La auditoría recientemente difundida por la Sindicatura General de la Nación (Sigen) ha arrojado luz sobre una de las prácticas más deleznables y peligrosas que puedan presentarse en un Estado democrático: la estafa sistemática en el registro y financiamiento de comedores escolares.
De las más de 54.000 inscripciones en el Registro Nacional de Comedores y Merenderos (Renacom), el 87% presentó irregularidades tales como duplicaciones o direcciones inexistentes y más de 38.000 establecimientos nunca fueron auditados físicamente. Este dato por sí solo configura un escándalo de proporciones inaceptables. Pero el verdadero drama no es contable, sino moral, social y profundamente humano. El fraude ha sido cometido contra niños para quienes contar al menos con un plato diario de comida es una necesidad imperiosa.
Que se haya permitido –o, lo que es más grave, fomentado deliberadamente– el desvío de fondos destinados a alimentar a menores de edad en situación de vulnerabilidad trasciende lo delictual. La alimentación infantil no es un número en una planilla: es una urgencia vital. Anularla mediante prácticas corruptas es una inmoralidad, un latrocinio que atenta contra la salud, la dignidad y el futuro de los más indefensos.
No se trata de un caso aislado. Ya en 2014, un informe del Cippec revelaba carencias estructurales en los comedores escolares de todo el país: alimentos insuficientes, menús desequilibrados, ausencia de personal capacitado y falta total de nutricionistas que deberían ser de consulta prioritaria a la hora de diseñar programas alimentarios.
Lejos de mejorar, en toda la década transcurrida desde aquel relevamiento, se ha ido manteniendo y en muchos casos profundizando el esquema mafioso por medio del cual el Estado ha venido financiando estructuras fantasma –con la anuencia de punteros, funcionarios y no pocos referentes de organizaciones sociales– sin control alguno ni la más elemental rendición de cuentas. La reciente auditoría ha revelado una red deliberada de complicidades, una cultura del descontrol entronizada cínica y jactanciosamente.
La corrupción no fue casual: fue un método para esquilmar las arcas públicas en beneficio privado. El propio titular de la Sigen, Miguel Blanco, advirtió con crudeza que el sistema estaba diseñado para no controlar. “Muchos formularios [de inscripción de comedores] estaban incompletos, con datos nulos, direcciones inexistentes o campos vacíos. El sistema permitía inconsistencias sin validación y no tenía control de integridad. Es decir, la base misma ya estaba mal diseñada”, sostuvo.
Los datos del escándalo que surgen del primer análisis del Renacom están referidos a la etapa de control. Para una segunda instancia se prevé investigar la situación financiera, aún no auditada. Pero es difícil imaginar otro resultado que no sea un defalco económico importante.
No hay eufemismos posibles: lo verificado en la auditoría fue un modelo de gestión basado en el saqueo de recursos públicos mediante mecanismos de inscripción ficticia, registros viciados y auditorías inexistentes.
En julio del año último, la Justicia Federal allanó depósitos de organizaciones sociales repletos de alimentos en mal estado, entregados por el Estado y nunca distribuidos. Comedores con leche putrefacta, harina rancia y yerba vencida, entre otros hallazgos para el asombro. Una cadena de desidia y complicidad que siempre culmina en la humillación de niños de familias vulnerables e impedidas de alimentarlos.
Las excusas son harto previsibles: que se trata de rarezas, que los verdaderos responsables están aún por identificarse, que la mayoría de las organizaciones actuaron de buena fe. Desde ya que hay comedores que trabajan a destajo, con voluntarios que jamás cobran por su servicio y con familias y comunidades que ayudan generosa y desinteresadamente con todo lo que pueden, pero la realidad revela la magnitud del fraude. Ningún pretexto exime al Estado de su responsabilidad ineludible de controlar, fiscalizar, evaluar y, sobre todo, de poner fin a la intermediación deshonesta entre la asistencia y sus beneficiarios.
No alcanza con auditar ni con reordenar planillas. Se necesita decisión política, voluntad ética y coraje institucional para desmantelar una estructura mafiosa enquistada en áreas sensibles del aparato estatal.
Esta no es una falla administrativa: es un crimen contra la niñez. Y, como tal, debería ser tratado: sin contemplaciones, ni miramientos sectoriales, ni temores corporativos para avanzar a fondo contra esta rapiña. Cada peso que se roba de un comedor escolar es un ataque artero contra la infancia. Y ninguna sociedad que tolere esa embestida puede mirarse en el espejo sin que se le caiga la cara de vergüenza.
La auditoría recientemente difundida por la Sindicatura General de la Nación (Sigen) ha arrojado luz sobre una de las prácticas más deleznables y peligrosas que puedan presentarse en un Estado democrático: la estafa sistemática en el registro y financiamiento de comedores escolares.
De las más de 54.000 inscripciones en el Registro Nacional de Comedores y Merenderos (Renacom), el 87% presentó irregularidades tales como duplicaciones o direcciones inexistentes y más de 38.000 establecimientos nunca fueron auditados físicamente. Este dato por sí solo configura un escándalo de proporciones inaceptables. Pero el verdadero drama no es contable, sino moral, social y profundamente humano. El fraude ha sido cometido contra niños para quienes contar al menos con un plato diario de comida es una necesidad imperiosa.
Que se haya permitido –o, lo que es más grave, fomentado deliberadamente– el desvío de fondos destinados a alimentar a menores de edad en situación de vulnerabilidad trasciende lo delictual. La alimentación infantil no es un número en una planilla: es una urgencia vital. Anularla mediante prácticas corruptas es una inmoralidad, un latrocinio que atenta contra la salud, la dignidad y el futuro de los más indefensos.
No se trata de un caso aislado. Ya en 2014, un informe del Cippec revelaba carencias estructurales en los comedores escolares de todo el país: alimentos insuficientes, menús desequilibrados, ausencia de personal capacitado y falta total de nutricionistas que deberían ser de consulta prioritaria a la hora de diseñar programas alimentarios.
Lejos de mejorar, en toda la década transcurrida desde aquel relevamiento, se ha ido manteniendo y en muchos casos profundizando el esquema mafioso por medio del cual el Estado ha venido financiando estructuras fantasma –con la anuencia de punteros, funcionarios y no pocos referentes de organizaciones sociales– sin control alguno ni la más elemental rendición de cuentas. La reciente auditoría ha revelado una red deliberada de complicidades, una cultura del descontrol entronizada cínica y jactanciosamente.
La corrupción no fue casual: fue un método para esquilmar las arcas públicas en beneficio privado. El propio titular de la Sigen, Miguel Blanco, advirtió con crudeza que el sistema estaba diseñado para no controlar. “Muchos formularios [de inscripción de comedores] estaban incompletos, con datos nulos, direcciones inexistentes o campos vacíos. El sistema permitía inconsistencias sin validación y no tenía control de integridad. Es decir, la base misma ya estaba mal diseñada”, sostuvo.
Los datos del escándalo que surgen del primer análisis del Renacom están referidos a la etapa de control. Para una segunda instancia se prevé investigar la situación financiera, aún no auditada. Pero es difícil imaginar otro resultado que no sea un defalco económico importante.
No hay eufemismos posibles: lo verificado en la auditoría fue un modelo de gestión basado en el saqueo de recursos públicos mediante mecanismos de inscripción ficticia, registros viciados y auditorías inexistentes.
En julio del año último, la Justicia Federal allanó depósitos de organizaciones sociales repletos de alimentos en mal estado, entregados por el Estado y nunca distribuidos. Comedores con leche putrefacta, harina rancia y yerba vencida, entre otros hallazgos para el asombro. Una cadena de desidia y complicidad que siempre culmina en la humillación de niños de familias vulnerables e impedidas de alimentarlos.
Las excusas son harto previsibles: que se trata de rarezas, que los verdaderos responsables están aún por identificarse, que la mayoría de las organizaciones actuaron de buena fe. Desde ya que hay comedores que trabajan a destajo, con voluntarios que jamás cobran por su servicio y con familias y comunidades que ayudan generosa y desinteresadamente con todo lo que pueden, pero la realidad revela la magnitud del fraude. Ningún pretexto exime al Estado de su responsabilidad ineludible de controlar, fiscalizar, evaluar y, sobre todo, de poner fin a la intermediación deshonesta entre la asistencia y sus beneficiarios.
No alcanza con auditar ni con reordenar planillas. Se necesita decisión política, voluntad ética y coraje institucional para desmantelar una estructura mafiosa enquistada en áreas sensibles del aparato estatal.
Esta no es una falla administrativa: es un crimen contra la niñez. Y, como tal, debería ser tratado: sin contemplaciones, ni miramientos sectoriales, ni temores corporativos para avanzar a fondo contra esta rapiña. Cada peso que se roba de un comedor escolar es un ataque artero contra la infancia. Y ninguna sociedad que tolere esa embestida puede mirarse en el espejo sin que se le caiga la cara de vergüenza.
Las gravísimas irregularidades detectadas por la Sigen dan cuenta de un saqueo de recursos públicos en perjuicio de uno de los sectores más vulnerables Read More