Émile Cioran. Pensador del crepúsculo europeo, fiel al resplandor de la duda

Cuando murió Émile Cioran, el 20 de junio de 1995, dejó sembrada una estela de dudas no menos extendida que el número de sus admiradores. ¿Fue realmente un hombre sombrío? ¿Fue su obra fruto de un espíritu destemplado y hostil? ¿El pesimismo que se le atribuye era auténtico o solo se trató de una impostura, como llegó a sugerir George Steiner? ¿Fue altivo, engreído? ¿Fue cínico Cioran?

Hay quienes aseguran que supo ser amigo de sus amigos y con frecuencia un espíritu propenso al humor. Simone Boué, su pareja durante más de tres décadas, recordó que Henri Michaux y Samuel Beckett lo estimaron especialmente. Gabriel Marcel, filósofo católico, “lo adoraba”, según Boué, aunque “le horrorizaba lo que escribía”.

Boué cuenta también que Cioran era aficionado a los arreglos caseros: “Le gustaba mucho hacer trabajos manuales. Solía decir que cuando empleaba sus manos existía con mayor intensidad”.

Roberto Juarroz, que solía visitarlo, me brindó de él una cálida semblanza. Se encontraban usualmente en el departamento de la Rue de l’Odeón donde el ensayista y su mujer vivieron siempre. Roger Callois había traducido al francés buena parte de la Poesía Vertical de Juarroz, pero Cioran prefería escucharla leída por su autor en castellano. “Le encantaba nuestro idioma”, recordaba Juarroz.

Patrice Ballon, en su Cioran l’hérétique, del que no conozco versión al español, asegura: “Este maestro del pesimismo contemporáneo, como lo definen sin mayor discernimiento los diccionarios, no solamente manejaba con destreza en sus escritos el humor y la ironía sino que era también en la vida diaria una de las personas más divertidas con las que uno podía encontrarse.”

II. Cioran fue un hombre de extremos. En sus años juveniles celebró el nacional-socialismo. En el Berlín de Adolf Hitler, admiró la disciplina y la pujanza alemanas. De esa identificación dio pruebas en algunos de sus primeros escritos. En Transfiguración de Rumania, publicado a los 25 años, en 1936, sentencia que solo el nazismo arrancaría a su patria del letargo en que vegetaba.

Patrice Ballon es quien mejor indagó aquella etapa rumana. Llevaba ya muchos años en Francia cuando autorizó la reedición en Bucarest de Transfiguración de Rumania. Pero en esa edición ya no figuran las páginas tenebrosas de 1936. Cioran nunca se retractó abiertamente de haberlas escrito. Puede decirse que, de hecho y con el tiempo, al condenar todos los extremismos también los repudió tácitamente. Su obra francesa posterior impugna una y otra vez los fanatismos y es constante su crítica a las ideologías. Pero nada bastó para que aquel silencio intransigente no atronara los oídos de quienes, al mismo tiempo, lo consagraron como uno de los pensadores más originales de su tiempo.

III. Hay que decir que incluso en su obra mejor meditada, el pensamiento de Cioran no perdió apego a las polarizaciones. De la exaltación totalitaria de sus inicios pasó al escepticismo radicalizado de su madurez. Él mismo lo reconoce: “Alternativamente, he adorado y execrado numerosos pueblos”. Admitirlo lo liberó de esa disposición apremiante y frustrante a la idealización. Pero no de la intransigencia.

A nada fue más reacio Cioran, en tal sentido y después de haberla idolatrado, que a la filosofía. A ella consagró su carrera universitaria y de ella se apartó como escritor. “Me alejé de la filosofía a partir del momento en que se me hizo imposible descubrir en Kant ninguna debilidad humana, ningún acento de verdadera tristeza; ni en Kant ni en ninguno de los demás filósofos. Frente a la música, la mística y la poesía, la actividad filosófica proviene de una savia disminuida y de una profundidad sospechosa que no guarda privilegios más que para los tímidos y los tibios. Por otra parte, la filosofía –inquietud impersonal, refugio de ideas anémicas– es el recurso de los que esquivan la exuberancia corruptora de la vida”. Difícilmente esta condena pueda aplicarse a Kierkegaard o a Nietzsche. Pero es cierto también que ni uno ni otro fueron, para Cioran, filósofos en la acepción clásica del término.

El autor de Historia y utopía detesta la exuberancia del discurso explicativo, el propósito de ahogar lo que la duda tiene de irreductible. A su juicio, quien se empeña en encontrarle a todo una razón suficiente, desconoce los límites del pensamiento demostrativo y, sobre todo, los imperativos de la pasión. La pasión es siempre resueltamente personal e indiferente a cualquier aspiración de universalidad. Dice de un sujeto en su singularidad. Y es ella, para Cioran, la que debe gobernar sus pronunciamientos. La vida, asegura, solo exige amor u odio, adoración o miedo y entrega plena a sus turbulencias, a su luz y a su oscuridad. Ella no consiste sino “en esa alternancia de felicidad y horror que expresa el ritmo mismo del ser, sus oscilaciones, sus disonancias, sus vehemencias amargas o alegres”. La anemia emocional es, entonces y a su juicio, el rasgo patológico del discurso filosófico. Un discurso de nadie que se propone como vocero de todos. ¡Qué distancia entre Cioran y Fichte quien, a principios del siglo XIX, escribió: “La filosofía de un hombre es el reflejo de su temperamento”!

IV. Cotejando el arte con la metafísica, Cioran lo sitúa en las antípodas del desprestigio a que lo condena Platón, si bien el autor del Fedón es para él el único filósofo clásico digno de admiración, seguramente porque en su prosa pudo más el poeta que el razonador.

Cioran insiste: la filosofía es “un oficio sin destino que llena de pensamientos voluminosos las horas neutras y vacantes, las zonas refractarias al Antiguo Testamento, a Bach y a Shakespeare. ¿Acaso esos pensamientos se han materializado en una sola página equivalente a una exclamación de Job, a un terror de Macbeth o a una cantata? El universo no se discute; se expresa. Y la filosofía no lo expresa”.

Las valoraciones estéticas de Cioran son, sin embargo, ontológicas. Remiten a la mayor o menor densidad con que la existencia se plasma en el arte. En la música, esa inscripción logra, a su entender, su mejor profundidad y su transparencia más sustantiva. En términos de intensidad, la considera aun más medular que la poesía. Bach, según él, llega más lejos que Shakespeare; no en la expresión de lo inteligible sino en la manifestación de lo indiscernible. “Las emociones sonoras brotan de los afectos incontrolables, de lo más frondoso, alejado y profundo que hay en el hombre”, acota. Y luego de afirmarlo, radicaliza su planteo: la música, en el mundo moderno, “es un fenómeno sin paralelo en ninguna tradición. ¿Dónde encontrar en otra parte el equivalente de un Monteverdi, de un Bach, de un Mozart? Gracias a ella, Occidente revela su fisonomía y alcanza su profundidad. Si bien no ha creado ni una sabiduría ni una metafísica que le fueran absolutamente propias, ni siquiera una poesía de la que pueda decirse que es incomparable, ha proyectado como contrapartida en sus producciones musicales toda su fuerza de originalidad, su sutileza, su misterio y su capacidad de lo inefable. Ha podido amar la razón hasta la perversidad; su verdadero genio, no obstante, es un genio afectivo”.

Cioran no solo resalta ese “genio afectivo”. Aspira a que la fuerza de su aliento impregne su palabra de escritor. Admitirá que es un pensador, nunca un filósofo. Precisamente porque en la filosofía ve la manifestación extrema de los abusos de la razón. Más todavía: Cioran se quiere artista antes que pensador. Su desvelo primordial: el estilo, la tonalidad de la expresión. Aspira a encontrar la belleza en la concisión. La contundencia en la brevedad. Verá en el aforismo el recurso apto para infundir a sus ideas la tensión y las sinuosidades por las que se desvive al escribir. Quiere hacer oír el silencio primordial donde culmina la palabra inspirada; esa imponderabilidad última que guarda lo real para quien se atreve a llegar hasta él. Las suyas, antes que ideas que concitan el acuerdo o la disidencia, son ideas transidas de emoción. Suyo, por eso, podría haber sido aquel verso que Fernando Pessoa puso en boca de su heterónimo Ricardo Reis: “Lo que en mí siente está pensando.”

V. Europa lo enardece. El presente en el que, a su juicio, ella se extravía y la veneración que en él despierta su pasado, se disputan su sentimiento. Ese contraste lo desgarra. Al retratar el Viejo Mundo, Cioran se muestra dividido entre la exaltación y el desaliento. Ya no solo Rumania le parece agónica. Presiente que todo el continente se encamina, en términos espirituales, hacia un porvenir oscuro. Europa dura, dice Cioran, pero ya no vive. Ha perdido centralidad. Él está persuadido: su reconstrucción, tras la Segunda Guerra Mundial, podrá ser deslumbrante pero encubre una fragilidad sustancial. Europa languidece y se desdibuja, empantanada en la inercia de un pensamiento anémico, desvitalizado. En términos de incidencia mundial, ya nada significa. Son otros los protagonistas de la hora.

Transformada en un extenso museo, a merced del incesante aluvión turístico, Europa se ampara en la evocación de su pasado y convierte en oferta comercial su perdida grandeza. Pero con ello no logra disimular su actual irrelevancia, los desaciertos de su presente. Su retórica, la publicidad edulcorada de su historia, incluso su creciente bienestar económico, no enmascaran, a ojos de Cioran, la fragilidad de su proyecto político, sus grietas, la tragedia de haberse sobrevivido a sí misma.

“No todo está perdido –escribe visionaria e irónicamente–. Quedan los bárbaros. ¿De dónde surgirán? No importa. Por el momento bástenos saber que su embestida no se hará esperar, que mientras se preparan para celebrar nuestra ruina meditan sobre los medios para poner punto final a nuestros raciocinios. (…) Marchitos, exangües, no podemos reaccionar contra la fatalidad: los agonizantes no se agremian ni se amotinan. ¿Cómo contar, pues, con el despertar, con la cólera de Europa? Su suerte y hasta sus rebeliones se decretan en otra parte. Cansada de durar, de dialogar consigo misma, es un vacío hacia el que se movilizarán pronto las estepas… Otro vacío, un vacío nuevo”.

¿Cioran nihilista? ¿Un alma corroída por la desesperanza? Cierta vez un joven escritor le endilgó esos títulos. “Me ha reprochado usted a menudo lo que llama mi ‘apetito de destrucción’. Sepa usted que yo no destruyo nada, yo anoto, anoto lo inminente, la sed de un mundo que se anula y que sobre la ruina de sus evidencias corre hacia lo insólito y lo inconmensurable”.

Fue escasa, por no decir nula, la simpatía que por la obra de Cioran sintió George Steiner. Pero es innegable que comparte con ella dos de sus convicciones básicas. Una sobre la música como manifestación suprema del genio occidental; la otra, sobre la decadencia de Europa consumada en el siglo XX. En él, afirma Steiner, Europa se suicidó en dos guerras mundiales. “Dos guerras mundiales que fueron en realidad dos guerras civiles europeas. […] Europa occidental y el occidente de Rusia se convirtieron en la casa de la muerte, en el escenario de una brutalidad sin precedentes, ya sea la de Auschwitz, ya la de Gulag. (…) Se calcula que un centenar de millones de hombres, mujeres y niños perecieron a causa de la guerra, la hambruna, la deportación, la limpieza étnica. (…) A la luz –¿no deberíamos decir “a la oscuridad”?– de estos hechos, la creencia en el final de la idea de Europa es casi una obligación moral. ¿Con qué derecho habríamos de sobrevivir a nuestra inhumanidad suicida?”.

VI. Del derrumbe de la metafísica y de la ruina de las ideologías posteriores a ella emerge “otra respuesta a la hecatombe consistente en un nuevo tipo de quehacer filosófico: personal (incluso autobiográfico), aforístico, lírico, antisistemático”. Tal el parecer de Susan Sontag, a mediados del siglo pasado. Y Cioran es para ella su voz más inspirada.

¿De qué se trata ahora? De imponer al racionalismo un largo y merecido mutismo. “Lo que cuenta son nuestras sensaciones y sus virtudes”.

Reiterémoslo: Cioran denuncia la asfixia sufrida por la emoción personal a manos del despotismo de lo abstracto y los mandamientos del silogismo; hipertrofia de la subjetividad a su juicio desencadenada por Aristóteles. El arrasamiento de la sensibilidad europea, entiende Cioran, no llegó a consumarse gracias al amparo que ella encontró en la música y, secundando a la música, en la poesía. Por lo demás, Europa, en el siglo XX, naufraga en un océano discursivo sin sustancia existencial. Reducir el problema de la verdad a las propuestas del entendimiento científico, exaltar el ideal positivista mediante la devoción al Principio de no contradicción, equivale a confundir los aportes de una lectura y un procedimiento analítico con la domesticación de lo inasible y una comprensión estrecha de la vida espiritual. Para el ensayista, no se trata más que de una claudicación ante lo inagotable, rasgo eminente de lo real.

VII. A Cioran le importa –y solo le importa– el hombre que, sabiéndose uno por una única vez, consagra su palabra al asombro y al tormento de su finitud. Lo indecible, asegura, no está contemplado por los devotos de la abstracción. En el apego a las generalizaciones se ha volatilizado el perfil más íntimo del hombre europeo.

Por supuesto, hay excepciones. Lo esencial sobrevive en unos pocos. Cuando de veras alguien se da a conocer, se proyecta en lo que dice habitado por lo imponderable, por esa insinuación última del ser que excede todo lenguaje, que se deja advertir pero no atrapar en la palabra. En suma, el hombre que a Cioran le importa es capaz de llevar a su palabra el efecto que en su conciencia imprime esa imponderabilidad y hace de él un desconocido que se reconoce como tal.

Replegarse, eludir el desborde verbal, reaccionar mediante la máxima concisión contra el aluvión discursivo en el que Occidente ha sepultado su originaria perplejidad filosófica. Esta y no otra es, a juicio de Cioran, la responsabilidad del escritor de nuestro tiempo. Por lo demás, la fuente primordial en la que Cioran nutre la fortaleza de esa convicción es –se ha dicho–, la música; sentido liberado de todo significado, como supo Agustín de Hipona. La música y solo ella, y ante todo la de Bach. Cioran, entiende Steiner, “experimenta en sus oratorios y cantatas, en su música de cámara, una llamada a la resistencia, una suerte de resurrección”.

Esa resistencia palpita en sus escritos. Cioran infunde al ensayo francés una elocuencia y una fuerza temperamental innovadoras. La intensidad con que se expresa, la paciencia artesanal (lo sabemos por lo asentado en sus Cuadernos) con que construye sus textos, eluden siempre las celadas de la ostentación verbal y prueban lo decisivo: que la contundencia de su vocación literaria pudo más en él que cualquiera de sus argumentos en favor del llamado a silenciarse. O mejor: que nada potenció tanto su valoración del silencio como el talento expresivo con que supo asomarse a él.

Cioran fue extranjero en todas partes. Ni qué decir en su Rumania natal. Solo encontró amparo en la lengua francesa. Ella fue su hogar, su asilo, su consuelo. El cincel con que modeló su desolación y su contento. Cioran, pensador del crepúsculo europeo, heredero cabal de Montaigne, de Nietzsche, de Pascal, así se pronuncia sobre el tiempo en que vivió: “En el apogeo se procrean valores, en el crepúsculo, gastados y deshechos, son abolidos. Fascinación de la decadencia, épocas en que las verdades ya no tienen vida, en las que se amontonan como esqueletos en el alma pensativa y seca, en el osario de los sueños […]. Recuérdese la frase de Flaubert: ‘Soy un místico y no creo en nada’. Veo en ella el adagio de nuestro tiempo, de un tiempo infinitamente intenso y sin sustancia”.

Quien bien conoce, mejor desconoce, advierte Tomás de Aquino. Cioran orientó el alcance de esa proposición hacia la impotencia: “El verdadero saber se reduce a la vigilia en las tinieblas”. Lo que suele llamarse verdad “es un error insuficientemente vivido”.

Estar en lo cierto, acallar la duda, ahogar el desconcierto. Tales son los imperativos de la vida ordinaria. “Las mentes humanas necesitan una verdad sencilla, una respuesta que las libere de sus interrogantes, un evangelio, una tumba”. Se trata, en esencia, de encontrar amparo ante la embestida del enigma irreductible que encierra el hecho de existir. “Ser supera el entendimiento, ser da miedo”, escribe Cioran.

Cioran, el Cioran que importa, es el que se convierte, tras su etapa rumana, en un exiliado de lo inequívoco. Harto de las promesas redentoras, de la ceguera dogmática, enfrentado al reduccionismo en el que incurren las ideologías, se vuelve contra sí mismo como un creyente finalmente hastiado por los desencantos sucesivos que le impone su empecinado apego a la fe. Lo gana entonces para su causa el resplandor inagotable de la duda. El acento de su palabra pasa a ser el de un agnóstico. Se burla de la consistencia que se arrogan los prejuicios, lo unánime, las creencias que reclaman subordinación. Como un náufrago a su madero, se aferra Cioran a su incredulidad. “Este hombre que no cree en nada – recuerda Fernando Savater– tiene la pasión de la escritura.” Cierto. Su imaginación verbal es inagotable. Lo constituye y lo nutre. Cioran pertenece, como estilista, a la familia de los poetas del pensamiento. En Cioran, la certeza se ha quedado sin porvenir. Los procedimientos que emplea su prosa escenifican el tormento de una sensibilidad que solo ha encontrado sustento en la creación. Nietzsche escapa a la desesperación alentando un ideal: el del superhombre. En Cioran no hay ideales. Sí, un consuelo infinito: la música de Bach.

Cuando murió Émile Cioran, el 20 de junio de 1995, dejó sembrada una estela de dudas no menos extendida que el número de sus admiradores. ¿Fue realmente un hombre sombrío? ¿Fue su obra fruto de un espíritu destemplado y hostil? ¿El pesimismo que se le atribuye era auténtico o solo se trató de una impostura, como llegó a sugerir George Steiner? ¿Fue altivo, engreído? ¿Fue cínico Cioran?

Hay quienes aseguran que supo ser amigo de sus amigos y con frecuencia un espíritu propenso al humor. Simone Boué, su pareja durante más de tres décadas, recordó que Henri Michaux y Samuel Beckett lo estimaron especialmente. Gabriel Marcel, filósofo católico, “lo adoraba”, según Boué, aunque “le horrorizaba lo que escribía”.

Boué cuenta también que Cioran era aficionado a los arreglos caseros: “Le gustaba mucho hacer trabajos manuales. Solía decir que cuando empleaba sus manos existía con mayor intensidad”.

Roberto Juarroz, que solía visitarlo, me brindó de él una cálida semblanza. Se encontraban usualmente en el departamento de la Rue de l’Odeón donde el ensayista y su mujer vivieron siempre. Roger Callois había traducido al francés buena parte de la Poesía Vertical de Juarroz, pero Cioran prefería escucharla leída por su autor en castellano. “Le encantaba nuestro idioma”, recordaba Juarroz.

Patrice Ballon, en su Cioran l’hérétique, del que no conozco versión al español, asegura: “Este maestro del pesimismo contemporáneo, como lo definen sin mayor discernimiento los diccionarios, no solamente manejaba con destreza en sus escritos el humor y la ironía sino que era también en la vida diaria una de las personas más divertidas con las que uno podía encontrarse.”

II. Cioran fue un hombre de extremos. En sus años juveniles celebró el nacional-socialismo. En el Berlín de Adolf Hitler, admiró la disciplina y la pujanza alemanas. De esa identificación dio pruebas en algunos de sus primeros escritos. En Transfiguración de Rumania, publicado a los 25 años, en 1936, sentencia que solo el nazismo arrancaría a su patria del letargo en que vegetaba.

Patrice Ballon es quien mejor indagó aquella etapa rumana. Llevaba ya muchos años en Francia cuando autorizó la reedición en Bucarest de Transfiguración de Rumania. Pero en esa edición ya no figuran las páginas tenebrosas de 1936. Cioran nunca se retractó abiertamente de haberlas escrito. Puede decirse que, de hecho y con el tiempo, al condenar todos los extremismos también los repudió tácitamente. Su obra francesa posterior impugna una y otra vez los fanatismos y es constante su crítica a las ideologías. Pero nada bastó para que aquel silencio intransigente no atronara los oídos de quienes, al mismo tiempo, lo consagraron como uno de los pensadores más originales de su tiempo.

III. Hay que decir que incluso en su obra mejor meditada, el pensamiento de Cioran no perdió apego a las polarizaciones. De la exaltación totalitaria de sus inicios pasó al escepticismo radicalizado de su madurez. Él mismo lo reconoce: “Alternativamente, he adorado y execrado numerosos pueblos”. Admitirlo lo liberó de esa disposición apremiante y frustrante a la idealización. Pero no de la intransigencia.

A nada fue más reacio Cioran, en tal sentido y después de haberla idolatrado, que a la filosofía. A ella consagró su carrera universitaria y de ella se apartó como escritor. “Me alejé de la filosofía a partir del momento en que se me hizo imposible descubrir en Kant ninguna debilidad humana, ningún acento de verdadera tristeza; ni en Kant ni en ninguno de los demás filósofos. Frente a la música, la mística y la poesía, la actividad filosófica proviene de una savia disminuida y de una profundidad sospechosa que no guarda privilegios más que para los tímidos y los tibios. Por otra parte, la filosofía –inquietud impersonal, refugio de ideas anémicas– es el recurso de los que esquivan la exuberancia corruptora de la vida”. Difícilmente esta condena pueda aplicarse a Kierkegaard o a Nietzsche. Pero es cierto también que ni uno ni otro fueron, para Cioran, filósofos en la acepción clásica del término.

El autor de Historia y utopía detesta la exuberancia del discurso explicativo, el propósito de ahogar lo que la duda tiene de irreductible. A su juicio, quien se empeña en encontrarle a todo una razón suficiente, desconoce los límites del pensamiento demostrativo y, sobre todo, los imperativos de la pasión. La pasión es siempre resueltamente personal e indiferente a cualquier aspiración de universalidad. Dice de un sujeto en su singularidad. Y es ella, para Cioran, la que debe gobernar sus pronunciamientos. La vida, asegura, solo exige amor u odio, adoración o miedo y entrega plena a sus turbulencias, a su luz y a su oscuridad. Ella no consiste sino “en esa alternancia de felicidad y horror que expresa el ritmo mismo del ser, sus oscilaciones, sus disonancias, sus vehemencias amargas o alegres”. La anemia emocional es, entonces y a su juicio, el rasgo patológico del discurso filosófico. Un discurso de nadie que se propone como vocero de todos. ¡Qué distancia entre Cioran y Fichte quien, a principios del siglo XIX, escribió: “La filosofía de un hombre es el reflejo de su temperamento”!

IV. Cotejando el arte con la metafísica, Cioran lo sitúa en las antípodas del desprestigio a que lo condena Platón, si bien el autor del Fedón es para él el único filósofo clásico digno de admiración, seguramente porque en su prosa pudo más el poeta que el razonador.

Cioran insiste: la filosofía es “un oficio sin destino que llena de pensamientos voluminosos las horas neutras y vacantes, las zonas refractarias al Antiguo Testamento, a Bach y a Shakespeare. ¿Acaso esos pensamientos se han materializado en una sola página equivalente a una exclamación de Job, a un terror de Macbeth o a una cantata? El universo no se discute; se expresa. Y la filosofía no lo expresa”.

Las valoraciones estéticas de Cioran son, sin embargo, ontológicas. Remiten a la mayor o menor densidad con que la existencia se plasma en el arte. En la música, esa inscripción logra, a su entender, su mejor profundidad y su transparencia más sustantiva. En términos de intensidad, la considera aun más medular que la poesía. Bach, según él, llega más lejos que Shakespeare; no en la expresión de lo inteligible sino en la manifestación de lo indiscernible. “Las emociones sonoras brotan de los afectos incontrolables, de lo más frondoso, alejado y profundo que hay en el hombre”, acota. Y luego de afirmarlo, radicaliza su planteo: la música, en el mundo moderno, “es un fenómeno sin paralelo en ninguna tradición. ¿Dónde encontrar en otra parte el equivalente de un Monteverdi, de un Bach, de un Mozart? Gracias a ella, Occidente revela su fisonomía y alcanza su profundidad. Si bien no ha creado ni una sabiduría ni una metafísica que le fueran absolutamente propias, ni siquiera una poesía de la que pueda decirse que es incomparable, ha proyectado como contrapartida en sus producciones musicales toda su fuerza de originalidad, su sutileza, su misterio y su capacidad de lo inefable. Ha podido amar la razón hasta la perversidad; su verdadero genio, no obstante, es un genio afectivo”.

Cioran no solo resalta ese “genio afectivo”. Aspira a que la fuerza de su aliento impregne su palabra de escritor. Admitirá que es un pensador, nunca un filósofo. Precisamente porque en la filosofía ve la manifestación extrema de los abusos de la razón. Más todavía: Cioran se quiere artista antes que pensador. Su desvelo primordial: el estilo, la tonalidad de la expresión. Aspira a encontrar la belleza en la concisión. La contundencia en la brevedad. Verá en el aforismo el recurso apto para infundir a sus ideas la tensión y las sinuosidades por las que se desvive al escribir. Quiere hacer oír el silencio primordial donde culmina la palabra inspirada; esa imponderabilidad última que guarda lo real para quien se atreve a llegar hasta él. Las suyas, antes que ideas que concitan el acuerdo o la disidencia, son ideas transidas de emoción. Suyo, por eso, podría haber sido aquel verso que Fernando Pessoa puso en boca de su heterónimo Ricardo Reis: “Lo que en mí siente está pensando.”

V. Europa lo enardece. El presente en el que, a su juicio, ella se extravía y la veneración que en él despierta su pasado, se disputan su sentimiento. Ese contraste lo desgarra. Al retratar el Viejo Mundo, Cioran se muestra dividido entre la exaltación y el desaliento. Ya no solo Rumania le parece agónica. Presiente que todo el continente se encamina, en términos espirituales, hacia un porvenir oscuro. Europa dura, dice Cioran, pero ya no vive. Ha perdido centralidad. Él está persuadido: su reconstrucción, tras la Segunda Guerra Mundial, podrá ser deslumbrante pero encubre una fragilidad sustancial. Europa languidece y se desdibuja, empantanada en la inercia de un pensamiento anémico, desvitalizado. En términos de incidencia mundial, ya nada significa. Son otros los protagonistas de la hora.

Transformada en un extenso museo, a merced del incesante aluvión turístico, Europa se ampara en la evocación de su pasado y convierte en oferta comercial su perdida grandeza. Pero con ello no logra disimular su actual irrelevancia, los desaciertos de su presente. Su retórica, la publicidad edulcorada de su historia, incluso su creciente bienestar económico, no enmascaran, a ojos de Cioran, la fragilidad de su proyecto político, sus grietas, la tragedia de haberse sobrevivido a sí misma.

“No todo está perdido –escribe visionaria e irónicamente–. Quedan los bárbaros. ¿De dónde surgirán? No importa. Por el momento bástenos saber que su embestida no se hará esperar, que mientras se preparan para celebrar nuestra ruina meditan sobre los medios para poner punto final a nuestros raciocinios. (…) Marchitos, exangües, no podemos reaccionar contra la fatalidad: los agonizantes no se agremian ni se amotinan. ¿Cómo contar, pues, con el despertar, con la cólera de Europa? Su suerte y hasta sus rebeliones se decretan en otra parte. Cansada de durar, de dialogar consigo misma, es un vacío hacia el que se movilizarán pronto las estepas… Otro vacío, un vacío nuevo”.

¿Cioran nihilista? ¿Un alma corroída por la desesperanza? Cierta vez un joven escritor le endilgó esos títulos. “Me ha reprochado usted a menudo lo que llama mi ‘apetito de destrucción’. Sepa usted que yo no destruyo nada, yo anoto, anoto lo inminente, la sed de un mundo que se anula y que sobre la ruina de sus evidencias corre hacia lo insólito y lo inconmensurable”.

Fue escasa, por no decir nula, la simpatía que por la obra de Cioran sintió George Steiner. Pero es innegable que comparte con ella dos de sus convicciones básicas. Una sobre la música como manifestación suprema del genio occidental; la otra, sobre la decadencia de Europa consumada en el siglo XX. En él, afirma Steiner, Europa se suicidó en dos guerras mundiales. “Dos guerras mundiales que fueron en realidad dos guerras civiles europeas. […] Europa occidental y el occidente de Rusia se convirtieron en la casa de la muerte, en el escenario de una brutalidad sin precedentes, ya sea la de Auschwitz, ya la de Gulag. (…) Se calcula que un centenar de millones de hombres, mujeres y niños perecieron a causa de la guerra, la hambruna, la deportación, la limpieza étnica. (…) A la luz –¿no deberíamos decir “a la oscuridad”?– de estos hechos, la creencia en el final de la idea de Europa es casi una obligación moral. ¿Con qué derecho habríamos de sobrevivir a nuestra inhumanidad suicida?”.

VI. Del derrumbe de la metafísica y de la ruina de las ideologías posteriores a ella emerge “otra respuesta a la hecatombe consistente en un nuevo tipo de quehacer filosófico: personal (incluso autobiográfico), aforístico, lírico, antisistemático”. Tal el parecer de Susan Sontag, a mediados del siglo pasado. Y Cioran es para ella su voz más inspirada.

¿De qué se trata ahora? De imponer al racionalismo un largo y merecido mutismo. “Lo que cuenta son nuestras sensaciones y sus virtudes”.

Reiterémoslo: Cioran denuncia la asfixia sufrida por la emoción personal a manos del despotismo de lo abstracto y los mandamientos del silogismo; hipertrofia de la subjetividad a su juicio desencadenada por Aristóteles. El arrasamiento de la sensibilidad europea, entiende Cioran, no llegó a consumarse gracias al amparo que ella encontró en la música y, secundando a la música, en la poesía. Por lo demás, Europa, en el siglo XX, naufraga en un océano discursivo sin sustancia existencial. Reducir el problema de la verdad a las propuestas del entendimiento científico, exaltar el ideal positivista mediante la devoción al Principio de no contradicción, equivale a confundir los aportes de una lectura y un procedimiento analítico con la domesticación de lo inasible y una comprensión estrecha de la vida espiritual. Para el ensayista, no se trata más que de una claudicación ante lo inagotable, rasgo eminente de lo real.

VII. A Cioran le importa –y solo le importa– el hombre que, sabiéndose uno por una única vez, consagra su palabra al asombro y al tormento de su finitud. Lo indecible, asegura, no está contemplado por los devotos de la abstracción. En el apego a las generalizaciones se ha volatilizado el perfil más íntimo del hombre europeo.

Por supuesto, hay excepciones. Lo esencial sobrevive en unos pocos. Cuando de veras alguien se da a conocer, se proyecta en lo que dice habitado por lo imponderable, por esa insinuación última del ser que excede todo lenguaje, que se deja advertir pero no atrapar en la palabra. En suma, el hombre que a Cioran le importa es capaz de llevar a su palabra el efecto que en su conciencia imprime esa imponderabilidad y hace de él un desconocido que se reconoce como tal.

Replegarse, eludir el desborde verbal, reaccionar mediante la máxima concisión contra el aluvión discursivo en el que Occidente ha sepultado su originaria perplejidad filosófica. Esta y no otra es, a juicio de Cioran, la responsabilidad del escritor de nuestro tiempo. Por lo demás, la fuente primordial en la que Cioran nutre la fortaleza de esa convicción es –se ha dicho–, la música; sentido liberado de todo significado, como supo Agustín de Hipona. La música y solo ella, y ante todo la de Bach. Cioran, entiende Steiner, “experimenta en sus oratorios y cantatas, en su música de cámara, una llamada a la resistencia, una suerte de resurrección”.

Esa resistencia palpita en sus escritos. Cioran infunde al ensayo francés una elocuencia y una fuerza temperamental innovadoras. La intensidad con que se expresa, la paciencia artesanal (lo sabemos por lo asentado en sus Cuadernos) con que construye sus textos, eluden siempre las celadas de la ostentación verbal y prueban lo decisivo: que la contundencia de su vocación literaria pudo más en él que cualquiera de sus argumentos en favor del llamado a silenciarse. O mejor: que nada potenció tanto su valoración del silencio como el talento expresivo con que supo asomarse a él.

Cioran fue extranjero en todas partes. Ni qué decir en su Rumania natal. Solo encontró amparo en la lengua francesa. Ella fue su hogar, su asilo, su consuelo. El cincel con que modeló su desolación y su contento. Cioran, pensador del crepúsculo europeo, heredero cabal de Montaigne, de Nietzsche, de Pascal, así se pronuncia sobre el tiempo en que vivió: “En el apogeo se procrean valores, en el crepúsculo, gastados y deshechos, son abolidos. Fascinación de la decadencia, épocas en que las verdades ya no tienen vida, en las que se amontonan como esqueletos en el alma pensativa y seca, en el osario de los sueños […]. Recuérdese la frase de Flaubert: ‘Soy un místico y no creo en nada’. Veo en ella el adagio de nuestro tiempo, de un tiempo infinitamente intenso y sin sustancia”.

Quien bien conoce, mejor desconoce, advierte Tomás de Aquino. Cioran orientó el alcance de esa proposición hacia la impotencia: “El verdadero saber se reduce a la vigilia en las tinieblas”. Lo que suele llamarse verdad “es un error insuficientemente vivido”.

Estar en lo cierto, acallar la duda, ahogar el desconcierto. Tales son los imperativos de la vida ordinaria. “Las mentes humanas necesitan una verdad sencilla, una respuesta que las libere de sus interrogantes, un evangelio, una tumba”. Se trata, en esencia, de encontrar amparo ante la embestida del enigma irreductible que encierra el hecho de existir. “Ser supera el entendimiento, ser da miedo”, escribe Cioran.

Cioran, el Cioran que importa, es el que se convierte, tras su etapa rumana, en un exiliado de lo inequívoco. Harto de las promesas redentoras, de la ceguera dogmática, enfrentado al reduccionismo en el que incurren las ideologías, se vuelve contra sí mismo como un creyente finalmente hastiado por los desencantos sucesivos que le impone su empecinado apego a la fe. Lo gana entonces para su causa el resplandor inagotable de la duda. El acento de su palabra pasa a ser el de un agnóstico. Se burla de la consistencia que se arrogan los prejuicios, lo unánime, las creencias que reclaman subordinación. Como un náufrago a su madero, se aferra Cioran a su incredulidad. “Este hombre que no cree en nada – recuerda Fernando Savater– tiene la pasión de la escritura.” Cierto. Su imaginación verbal es inagotable. Lo constituye y lo nutre. Cioran pertenece, como estilista, a la familia de los poetas del pensamiento. En Cioran, la certeza se ha quedado sin porvenir. Los procedimientos que emplea su prosa escenifican el tormento de una sensibilidad que solo ha encontrado sustento en la creación. Nietzsche escapa a la desesperación alentando un ideal: el del superhombre. En Cioran no hay ideales. Sí, un consuelo infinito: la música de Bach.

 A treinta años de su fallecimiento, la obra del escritor rumano que hizo del aforismo una marca de estilo no
ha perdido su intensidad y cobra una inusitada vigencia  Read More