ideas. Es, además, un dato que condiciona a los que siguen en funciones. Muchos relevos han funcionado como “mensajes” hacia adentro: el que dice una palabra de más, o de menos, puede salir eyectado.
Es razonable, y hasta podría considerarse deseable, que un equipo de gobierno tenga cierta homogeneidad y que esté alineado con nitidez bajo una conducción política que define los grandes objetivos y los trazos gruesos de la gestión. Es natural, además, que a un Presidente que llegó al poder sin experiencia en la gestión pública y sin estructura partidaria, le lleve tiempo conformar un equipo y dotarlo de una impronta propia. También podría considerarse normal, y hasta saludable, que nadie esté atornillado a las poltronas oficiales y que los cargos políticos sean esencialmente provisorios, atados a los resultados, a la ética y a la eficacia en la gestión. Sin embargo, varias renuncias estruendosas justifican otros interrogantes: ¿en el gabinete se prioriza el profesionalismo o la adhesión incondicional a un determinado dogma y a un estilo de conducción? ¿qué se valora más: la eficiencia o la obediencia?
Una cosa es la homogeneidad y la coherencia en un equipo de gobierno; otra es la uniformidad y el verticalismo, que excluye la posibilidad de plantear matices y proponer un debate franco. Ya se vio con el kirchnerismo, que elevó la obsecuencia a la categoría de una norma. “A la Presidenta no se le habla, se la escucha”, solía advertir Carlos Zannini a sus interlocutores. Es un principio que radicaliza a los entornos presidenciales: para agradar, sobrevivir y crecer hay que aplaudir al líder y funcionar como cámara de eco. Nunca contradecirlo; jamás discutir una sentencia ni una orden.
Con el actual gobierno han llegado a la función pública profesionales de indiscutida idoneidad y calidad técnica. La pregunta, sin embargo, sería esta: ¿se les exige, además, que se conviertan en “talibanes” y que abandonen cualquier rasgo de moderación? ¿corren el riesgo de ser desterrados por “tibios” y “desleales” si no se contagian de la agresividad y la arrogancia que emana de la cima del poder?
En las declaraciones de los últimos días pueden encontrarse algunas respuestas. “La lealtad no es una opción; es una condición”, dijo la secretaria general de la Presidencia. Es una “lealtad” que se asimila a “no discutir ninguna decisión”. Pero la frase más reveladora fue del propio jefe de Estado y pasó probablemente inadvertida en medio de un farragoso monólogo regado de insultos y descalificaciones en un estudio radial en el que se instaló más de dos horas desde el predio de la Rural: “cuando arrancamos teníamos solo dos talibanes en el gobierno, Patricia y yo. Ahora se talibanizó todo el gabinete”, celebró. En otro monólogo, ya de madrugada, justificó la incorporación en el gobierno o en listas del oficialismo de exdirigentes massistas o kirchneristas: “tienen la fe de los conversos”, destacó, elevando al altar de las virtudes ese fanatismo dogmático y exacerbado para abrazar una nueva causa. El jefe de gabinete parece ser el único autorizado a desmarcarse con un tono moderado y negociador, acaso para no dinamitar el último puente con el Congreso y con la oposición. “Es el único que no es talibán”, concedió el Presidente.
Milei parece reproducir un estilo de liderazgo extremo en el que se puede pasar, sin escalas, de ser “un fenómeno” a ser “un inútil” o “un traidor”. Los “genios” pasan a ser “bobos” de la noche a la mañana. Lo acabamos de ver, por ejemplo, en el estridente divorcio de Trump con Elon Musk. Lo habíamos visto antes en la sonora ruptura del mandatario norteamericano con su estratega estrella, Steve Bannon. Acá asistimos ahora a la traumática y agresiva separación con la vicepresidenta. Esos cambios abruptos y explosivos en la consideración presidencial suelen derivar en una atmósfera de inseguridad y temor alrededor del líder.
Los despidos en la cúpula de la Anses funcionaron, desde el inicio de la gestión libertaria, como verdaderos “casos testigo”. Osvaldo Giordano fue echado sin contemplaciones, a pesar de que era muy reconocida su solvencia técnica en esa área y de que, en apenas veinte días, destapó el oscuro manejo con los seguros del Estado que había hecho la administración de Alberto Fernández. ¿Por qué lo sacaron, entonces? Porque su mujer, que es diputada, había objetado un artículo de la Ley Bases. El mensaje fue nítido y categórico: “no hay espacio para el más mínimo disenso”. La exigencia de incondicionalidad se extendía, además, al grupo familiar.
Después le tocó al sucesor de Giordano. Mariano de los Heros fue echado de la máxima jefatura de la Anses por haber dicho que el gobierno evaluaba una reforma previsional. “La agenda la fijo yo, no un funcionario de segundo orden”, dijo el Presidente al justificar el despido. Ni siquiera le agradeció los servicios prestados: “Voló por los aires, como corresponde”, afirmó en una entrevista el 10 de febrero de este año.
En muchos despidos se reprodujo un método: el destrato, el desaire brutal y la ejecución fulminante. El Presidente lo celebra: “el jefe” -su hermana- “aplica la guillotina sin que le tiemble el pulso”. De ese sistema parecen desprenderse varios riesgos: uno es que los funcionarios acentúen la obediencia y el aplauso automático para no quedar expuestos al destrato. Otro es que muchos, sobre todo en las segundas líneas, busquen no sobresalir, “hacer la plancha” y quedar lo más alejados posibles del escrutinio presidencial. Un tercer peligro es que profesionales valiosos decidan alejarse del servicio público, o no ingresar en él, ante la sola posibilidad de ser sometidos a modales que pueden llegar a la humillación.
Es paradójico, sin embargo, que un gobierno tan proclive a utilizar la guillotina no les haya soltado la mano a funcionarios o candidatos alcanzados por sospechas. Las serias denuncias contra el jefe de la DGI, por ejemplo, no alcanzaron para que “volara por los aires”. La catarata de impugnaciones éticas contra Lijo no hicieron, en su momento, que el Ejecutivo desistiera de su postulación a la Corte. Por eso vuelve la pregunta de fondo. ¿la guillotina se aplica por las buenas o por las malas razones?
Tal vez valga la pena leer las memorias de Thomas Jefferson: “El peligro de los gobiernos es rodearse de hombres que les dicen lo que quieren oír, no lo que deben saber”.
El récord de despidos de altos funcionarios abre varios interrogantes: ¿es por falta de profesionalismo o por falta de sumisión? Read More