Fundó un museo, tiene una colección millonaria y fue distinguido por la reina Isabel II

Como era de esperar, la colección de whiskies más grande del mundo estaba en su lugar de origen: Escocia. Pero eso fue hasta 2020… Ese año, un coleccionista argentino, fanático de este destilado, superó en número al Museo de Edimburgo, y desde ese entonces las 5900 botellas que dan forma a la colección más grande el mundo se encuentran en Villa Urquiza, en el Museo del Whisky. Allí es posible encontrar ejemplares de todas las regiones productoras del mundo: antiguos, de productores independientes, ediciones especiales o conmemorativas, como la Royal Salute 62 Gun, que la reina Isabel II ofreció a los invitados en su cumpleaños celebrado en 2010.

Ese 12 de junio, Miguel Ángel Reigosa fue uno de los invitados al Palacio de Buckingham donde se celebró el cumpleaños 84 de la Reina Madre. Y fue distinguido como “Embajador de Whisky para Latinoamérica” por la misma Isabel II. Años más tarde, en 2020, llegaría otra distinción, la de Keeper of the Quaich, que reconoce a las personas que contribuyen a la cultura del whisky escocés.

Nada mal para un porteño nacido en “la Siberia” de Villa Urquiza, que convirtió un consejo paterno en pasión. Cuenta que una vez le quisieron comprar en 30 millones de dólares su colección pero, rechazó la oferta . Por estos días, está por lanzar su propio single malt.

–¿Cómo nace tu pasión por el whisky?

–Empieza cuando yo era apenas un chico de 14 años. Nací en la parte más pobre de Villa Urquiza, donde vivían los primeros inmigrantes, que va de avenida Congreso hasta el Parque José María Paz. Entonces le decían “la Siberia” porque no había mucha gente. Yo me hice ahí. Con mis amigos salíamos a bailar y en los boliches tomábamos esos tragos que eran una bomba. Una noche llegamos en muy mal estado a la casa de mis padres, eran como las 3 de la mañana, mi viejo escuchó ruidos raros y vino a ver qué pasaba. Simplemente nos dijo: “Mañana quiero reunirme con los padres de todos y ustedes presentes”. Al día siguiente nos juntó a todos, abrió una de las dos botellas de whisky Old Parr que le habían regalado en el trabajo [él era gerente de Lumilagro] y en lugar de retarnos, con el consentimiento de todos los padres, nos invitó a tomar whisky. El consejo que me dejó para toda la vida fue: “Tomá poco, pero bueno”. Y a partir de ese momento empecé a hacer eso.

–¿Y cómo llegás al coleccionismo?

–Lo heredé. Mi abuelo era numismático y mi papá filatélico; a mí me agarró la locura por el whisky. Me acuerdo que todos los domingos lo acompañaba a papá a las panaderías de barrio que vendían las botellitas miniatura de whisky y me compraba una (no sobraba el dinero en esa época). Me empezó a gustar y me metí de lleno.

–¿Cómo pasaste de las miniaturas a la colección de botellas?

–Estudié, me recibí de maestro mayor de obras y como a mí me gusta el comercio fui a trabajar a una casa de deportes. Después me recibí de tornero y matricero. Hice de todo en la vida. Pero cuando falleció mi padre, de muy joven, un amigo de él me dio una mano muy grande. Era importador de relojería y perfumería, y me prestó el dinero para poder importar con él. Ahí empecé a viajar por todos lados. Entonces, cada vez que viajaba me compraba una botella. Después tomé la costumbre de comprar dos iguales. Una era para probar con los amigos, y la otra la guardaba para ir armando mi colección.

–¿Qué edad tenías cuando empezaste?

–Tenía 23 años. Al fallecer papá, busqué algo que fuera como un lugar de compañía, porque me despertaba todas las noches y sinceramente no estaba bueno. Papá era un compañero de vida, éramos amigos. Entonces me hice habitué del Café de los Incas.

–Hoy ya no existe, ¿pero qué representaba el Café de los Incas?

–Era el lugar de culto del whisky en Latinoamérica. En esa época había dos bares emblemáticos: el Kilkenny, que era el “dueño” de la cerveza, y el Café de los Incas, que era el templo del whisky. De ahí salió toda la gente que puede hablar de whisky. Todos pasaron por ahí, los buenos y los malos. Era un chalet inglés blanco hermoso que estaba en Avenida de los Incas y Tronador, ahora lo demolieron.

–Empezaste como habitué y terminaste como dueño…

–En esa época el café tenía muchas deudas. Entonces Jorge Altobello, uno de los dueños, me preguntó si quería comprar la parte de los otros dos socios. Yo había juntado unos pesitos importando y decidí comprar esas partes y afrontar las deudas. Y ahí fue donde me fui perfeccionando en el mundo del whisky. Con el tiempo empezaron a llegar los reconocimientos y en el 94 hice mi primer viaje a Europa.

–Visitaste finalmente la cuna del whisky escocés…

–Fui invitado por Diageo [multinacional propietaria de algunas de las marcas más importantes de whisky]y estuve 15 días en Londres y otros 15 recorriendo Escocia. La primera destilería que visité fue Blair Athol, en las highlands, y fue algo maravilloso. Me permitió conocer los procesos de la elaboración del whisky y descubrir que en esa época todo se hacía en forma artesanal.

–¿Y el Museo del Whisky cómo nace?

–Llegó un momento en que con toda la trayectoria que ya tenía en el Café de los Incas le dije a Jorge: “Quiero cumplir un sueño: tengo en la casa de mi mamá 2800 botellas y las quiero exponer, quiero armar un museo del whisky”. Jorge creyó que era en broma: “Vos vas a poner un museo del whisky, yo voy a poner un museo de la ginebra”, me cargaba. Es que en esa época nadie creía en el whisky. Yo traía de afuera una botella de single malt, se la daba a probar a la gente y me decían: “A mí no me des esto, dame un whisky”. Me costó mucho imponerlo.

–¿Cómo fuiste armando esa colección de 2800 botellas?

–A través de los viajes, mediante subastas, encargándole a conocidos que viajaban que me compraran tal botella. Costó mucho. Yo con el programa Mundo Whisky, que hice durante 16 años en televisión, viajé mucho. En total llevo 36 viajes a Escocia: recorrí cuatro veces todas sus destilerías. En todo ese tiempo fui armando la colección, pero no con un criterio comercial. Era una satisfacción personal.

–¿Y qué te decía tu mamá de las 2800 botellas en la casa?

–Era una casa de nueve ambientes. Pero cuando fallece mi papá y fallecen mis abuelos quedaron varios vacíos. Mi mamá me dijo: “Hacé lo que quieras, guardá ahí las botellas”. Me acuerdo que como no cabían en las estanterías, muchas estaban en el piso, todas envueltas en papel film. Una vez por mes, dos de los chicos que trabajaban conmigo en el Café de los Incas me ayudaban a hacer el trabajo de ir girando las botellas para que los corchos no se secaran. Era un trabajo que demandaba tres días. Lo cierto es que mamá tuvo mucho que ver con que pudiera armar esta colección. Ahora a mi hijo Lorenzo lo estoy empezando a traer para el lado del coleccionismo, vamos a ver si le gusta. Nunca hay que obligar.

La vida en el museo

“El café de los Incas fue el lugar que más quise en mi vida, pero no dejaba de ser un bar –recuerda Miguel Ángel–. Venía gente hasta las cinco o seis de la mañana, y a veces encontrabas a alguno… [hace gesto de estar bebido]. Por eso, con el Museo mi idea fue cambiar lo que es un bar a un lugar de culto. Cuando lo abrí me propuse cerrar a las dos de la mañana como tope horario, con todo el mundo afuera a esa hora, incluso los empleados. ¡Y podés creer que en los 11 años que estoy acá jamás vi un tipo alcoholizado! Y no solo pasa por nosotros, sino que la gente siente un respeto por el lugar”.

–El argentino tuvo durante mucho tiempo cierto prejuicio con el mundo del whisky, ¿no?

–Lamentablemente, sí. Los whiskeros tuvimos la mala suerte de tener una sociedad machista en la que la trata de personas estaba relacionada con la palabra “whiskería”. ¡No le pusieron vinería, le pusieron justo whiskería! En esta misma sociedad machista, cuando una pareja salía, el hombre podía pedir un whisky, pero la mujer no. Esa costumbre gracias a Dios se fue perdiendo y hoy la mujer es una parte importante del mundo del whisky. Y la verdad es que bebida noble como el whisky hay pocas.

–¿Te propusiste que la colección fuera la más grande del mundo?

–Con el programa tenía el sueño de grabar en el Museo de Edimburgo, que con 3384 botellas era el más grande del mundo. Siempre pensé: “No vamos a poder grabar ahí, no voy a llegar nunca”. Estando allá, el cámara me dijo: “Por qué no te dejás de joder, ¡vamos!” Cuando llegamos y vi la colección salí en cámara llorando, prometiendo a los argentinos que en menos de cuatro años lo podíamos superar. Me faltaban 500 botellas, pero veía que las nuestras eran mejores en calidad y que las de ellos era simplemente tener un museo grande con botellas no tan caras. Hoy le llevamos 2200 botellas de diferencia, tenemos 5900 y estamos en la Argentina.

–Hace poco salió en una revista que te quisieron comprar la colección para llevarla a Dubái…

–Sí, me ofrecieron 30 millones de dólares. Además me daban una casa para que el primer año manejara todo, y un Lamborghini a elegir. Y para serte sincero: yo no soy millonario, pero no me faltan cosas. Las importantes para mí son otras, si no, no me hubiera dedicado a esto. Si bien uno tiene que generar plata para pagar sueldos y mantener todo, a mí la vida no me la va a cambiar tener una casa más grande o un auto mejor. Eso no me llena. Pongo en la balanza a mi hijo arraigado acá, a mi madre, a mis amigos, eso es impagable. Lo que me ofrecieron para ellos es un vuelto y para mí es algo que no voy a usar. ¿Vendo la colección y qué hago al día siguiente? Me levanto y hago algo que no me gusta.

–¿Se puede visitar la colección?

–Sí, es gratis. Dejamos que venga la gente, que la disfrute.

–¿Cuál es la botella más rara que tenés?

–Uf, muchísimas. Tenemos ediciones limitadas de embotelladores independientes. De 1938, de 1950. Muchas botellas de 50 años. Tengo una colección de botellas de Elvis: para comprarla tuve que vender mi auto. La más vieja es un bourbon de 1870.

–¿Cómo la conseguiste?

–Fue una locura y una casualidad. Un día se me aparece un tipo con pinta de loco en el Café de los Incas. Tenía una botella envuelta en un papel de diario y me dijo: “¿No me la querés comprar?” Me pidió 100 dólares… No sabés lo que eran 100 dólares para nosotros en esa época. ¡Mucho dinero! Y me la jugué, porque no sabía lo que estaba comprando. No era como ahora que mirás en tu teléfono y ves de qué se trata. La guardé en la colección y con los años me puse a investigar y descubrí que era una botella carísima y prácticamente inexistente. Él la tenía tirada, porque decía que era del abuelo. Andá a saber las vueltas que dio. Venía hasta con caja de madera y la llave.

–¿Cuál es la botella más cara de la colección?

–Son varias. Una Royal Salute de 50 años, un Macphail’s de 1938, un The Macallan 1950. Estas rondan los 70.000 u 80.000 dólares cada una.

–¿Hoy el whisky es una buena inversión?

–Hoy por hoy, no lo veo. Al subir el dólar oficial a 1100 pasamos de ser el país mas barato al más caro en materia de whiskies. En todo caso, lo que sí puede ser una buena inversión son los whiskies de colección, que suelen aumentar mucho.

–¿Tenés botellas en la mira que esperás encontrar en algún momento?

–Muchas. Hay como 100 que estoy siguiendo. Una de Johnnie Walker de más de 150 años, un Royal Salute de 45 años, poco conocido, que se vendió en el mercado asiático y del que no quedan muchas botellas. Pero ahora también estoy muy entusiasmado con sacar mi propio Single Malt en la Argentina, que lleva mi nombre.

–¿Dónde lo producís?

–En la destilería que tiene un íntimo amigo, Hugo Domínguez, en San Juan. Se llama Los 3 Domínguez porque trabaja junto a sus hijos. Conseguimos barricas muy buenas, de Jerez, de Bourbon, y él se encargó de elaborar un producto ahumado, un single malt, con materia prima que traemos de Escocia.

–¿A qué lugares impensados te llevó el whisky?

–Me llevó a conocer a los que eran mis ídolos. Para un nene, un ídolo es un jugador de fútbol; para mí, cada uno de los maestros destiladores que conocí eran eso, me parecían inalcanzables. De muchos de ellos llegué incluso a ser amigo. De hecho, gracias a uno de ellos, Colin Scott, ex master distiller de Chivas, es que fui invitado en 2010 al cumpleaños de la Reina Isabel. Me hicieron llegar los diplomas y todo lo que necesitaba aprender para ir allá. Hasta tuve que hacer cursos de ceremonial y protocolo. Estando allí fui nombrado Embajador del Whisky para Latinoamérica por la reina Isabel II.

–Hablemos de whisky… ¿Cómo aconsejás introducirse en este mundo? ¿Por dónde empezar?

–Muchos se acercan y me dicen “quiero empezar a tomar single malt”. Para mí lo ideal es empezar por los más básicos, de 10 o 12 años. A veces me preguntan por qué no empezar por allá [y señala los más caros expuestos en la barra del Museo]. Y yo les respondo que es un camino de ida: probás uno de esos y no retrocedés más. Ahora, la verdad es que podés empezar por donde quieras. Y no solo single malt: el Bourbon, por ejemplo, es un productazo. Lo importante es ir llevando a la gente a que aprenda de a poco.

–¿Cómo se toma el whisky?

–El whisky se toma solo, con agua, con hielo, con una bebida cola, con champagne… Ponele lo que vos quieras. Ahora, vos no sos el que impone respeto, el respeto lo impone la botella que tenés adelante. Porque si tenés una botella de 1950, ¿qué le vas a poner? ¡Lo tomás solo! Quien decide no sos vos, es la botella.

–¿Vale el consejo de ponerle un poco de agua para “abrir” aromas y sabores?

–Hay dos formas de tomarlo. Una cosa es degustar y otra cosa es tomar whisky. Porque cuando vos vas a degustar un whisky, usás la copa de degustación y a lo sumo le echás un poquito de agua (lo que cabe en una tapita de una botella de agua) para abrir aromas y sabores. Pero eso no tiene absolutamente nada que ver con el consumo, donde podés optar: el single malt en general lo tomás en copa y un blend generalmente en el vaso chato y con hielo, al estilo americano. A mí me dolió mucho ver perder tan de golpe el consumo en vaso chato, con la gente removiendo con el dedo los hielos. Eso que veía en el Café de los Incas y era parte de los argentinos. Ahora es todo más frío, con la copita, los aromas…

–¿Se exagera un poco en la descripción de las catas?

–Una vez una vez un viejo master distiller, Jim McEwan, me dijo: “¿Es whisky? Entonces sabe a whisky y tiene olor a whisky. No me vengas con el cardamomo, la frutilla, la naranja” [risas]. Hoy le encuentra cualquier cosa la gente.

–¿Vos cómo tomás el whisky?

–Si estoy acá, en el bar del Museo, es raro que me tome una medida, porque no queda bien que tome en el bar. En todo caso me voy a la oficina y tomo una copita chiquita, lo mismo que hago con una serie. Pongo un capítulo y lo veo con una copita chiquita. Ahora, cuando voy a un asado con amigos, tomo un vaso de whisky con hielo, y tomo blend, porque es lo que más les gusta a todos. El whisky es para compartir con los amigos.

–¿Va bien con las comidas?

–Es buenísimo, pero la gente confunde. Tenés que tener la copita de whisky y un vaso de agua. Y para bajar la comida tomás agua, no whisky. Marida muy bien con muchas cosas, desde mariscos hasta chocolate. Es lo mismo que el maridaje del vino, es cuestión de acostumbrarte,

–¿Cómo se guarda el whisky?

–Lo ideal es con la botella parada, a una temperatura inferior a 16° y si es a la sombra mejor, o con luz fría. En el caso nuestro, una vez cada seis meses acostamos un poquito las botellas de colección para humedecer el corcho y que no se pudra ni se seque.

–¿El whisky se evapora con el tiempo?

-Si la cápsula está mal, sí. Además, el whisky no tiene una curva ascendente en botella, no evoluciona, todo lo contrario. Sí la gente prueba un whisky que estuvo mucho tiempo en botella y dice “qué rico que está” no es porque haya mejorado en botella, sino porque los whiskies de antes eran de mejor calidad.

–¿Por qué?

–Por el faltante de whisky que hay a nivel global. Durante los años de pandemia, el mercado asiático y el americano vaciaron todo el stock que tenían. De hecho, nosotros en el Museo de Whisky batimos récord: vendimos 16.000 cajas de whisky durante el año y medio de pandemia. En Estados Unidos y en Asia vaciaron todos sus stocks internos, y cuando salieron a comprar vaciaron las destilerías, que se quedaron sin productos de edad. Por eso, si encontrás whiskies viejos, agarralos.

–¿Qué hay que tener en cuenta delante de una góndola de whiskies para guiarse?

–En cuanto a las regiones de procedencia, los de Islay son ahumados, los de Speyside son frutales, los de Highland tiene más carácter, los de Campbelltown un ahumado sutil y los de Lowland son más suaves. Sabiendo las cinco regiones no te vas a equivocar. Ahora, con un blend no podés saber, porque además en los últimos años fue cambiando su composición y su calidad.

–Y por último: ¿cuál es la botella que más valorás de tu colección?

–Una botella común de Old Parr, que era la otra que tenía mi papá y que la guardé para mi colección. Tengo un amor profundo por esa botella, me trae a la memoria esos recuerdos maravillosos que tuve junto a mi padre y a mi madre.

Como era de esperar, la colección de whiskies más grande del mundo estaba en su lugar de origen: Escocia. Pero eso fue hasta 2020… Ese año, un coleccionista argentino, fanático de este destilado, superó en número al Museo de Edimburgo, y desde ese entonces las 5900 botellas que dan forma a la colección más grande el mundo se encuentran en Villa Urquiza, en el Museo del Whisky. Allí es posible encontrar ejemplares de todas las regiones productoras del mundo: antiguos, de productores independientes, ediciones especiales o conmemorativas, como la Royal Salute 62 Gun, que la reina Isabel II ofreció a los invitados en su cumpleaños celebrado en 2010.

Ese 12 de junio, Miguel Ángel Reigosa fue uno de los invitados al Palacio de Buckingham donde se celebró el cumpleaños 84 de la Reina Madre. Y fue distinguido como “Embajador de Whisky para Latinoamérica” por la misma Isabel II. Años más tarde, en 2020, llegaría otra distinción, la de Keeper of the Quaich, que reconoce a las personas que contribuyen a la cultura del whisky escocés.

Nada mal para un porteño nacido en “la Siberia” de Villa Urquiza, que convirtió un consejo paterno en pasión. Cuenta que una vez le quisieron comprar en 30 millones de dólares su colección pero, rechazó la oferta . Por estos días, está por lanzar su propio single malt.

–¿Cómo nace tu pasión por el whisky?

–Empieza cuando yo era apenas un chico de 14 años. Nací en la parte más pobre de Villa Urquiza, donde vivían los primeros inmigrantes, que va de avenida Congreso hasta el Parque José María Paz. Entonces le decían “la Siberia” porque no había mucha gente. Yo me hice ahí. Con mis amigos salíamos a bailar y en los boliches tomábamos esos tragos que eran una bomba. Una noche llegamos en muy mal estado a la casa de mis padres, eran como las 3 de la mañana, mi viejo escuchó ruidos raros y vino a ver qué pasaba. Simplemente nos dijo: “Mañana quiero reunirme con los padres de todos y ustedes presentes”. Al día siguiente nos juntó a todos, abrió una de las dos botellas de whisky Old Parr que le habían regalado en el trabajo [él era gerente de Lumilagro] y en lugar de retarnos, con el consentimiento de todos los padres, nos invitó a tomar whisky. El consejo que me dejó para toda la vida fue: “Tomá poco, pero bueno”. Y a partir de ese momento empecé a hacer eso.

–¿Y cómo llegás al coleccionismo?

–Lo heredé. Mi abuelo era numismático y mi papá filatélico; a mí me agarró la locura por el whisky. Me acuerdo que todos los domingos lo acompañaba a papá a las panaderías de barrio que vendían las botellitas miniatura de whisky y me compraba una (no sobraba el dinero en esa época). Me empezó a gustar y me metí de lleno.

–¿Cómo pasaste de las miniaturas a la colección de botellas?

–Estudié, me recibí de maestro mayor de obras y como a mí me gusta el comercio fui a trabajar a una casa de deportes. Después me recibí de tornero y matricero. Hice de todo en la vida. Pero cuando falleció mi padre, de muy joven, un amigo de él me dio una mano muy grande. Era importador de relojería y perfumería, y me prestó el dinero para poder importar con él. Ahí empecé a viajar por todos lados. Entonces, cada vez que viajaba me compraba una botella. Después tomé la costumbre de comprar dos iguales. Una era para probar con los amigos, y la otra la guardaba para ir armando mi colección.

–¿Qué edad tenías cuando empezaste?

–Tenía 23 años. Al fallecer papá, busqué algo que fuera como un lugar de compañía, porque me despertaba todas las noches y sinceramente no estaba bueno. Papá era un compañero de vida, éramos amigos. Entonces me hice habitué del Café de los Incas.

–Hoy ya no existe, ¿pero qué representaba el Café de los Incas?

–Era el lugar de culto del whisky en Latinoamérica. En esa época había dos bares emblemáticos: el Kilkenny, que era el “dueño” de la cerveza, y el Café de los Incas, que era el templo del whisky. De ahí salió toda la gente que puede hablar de whisky. Todos pasaron por ahí, los buenos y los malos. Era un chalet inglés blanco hermoso que estaba en Avenida de los Incas y Tronador, ahora lo demolieron.

–Empezaste como habitué y terminaste como dueño…

–En esa época el café tenía muchas deudas. Entonces Jorge Altobello, uno de los dueños, me preguntó si quería comprar la parte de los otros dos socios. Yo había juntado unos pesitos importando y decidí comprar esas partes y afrontar las deudas. Y ahí fue donde me fui perfeccionando en el mundo del whisky. Con el tiempo empezaron a llegar los reconocimientos y en el 94 hice mi primer viaje a Europa.

–Visitaste finalmente la cuna del whisky escocés…

–Fui invitado por Diageo [multinacional propietaria de algunas de las marcas más importantes de whisky]y estuve 15 días en Londres y otros 15 recorriendo Escocia. La primera destilería que visité fue Blair Athol, en las highlands, y fue algo maravilloso. Me permitió conocer los procesos de la elaboración del whisky y descubrir que en esa época todo se hacía en forma artesanal.

–¿Y el Museo del Whisky cómo nace?

–Llegó un momento en que con toda la trayectoria que ya tenía en el Café de los Incas le dije a Jorge: “Quiero cumplir un sueño: tengo en la casa de mi mamá 2800 botellas y las quiero exponer, quiero armar un museo del whisky”. Jorge creyó que era en broma: “Vos vas a poner un museo del whisky, yo voy a poner un museo de la ginebra”, me cargaba. Es que en esa época nadie creía en el whisky. Yo traía de afuera una botella de single malt, se la daba a probar a la gente y me decían: “A mí no me des esto, dame un whisky”. Me costó mucho imponerlo.

–¿Cómo fuiste armando esa colección de 2800 botellas?

–A través de los viajes, mediante subastas, encargándole a conocidos que viajaban que me compraran tal botella. Costó mucho. Yo con el programa Mundo Whisky, que hice durante 16 años en televisión, viajé mucho. En total llevo 36 viajes a Escocia: recorrí cuatro veces todas sus destilerías. En todo ese tiempo fui armando la colección, pero no con un criterio comercial. Era una satisfacción personal.

–¿Y qué te decía tu mamá de las 2800 botellas en la casa?

–Era una casa de nueve ambientes. Pero cuando fallece mi papá y fallecen mis abuelos quedaron varios vacíos. Mi mamá me dijo: “Hacé lo que quieras, guardá ahí las botellas”. Me acuerdo que como no cabían en las estanterías, muchas estaban en el piso, todas envueltas en papel film. Una vez por mes, dos de los chicos que trabajaban conmigo en el Café de los Incas me ayudaban a hacer el trabajo de ir girando las botellas para que los corchos no se secaran. Era un trabajo que demandaba tres días. Lo cierto es que mamá tuvo mucho que ver con que pudiera armar esta colección. Ahora a mi hijo Lorenzo lo estoy empezando a traer para el lado del coleccionismo, vamos a ver si le gusta. Nunca hay que obligar.

La vida en el museo

“El café de los Incas fue el lugar que más quise en mi vida, pero no dejaba de ser un bar –recuerda Miguel Ángel–. Venía gente hasta las cinco o seis de la mañana, y a veces encontrabas a alguno… [hace gesto de estar bebido]. Por eso, con el Museo mi idea fue cambiar lo que es un bar a un lugar de culto. Cuando lo abrí me propuse cerrar a las dos de la mañana como tope horario, con todo el mundo afuera a esa hora, incluso los empleados. ¡Y podés creer que en los 11 años que estoy acá jamás vi un tipo alcoholizado! Y no solo pasa por nosotros, sino que la gente siente un respeto por el lugar”.

–El argentino tuvo durante mucho tiempo cierto prejuicio con el mundo del whisky, ¿no?

–Lamentablemente, sí. Los whiskeros tuvimos la mala suerte de tener una sociedad machista en la que la trata de personas estaba relacionada con la palabra “whiskería”. ¡No le pusieron vinería, le pusieron justo whiskería! En esta misma sociedad machista, cuando una pareja salía, el hombre podía pedir un whisky, pero la mujer no. Esa costumbre gracias a Dios se fue perdiendo y hoy la mujer es una parte importante del mundo del whisky. Y la verdad es que bebida noble como el whisky hay pocas.

–¿Te propusiste que la colección fuera la más grande del mundo?

–Con el programa tenía el sueño de grabar en el Museo de Edimburgo, que con 3384 botellas era el más grande del mundo. Siempre pensé: “No vamos a poder grabar ahí, no voy a llegar nunca”. Estando allá, el cámara me dijo: “Por qué no te dejás de joder, ¡vamos!” Cuando llegamos y vi la colección salí en cámara llorando, prometiendo a los argentinos que en menos de cuatro años lo podíamos superar. Me faltaban 500 botellas, pero veía que las nuestras eran mejores en calidad y que las de ellos era simplemente tener un museo grande con botellas no tan caras. Hoy le llevamos 2200 botellas de diferencia, tenemos 5900 y estamos en la Argentina.

–Hace poco salió en una revista que te quisieron comprar la colección para llevarla a Dubái…

–Sí, me ofrecieron 30 millones de dólares. Además me daban una casa para que el primer año manejara todo, y un Lamborghini a elegir. Y para serte sincero: yo no soy millonario, pero no me faltan cosas. Las importantes para mí son otras, si no, no me hubiera dedicado a esto. Si bien uno tiene que generar plata para pagar sueldos y mantener todo, a mí la vida no me la va a cambiar tener una casa más grande o un auto mejor. Eso no me llena. Pongo en la balanza a mi hijo arraigado acá, a mi madre, a mis amigos, eso es impagable. Lo que me ofrecieron para ellos es un vuelto y para mí es algo que no voy a usar. ¿Vendo la colección y qué hago al día siguiente? Me levanto y hago algo que no me gusta.

–¿Se puede visitar la colección?

–Sí, es gratis. Dejamos que venga la gente, que la disfrute.

–¿Cuál es la botella más rara que tenés?

–Uf, muchísimas. Tenemos ediciones limitadas de embotelladores independientes. De 1938, de 1950. Muchas botellas de 50 años. Tengo una colección de botellas de Elvis: para comprarla tuve que vender mi auto. La más vieja es un bourbon de 1870.

–¿Cómo la conseguiste?

–Fue una locura y una casualidad. Un día se me aparece un tipo con pinta de loco en el Café de los Incas. Tenía una botella envuelta en un papel de diario y me dijo: “¿No me la querés comprar?” Me pidió 100 dólares… No sabés lo que eran 100 dólares para nosotros en esa época. ¡Mucho dinero! Y me la jugué, porque no sabía lo que estaba comprando. No era como ahora que mirás en tu teléfono y ves de qué se trata. La guardé en la colección y con los años me puse a investigar y descubrí que era una botella carísima y prácticamente inexistente. Él la tenía tirada, porque decía que era del abuelo. Andá a saber las vueltas que dio. Venía hasta con caja de madera y la llave.

–¿Cuál es la botella más cara de la colección?

–Son varias. Una Royal Salute de 50 años, un Macphail’s de 1938, un The Macallan 1950. Estas rondan los 70.000 u 80.000 dólares cada una.

–¿Hoy el whisky es una buena inversión?

–Hoy por hoy, no lo veo. Al subir el dólar oficial a 1100 pasamos de ser el país mas barato al más caro en materia de whiskies. En todo caso, lo que sí puede ser una buena inversión son los whiskies de colección, que suelen aumentar mucho.

–¿Tenés botellas en la mira que esperás encontrar en algún momento?

–Muchas. Hay como 100 que estoy siguiendo. Una de Johnnie Walker de más de 150 años, un Royal Salute de 45 años, poco conocido, que se vendió en el mercado asiático y del que no quedan muchas botellas. Pero ahora también estoy muy entusiasmado con sacar mi propio Single Malt en la Argentina, que lleva mi nombre.

–¿Dónde lo producís?

–En la destilería que tiene un íntimo amigo, Hugo Domínguez, en San Juan. Se llama Los 3 Domínguez porque trabaja junto a sus hijos. Conseguimos barricas muy buenas, de Jerez, de Bourbon, y él se encargó de elaborar un producto ahumado, un single malt, con materia prima que traemos de Escocia.

–¿A qué lugares impensados te llevó el whisky?

–Me llevó a conocer a los que eran mis ídolos. Para un nene, un ídolo es un jugador de fútbol; para mí, cada uno de los maestros destiladores que conocí eran eso, me parecían inalcanzables. De muchos de ellos llegué incluso a ser amigo. De hecho, gracias a uno de ellos, Colin Scott, ex master distiller de Chivas, es que fui invitado en 2010 al cumpleaños de la Reina Isabel. Me hicieron llegar los diplomas y todo lo que necesitaba aprender para ir allá. Hasta tuve que hacer cursos de ceremonial y protocolo. Estando allí fui nombrado Embajador del Whisky para Latinoamérica por la reina Isabel II.

–Hablemos de whisky… ¿Cómo aconsejás introducirse en este mundo? ¿Por dónde empezar?

–Muchos se acercan y me dicen “quiero empezar a tomar single malt”. Para mí lo ideal es empezar por los más básicos, de 10 o 12 años. A veces me preguntan por qué no empezar por allá [y señala los más caros expuestos en la barra del Museo]. Y yo les respondo que es un camino de ida: probás uno de esos y no retrocedés más. Ahora, la verdad es que podés empezar por donde quieras. Y no solo single malt: el Bourbon, por ejemplo, es un productazo. Lo importante es ir llevando a la gente a que aprenda de a poco.

–¿Cómo se toma el whisky?

–El whisky se toma solo, con agua, con hielo, con una bebida cola, con champagne… Ponele lo que vos quieras. Ahora, vos no sos el que impone respeto, el respeto lo impone la botella que tenés adelante. Porque si tenés una botella de 1950, ¿qué le vas a poner? ¡Lo tomás solo! Quien decide no sos vos, es la botella.

–¿Vale el consejo de ponerle un poco de agua para “abrir” aromas y sabores?

–Hay dos formas de tomarlo. Una cosa es degustar y otra cosa es tomar whisky. Porque cuando vos vas a degustar un whisky, usás la copa de degustación y a lo sumo le echás un poquito de agua (lo que cabe en una tapita de una botella de agua) para abrir aromas y sabores. Pero eso no tiene absolutamente nada que ver con el consumo, donde podés optar: el single malt en general lo tomás en copa y un blend generalmente en el vaso chato y con hielo, al estilo americano. A mí me dolió mucho ver perder tan de golpe el consumo en vaso chato, con la gente removiendo con el dedo los hielos. Eso que veía en el Café de los Incas y era parte de los argentinos. Ahora es todo más frío, con la copita, los aromas…

–¿Se exagera un poco en la descripción de las catas?

–Una vez una vez un viejo master distiller, Jim McEwan, me dijo: “¿Es whisky? Entonces sabe a whisky y tiene olor a whisky. No me vengas con el cardamomo, la frutilla, la naranja” [risas]. Hoy le encuentra cualquier cosa la gente.

–¿Vos cómo tomás el whisky?

–Si estoy acá, en el bar del Museo, es raro que me tome una medida, porque no queda bien que tome en el bar. En todo caso me voy a la oficina y tomo una copita chiquita, lo mismo que hago con una serie. Pongo un capítulo y lo veo con una copita chiquita. Ahora, cuando voy a un asado con amigos, tomo un vaso de whisky con hielo, y tomo blend, porque es lo que más les gusta a todos. El whisky es para compartir con los amigos.

–¿Va bien con las comidas?

–Es buenísimo, pero la gente confunde. Tenés que tener la copita de whisky y un vaso de agua. Y para bajar la comida tomás agua, no whisky. Marida muy bien con muchas cosas, desde mariscos hasta chocolate. Es lo mismo que el maridaje del vino, es cuestión de acostumbrarte,

–¿Cómo se guarda el whisky?

–Lo ideal es con la botella parada, a una temperatura inferior a 16° y si es a la sombra mejor, o con luz fría. En el caso nuestro, una vez cada seis meses acostamos un poquito las botellas de colección para humedecer el corcho y que no se pudra ni se seque.

–¿El whisky se evapora con el tiempo?

-Si la cápsula está mal, sí. Además, el whisky no tiene una curva ascendente en botella, no evoluciona, todo lo contrario. Sí la gente prueba un whisky que estuvo mucho tiempo en botella y dice “qué rico que está” no es porque haya mejorado en botella, sino porque los whiskies de antes eran de mejor calidad.

–¿Por qué?

–Por el faltante de whisky que hay a nivel global. Durante los años de pandemia, el mercado asiático y el americano vaciaron todo el stock que tenían. De hecho, nosotros en el Museo de Whisky batimos récord: vendimos 16.000 cajas de whisky durante el año y medio de pandemia. En Estados Unidos y en Asia vaciaron todos sus stocks internos, y cuando salieron a comprar vaciaron las destilerías, que se quedaron sin productos de edad. Por eso, si encontrás whiskies viejos, agarralos.

–¿Qué hay que tener en cuenta delante de una góndola de whiskies para guiarse?

–En cuanto a las regiones de procedencia, los de Islay son ahumados, los de Speyside son frutales, los de Highland tiene más carácter, los de Campbelltown un ahumado sutil y los de Lowland son más suaves. Sabiendo las cinco regiones no te vas a equivocar. Ahora, con un blend no podés saber, porque además en los últimos años fue cambiando su composición y su calidad.

–Y por último: ¿cuál es la botella que más valorás de tu colección?

–Una botella común de Old Parr, que era la otra que tenía mi papá y que la guardé para mi colección. Tengo un amor profundo por esa botella, me trae a la memoria esos recuerdos maravillosos que tuve junto a mi padre y a mi madre.

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