Hace un año y medio la Argentina estaba camino a una implosión económica y social que dejó el 50% de pobreza, pérdida de empleos formales, bancarrota del sistema jubilatorio, abandono escolar y crisis familiares. El verdadero desafío es develar las causas y no solamente poner una lupa sobre las consecuencias que aún subsisten.
Ahora que la inflación parece subyugada, varios gobernadores reclaman porque la reactivación es más lenta de lo estimado. Recuerdan a Roberto Fernández, aquel líder de la UTA que pedía “darle a la maquinita, encender la economía y después devaluar”. Pero ahora no hay maquinita y los recursos tienen que ser genuinos. Y, para lograrlos, se debe reconstruir una reputación perdida hace décadas y que el peronismo insiste en demoler.
En algo aciertan los mandatarios: no basta con bajar la inflación. Es necesario crecer y eso solo ocurrirá cuando la mayor inversión multiplique el esfuerzo del trabajo. Eso se llama productividad. Sin ingreso de capitales no mejorará el empleo ni se sustentarán los montos jubilatorios ni podrán financiarse obras públicas ni crecerán los ingresos familiares. Por más que se rasque el fondo de la lata, no habrá más bienestar si no se la llena con dineros que, quienes los tienen, dudan en poner.
Todo ello está vinculado a la política y no a la economía. El riesgo país no es una ecuación técnica para especialistas. Indica cuanto miedo a invertir en nuestro país sienten quienes podrían hacerlo. El promedio regional es de 400 y el de Argentina, superior a 700. Sin acceso a los mercados internacionales de crédito ni el Gobierno puede aligerar sus premuras financieras ni las empresas incrementar su capital de trabajo para producir más, recomponer inventarios y emplear más personal.
La Argentina tiene, desde hace mucho, los incentivos mal alineados. Sus habitantes hemos aprendido que para subsistir o prosperar, más que estudiar y esforzarse, hay que estar cerca del poder con redoblantes o con lobistas, para ventajas pequeñas o enormes ganancias. Cerca de las empresas públicas, de los bancos oficiales, de los ministerios, de las gobernaciones, de las intendencias. Si fuese posible observar la circulación de la riqueza creada en la Argentina, como lo hicieron William Harvey y Miguel Servet respecto de la sangre en el cuerpo humano, menuda sorpresa nos llevaríamos y quizás, al igual que al español Servet, sería quemado en la hoguera quien develase el mayor secreto de nuestro “ser nacional”. Esperemos no sea el destino del eficiente ministro Federico Sturzenegger si sigue metiendo su nariz donde sí debe.
La solución no es darle a la maquinita ni recurrir a nuevos impuestos para hacer asistencialismo
En esa intrincada red de cañerías advertiríamos múltiples esclusas y derivaciones, diques y embalses, desvíos y canales, zanjas, pantanos y albúferas. Al final del circuito reclamaríamos, como la provincia de La Pampa respecto del río Atuel: “Al final, de agua no queda nada”. Todos esos serpenteos del cauce original tuercen los recursos quitándolos a quienes deberían recibirlos para que el país crezca. Por los malos incentivos, el esfuerzo nacional se reparte de forma irracional, retribuyendo a quienes no generan un valor equiparable a lo que se llevan. Y eso, los inversores lo observan.
Se suele sostener que los argentinos tienen 400.000 millones de dólares de fondos fuera del sistema bancario local sin deseo de ingresarlos. Y ni qué hablar de los extranjeros que buscan oportunidades en la región. Ocurre que nadie quiere poner ahorros propios o de terceros para alimentar a quienes, en nuestro país, se embolsan los peculios ajenos sin creación equivalente de riqueza. Y, mientras esa situación subsista, continuará el “riesgo país”. La excepción es el RIGI, pero esos grandes proyectos no tendrán impacto inmediato sobre el nivel de vida, como lo reclaman los impacientes.
La Argentina es considerada de altísimo riesgo, con nueve defaults a cuestas (incluyendo el mayor de la historia), dos hiperinflaciones y por su arbitraria “pesificación asimétrica”, incumplimiento de contratos, congelación de tarifas, incautación de fondos de pensión, confiscación irregular de YPF, cepo cambiario salvo para amigos, manipulación de índices, prohibición de exportaciones, etcétera. Además de la corrupción desvergonzada en todos los niveles del Estado durante el kirchnerismo. Por eso continuamos siendo un país marginal (standalone o “arréglatelas solo”) según el índice MSCI (Morgan Stanley Capital International) como Zimbabwe, Nigeria o Palestina. ¿Con qué cara se reclaman aumentos de jubilaciones, de obras públicas o del empleo regular si somos los peores de la clase?
La Argentina podría ser uno de los países con mayor PBI per cápita de la tierra, pero sus propios consensos colectivos lo han impedido. Si los jubilados cobran una miseria, si hay reclamos en los hospitales, si los policías ganan mucho menos que los ladrones, si buenos maestros no llegan a fin de mes y la plata no alcanza ni para la clase media, la solución no es darle a la maquinita ni recurrir a nuevos impuestos para hacer asistencialismo. Se debe corregir su armazón estructural para aumentar la productividad. El resto, son palabras y blablabla de políticos para evitar cambios.
La solución es alinear incentivos, eliminando desvíos de riqueza para que se retribuya a quienes crean valor genuino y no a quienes imponen costos gravosos en nombre del gorro frigio o del valor agregado. Valor genuino no significa solo dar empleo, ocupar territorio o procesar materias primas locales, sino precio y calidad para competir frente a productos extranjeros. O, si fueren servicios, proporcionarlos baratos a los primeros.
No basta con culpar a la corrupción. Ya sabemos qué ocurrió durante el kirchnerismo, con sus falsas obras públicas, los hoteles, los bolsos, los subsidios al transporte, la causa Ciccone y un larguísimo etcétera. Hay que eliminar muchas otras deformaciones que se toman como naturales y no lo son. No es posible que los sindicatos manejen las obras sociales que recaudan cifras inmensas y no son auditadas. Que los tribunales laborales sean fábricas para la industria del juicio. Que los convenios colectivos establezcan tributos con la sola homologación ministerial. O que el sistema jubilatorio se deba sostener con una proporción de 1.5 aportantes por cada pasivo, en lugar de cuatro a uno.
La economía debería ser abierta, con un arancel único y bajo, sin barreras regulatorias ni mercados cautivos e integrando áreas de libre comercio a pesar del Mercosur. Los impuestos nacionales, provinciales y las tasas municipales no deben convalidar gastos que la producción no puede soportar, sino a la inversa.
Si la apertura económica hace peligrar industrias que reclaman nivelar la cancha y reducir el costo argentino, eso es lo que se debe hacer. Cada gasto estatal es un ingreso para algún sector que reclamará por sus derechos, por el empleo o por alguna variante de la palabra soberanía. Además de los funcionarios nacionales, son los gobernadores quienes mejor saben de ello. Es cierto que se encargan de la educación, la salud, la seguridad y la asistencia social. Pero detrás de esos servicios esenciales hay organismos redundantes, clientelismo, sobrefacturación y politiquería.
En el Consejo Federal de Inversiones (CFI) las provincias deberían acordar prohibir las agremiaciones compulsivas de profesionales y sus aranceles de orden público que desfondan sus arcas con pleitos, dictámenes, certificaciones y mensuras. Y que engrosan las cajas de consejos y colegios para solaz de financistas amigos, que saben agradecer. Un tradicional connubio entre políticos y profesionales, pues se superponen unos y otros. También deberían reformar los estatutos docentes para eliminar licencias abusivas y expurgar de privilegios las jubilaciones locales.
Y si realmente se quiere una Argentina que eduque, cure y prospere, debe ponerse sobre el tapete la propuesta de Martín Redrado de regionalizar el país, eliminando legislaturas, útiles para roscas y acomodos. Cada provincia podría mantener su identidad histórica y sus gobernadores, pero con órganos colectivos regionales. Tampoco tienen sentido los 72 senadores nacionales del pacto de Olivos, pues no mejoran la función legislativa, sino más bien todo lo contrario. Esos cambios implicarán trabajosas reformas constitucionales, pero su solo anuncio sería un fuerte mensaje para recrear confianza.
La Argentina no es viable sin una drástica baja de costos, con una redefinición de las funciones del Estado con “base cero” y supresión de los bolsones de privilegio. De allí las reformas jubilatoria, laboral y fiscal pendientes, que requieren mayorías parlamentarias. Todavía no se han logrado y, por ahora, prevalecen los obstáculos peronistas en las bancas y en las calles, con la esperanza del fracaso colectivo bajo las consignas de “esto se cae” y “vamos a volver”. Y eso, los inversores lo escuchan.
Las reformas estructurales exigen tiempo. Grecia resurgió convirtiéndose en un “tigre del crecimiento europeo” después de siete años de dura continencia (2011-2018) y de varias huelgas generales. También Portugal sufrió la crisis de 2007 y estuvo a punto de salir del euro. Recurrió al rescate del FMI y de la UE, aplicó reformas estructurales y recortes de gasto público, enfrentando paros y reclamos durante cuatro años. Ello le permitió alcanzar el grado de inversión, la recuperación del empleo y una reactivación sorprendente gracias a su disciplina fiscal y por mantenerse en la eurozona.
Las consultoras observan la contradicción entre el récord de viajes al exterior y la cantidad de familias a quienes no les alcanza para vivir. Eso es el resultado de un país dividido a fuerza de populismos, dejando en el fondo de la olla a quienes no tienen ventajas estatales ni educación para progresar ni ahorros para subsistir. Como Grecia o como Portugal, se deben introducir reformas de fondo, duraderas y consensuadas para recomponer nuestra reputación y recuperar el crédito. En pocos meses se sabrá qué modelo de país preferimos los argentinos. Hasta entonces, no habrá plata.
Hace un año y medio la Argentina estaba camino a una implosión económica y social que dejó el 50% de pobreza, pérdida de empleos formales, bancarrota del sistema jubilatorio, abandono escolar y crisis familiares. El verdadero desafío es develar las causas y no solamente poner una lupa sobre las consecuencias que aún subsisten.
Ahora que la inflación parece subyugada, varios gobernadores reclaman porque la reactivación es más lenta de lo estimado. Recuerdan a Roberto Fernández, aquel líder de la UTA que pedía “darle a la maquinita, encender la economía y después devaluar”. Pero ahora no hay maquinita y los recursos tienen que ser genuinos. Y, para lograrlos, se debe reconstruir una reputación perdida hace décadas y que el peronismo insiste en demoler.
En algo aciertan los mandatarios: no basta con bajar la inflación. Es necesario crecer y eso solo ocurrirá cuando la mayor inversión multiplique el esfuerzo del trabajo. Eso se llama productividad. Sin ingreso de capitales no mejorará el empleo ni se sustentarán los montos jubilatorios ni podrán financiarse obras públicas ni crecerán los ingresos familiares. Por más que se rasque el fondo de la lata, no habrá más bienestar si no se la llena con dineros que, quienes los tienen, dudan en poner.
Todo ello está vinculado a la política y no a la economía. El riesgo país no es una ecuación técnica para especialistas. Indica cuanto miedo a invertir en nuestro país sienten quienes podrían hacerlo. El promedio regional es de 400 y el de Argentina, superior a 700. Sin acceso a los mercados internacionales de crédito ni el Gobierno puede aligerar sus premuras financieras ni las empresas incrementar su capital de trabajo para producir más, recomponer inventarios y emplear más personal.
La Argentina tiene, desde hace mucho, los incentivos mal alineados. Sus habitantes hemos aprendido que para subsistir o prosperar, más que estudiar y esforzarse, hay que estar cerca del poder con redoblantes o con lobistas, para ventajas pequeñas o enormes ganancias. Cerca de las empresas públicas, de los bancos oficiales, de los ministerios, de las gobernaciones, de las intendencias. Si fuese posible observar la circulación de la riqueza creada en la Argentina, como lo hicieron William Harvey y Miguel Servet respecto de la sangre en el cuerpo humano, menuda sorpresa nos llevaríamos y quizás, al igual que al español Servet, sería quemado en la hoguera quien develase el mayor secreto de nuestro “ser nacional”. Esperemos no sea el destino del eficiente ministro Federico Sturzenegger si sigue metiendo su nariz donde sí debe.
La solución no es darle a la maquinita ni recurrir a nuevos impuestos para hacer asistencialismo
En esa intrincada red de cañerías advertiríamos múltiples esclusas y derivaciones, diques y embalses, desvíos y canales, zanjas, pantanos y albúferas. Al final del circuito reclamaríamos, como la provincia de La Pampa respecto del río Atuel: “Al final, de agua no queda nada”. Todos esos serpenteos del cauce original tuercen los recursos quitándolos a quienes deberían recibirlos para que el país crezca. Por los malos incentivos, el esfuerzo nacional se reparte de forma irracional, retribuyendo a quienes no generan un valor equiparable a lo que se llevan. Y eso, los inversores lo observan.
Se suele sostener que los argentinos tienen 400.000 millones de dólares de fondos fuera del sistema bancario local sin deseo de ingresarlos. Y ni qué hablar de los extranjeros que buscan oportunidades en la región. Ocurre que nadie quiere poner ahorros propios o de terceros para alimentar a quienes, en nuestro país, se embolsan los peculios ajenos sin creación equivalente de riqueza. Y, mientras esa situación subsista, continuará el “riesgo país”. La excepción es el RIGI, pero esos grandes proyectos no tendrán impacto inmediato sobre el nivel de vida, como lo reclaman los impacientes.
La Argentina es considerada de altísimo riesgo, con nueve defaults a cuestas (incluyendo el mayor de la historia), dos hiperinflaciones y por su arbitraria “pesificación asimétrica”, incumplimiento de contratos, congelación de tarifas, incautación de fondos de pensión, confiscación irregular de YPF, cepo cambiario salvo para amigos, manipulación de índices, prohibición de exportaciones, etcétera. Además de la corrupción desvergonzada en todos los niveles del Estado durante el kirchnerismo. Por eso continuamos siendo un país marginal (standalone o “arréglatelas solo”) según el índice MSCI (Morgan Stanley Capital International) como Zimbabwe, Nigeria o Palestina. ¿Con qué cara se reclaman aumentos de jubilaciones, de obras públicas o del empleo regular si somos los peores de la clase?
La Argentina podría ser uno de los países con mayor PBI per cápita de la tierra, pero sus propios consensos colectivos lo han impedido. Si los jubilados cobran una miseria, si hay reclamos en los hospitales, si los policías ganan mucho menos que los ladrones, si buenos maestros no llegan a fin de mes y la plata no alcanza ni para la clase media, la solución no es darle a la maquinita ni recurrir a nuevos impuestos para hacer asistencialismo. Se debe corregir su armazón estructural para aumentar la productividad. El resto, son palabras y blablabla de políticos para evitar cambios.
La solución es alinear incentivos, eliminando desvíos de riqueza para que se retribuya a quienes crean valor genuino y no a quienes imponen costos gravosos en nombre del gorro frigio o del valor agregado. Valor genuino no significa solo dar empleo, ocupar territorio o procesar materias primas locales, sino precio y calidad para competir frente a productos extranjeros. O, si fueren servicios, proporcionarlos baratos a los primeros.
No basta con culpar a la corrupción. Ya sabemos qué ocurrió durante el kirchnerismo, con sus falsas obras públicas, los hoteles, los bolsos, los subsidios al transporte, la causa Ciccone y un larguísimo etcétera. Hay que eliminar muchas otras deformaciones que se toman como naturales y no lo son. No es posible que los sindicatos manejen las obras sociales que recaudan cifras inmensas y no son auditadas. Que los tribunales laborales sean fábricas para la industria del juicio. Que los convenios colectivos establezcan tributos con la sola homologación ministerial. O que el sistema jubilatorio se deba sostener con una proporción de 1.5 aportantes por cada pasivo, en lugar de cuatro a uno.
La economía debería ser abierta, con un arancel único y bajo, sin barreras regulatorias ni mercados cautivos e integrando áreas de libre comercio a pesar del Mercosur. Los impuestos nacionales, provinciales y las tasas municipales no deben convalidar gastos que la producción no puede soportar, sino a la inversa.
Si la apertura económica hace peligrar industrias que reclaman nivelar la cancha y reducir el costo argentino, eso es lo que se debe hacer. Cada gasto estatal es un ingreso para algún sector que reclamará por sus derechos, por el empleo o por alguna variante de la palabra soberanía. Además de los funcionarios nacionales, son los gobernadores quienes mejor saben de ello. Es cierto que se encargan de la educación, la salud, la seguridad y la asistencia social. Pero detrás de esos servicios esenciales hay organismos redundantes, clientelismo, sobrefacturación y politiquería.
En el Consejo Federal de Inversiones (CFI) las provincias deberían acordar prohibir las agremiaciones compulsivas de profesionales y sus aranceles de orden público que desfondan sus arcas con pleitos, dictámenes, certificaciones y mensuras. Y que engrosan las cajas de consejos y colegios para solaz de financistas amigos, que saben agradecer. Un tradicional connubio entre políticos y profesionales, pues se superponen unos y otros. También deberían reformar los estatutos docentes para eliminar licencias abusivas y expurgar de privilegios las jubilaciones locales.
Y si realmente se quiere una Argentina que eduque, cure y prospere, debe ponerse sobre el tapete la propuesta de Martín Redrado de regionalizar el país, eliminando legislaturas, útiles para roscas y acomodos. Cada provincia podría mantener su identidad histórica y sus gobernadores, pero con órganos colectivos regionales. Tampoco tienen sentido los 72 senadores nacionales del pacto de Olivos, pues no mejoran la función legislativa, sino más bien todo lo contrario. Esos cambios implicarán trabajosas reformas constitucionales, pero su solo anuncio sería un fuerte mensaje para recrear confianza.
La Argentina no es viable sin una drástica baja de costos, con una redefinición de las funciones del Estado con “base cero” y supresión de los bolsones de privilegio. De allí las reformas jubilatoria, laboral y fiscal pendientes, que requieren mayorías parlamentarias. Todavía no se han logrado y, por ahora, prevalecen los obstáculos peronistas en las bancas y en las calles, con la esperanza del fracaso colectivo bajo las consignas de “esto se cae” y “vamos a volver”. Y eso, los inversores lo escuchan.
Las reformas estructurales exigen tiempo. Grecia resurgió convirtiéndose en un “tigre del crecimiento europeo” después de siete años de dura continencia (2011-2018) y de varias huelgas generales. También Portugal sufrió la crisis de 2007 y estuvo a punto de salir del euro. Recurrió al rescate del FMI y de la UE, aplicó reformas estructurales y recortes de gasto público, enfrentando paros y reclamos durante cuatro años. Ello le permitió alcanzar el grado de inversión, la recuperación del empleo y una reactivación sorprendente gracias a su disciplina fiscal y por mantenerse en la eurozona.
Las consultoras observan la contradicción entre el récord de viajes al exterior y la cantidad de familias a quienes no les alcanza para vivir. Eso es el resultado de un país dividido a fuerza de populismos, dejando en el fondo de la olla a quienes no tienen ventajas estatales ni educación para progresar ni ahorros para subsistir. Como Grecia o como Portugal, se deben introducir reformas de fondo, duraderas y consensuadas para recomponer nuestra reputación y recuperar el crédito. En pocos meses se sabrá qué modelo de país preferimos los argentinos. Hasta entonces, no habrá plata.
Sin ingreso de capitales no mejorará el empleo ni se sustentarán los montos jubilatorios ni podrán financiarse obras públicas ni crecerán los ingresos familiares Read More