Hay que rebobinar unos días en la “película bonaerense” para encontrar un registro nítido, categórico y definitivo del divorcio entre la política y la sociedad.
Existen muchas pruebas y una infinidad de indicios, claro, de la distancia que, desde hace décadas, separa a muchos funcionarios y dirigentes de las angustias y demandas de la ciudadanía. Pero pocas veces esa distancia se deja fotografiar. Eso es lo que ocurrió el viernes pasado en la ciudad de Quilmes: quedó retratada, de una manera concluyente, la absoluta indiferencia de los máximos exponentes de la política provincial frente a la tragedia, el dolor y las penurias de los ciudadanos bonaerenses.
Vale la pena precisar los hechos. Eran las 3 y media de la madrugada del viernes 25 de julio. Caía una niebla espesa en un barrio de casas bajas de Quilmes. Cinco delincuentes que se movilizaban en un Corolla robado merodeaban la zona. Sobre la calle General Acha detectaron una vivienda que les habrá parecido vulnerable: forzaron una reja y entraron. Cuando el dueño de casa escuchó ruidos, bajó desesperado desde su dormitorio en la planta alta. Le pegaron un tiro en el pecho y cayó muerto mientras intentaba pedir auxilio. Todo fue delante de su hijo adolescente, que también se había despertado en medio del asalto.
La víctima se llamaba Leonardo Ezequiel Vence; era una figura muy querida en el Club Alemán de Quilmes, donde se destacó como jugador de handball y había sido ayudante técnico. Estaba casado y tenía 46 años.
Esa misma tarde, cuando todo era dolor e impotencia en aquel barrio de Quilmes, el gobernador Axel Kicillof y la vicegobernadora Magario llegaron a ese distrito del sur del conurbano. Fue para compartir un acto de campaña junto a la intendenta Mayra Mendoza. Les importaba una sola cosa: transmitir una imagen de impostada unidad, porque Mendoza representa a La Cámpora, una facción interna del kirchnerismo con la que el gobernador ha estado enfrentado. Desde la mañana, la noticia del asesinato de Vence recorría todos los portales y canales de televisión. Pero el acto de campaña no solo se realizó como si nada hubiera ocurrido en esa ciudad atravesada por la inseguridad y la pobreza. Tampoco incluyó la mínima referencia al hecho que en ese mismo momento conmocionaba a los vecinos. No hubo una sola mención; mucho menos, un minuto de silencio. Ningún gesto público que interpretara el dolor y el estupor de una parte de la comunidad.
El acto se hizo en la sede de la Universidad Nacional de Quilmes, a unas treinta cuadras de ese barrio que seguía conmovido y en estado de shock. Nunca fue tan grande la distancia entre un lugar y otro. Pocas veces quedó tan en evidencia el abismo que separa un modo de ejercer la política del ciudadano común. En ese barrio había dolor, pero también mucho miedo: los delincuentes huyeron y todavía siguen sueltos. En el acto de campaña había un clima festivo, con sonrisas y abrazos para la foto. Tal vez haya que mirar ese contraste para entender la creciente apatía ciudadana frente al proceso electoral. En esas dos fotos quizá esté la clave de un desapego cada vez más pronunciado del ciudadano frente a la política: siente que la dirigencia no lo representa, no lo comprende, no lo mira. Así es como el ausentismo llegó a su nivel más alto (26%) desde la recuperación de la democracia en las presidenciales de 2023 y ya superó el 40% en algunos comicios provinciales, como los de Salta, Formosa y Santa Fe, con un pronóstico alarmante en las encuestas de la provincia de Buenos Aires. Pero así es, también, como se incentivan sentimientos antipolítica y se engorda el caldo de cultivo en el que germinan los riesgos de atajos autoritarios.
Si el gobierno bonaerense hace semejante alarde de indiferencia y desconexión en el momento más activo de una campaña, cuando se supone que la política sobreactúa cierta intención de conectar con el electorado, y cuando además la sociedad los está mirando, ¿qué cabe esperar para después de la elección, cuando la dirigencia se encapsula en sus despachos y se repliega en la oscuridad del poder?
La administración de Kicillof no registra el flagelo de la inseguridad. Quedó claro, el viernes pasado, que toma distancia de las víctimas al extremo de ignorarlas. No hace ningún esfuerzo de comprensión ni de empatía. Pero ese es el reflejo concreto de algo mucho más de fondo: la indiferencia y la inacción frente al problema más angustiante y dramático que sufre la provincia. La amenaza del accionar delictivo no figura en el discurso del gobernador. El ministro de Seguridad es una figura casi fantasmal: se le conoce muy poco la voz; la inmensa mayoría de los bonaerenses no sabe su nombre. La decisión más enérgica de Kicillof con respecto a la policía no ha sido para darle más herramientas ni para respaldarla en la lucha contra el delito, sino para exonerar a 24 oficiales que habrían dicho algo que no le gustó en un asado con un excomisario convertido ahora en candidato opositor.
Todo remite a un manual de acción política que se escribió en el auge del kirchnerismo: lo que no se nombra no existe. El tiempo ha demostrado la ineficacia, al menos a largo plazo, de esa estrategia electoralista que procura enmascarar los hechos. Sin embargo, la lógica de construir un relato a espaldas de la realidad se ha encarnado en una cultura partidaria.
Si se les presta atención a los discursos del viernes en ese acto de Quilmes se escuchará una catarata de alusiones a “la cercanía con el pueblo”, al “Estado presente”, a la “dignidad” y a la “inclusión”. Son palabras y conceptos que giran en el vacío. Se proclama una supuesta sensibilidad social mientras se ignora el dolor en carne viva de una parte de la sociedad. Es la técnica del relato: una fachada retórica que encubre la indiferencia ante una realidad desgarradora.
Se trata de una cultura política que ni siquiera cuida las formas. Así es como se entiende también el oscuro procedimiento que tiñó el cierre de listas bonaerenses y del que emergió, con desparpajo, una nueva oleada de “candidaturas testimoniales”. Son, en realidad, postulaciones simuladas, ficticias. Otra vez el relato y las palabras huecas. Se intenta revestir de “testimonio” lo que constituye un burdo fraude electoral: ofrecer de candidato a alguien que no va a asumir.
Hubo un tiempo en el que la política, por lo menos, disimulaba. Había cosas que no se podían hacer. Entre paréntesis: no se podían hacer actos partidarios en universidades nacionales, que algún día deberán explicar cómo se han convertido, sin ruborizarse, en unidades básicas. Había actitudes y gestos que resultaban ineludibles. La desfachatez estaba desaconsejada y la sensibilidad era un valor. Todo eso, sin embargo, hoy se conjuga en pasado. Ha caído entre muchos gobernantes y funcionarios el honorable principio de “dar la cara” y hacer frente a los hechos cuando la responsabilidad lo exige.
La expresidenta Kirchner marcó una jurisprudencia en esta forma de actuar. Frente a tragedias y catástrofes en las que el poder tenía responsabilidad, como la de Once o la de Cromañón, procuró siempre estar lejos. Como si la distancia la despegara. La política perdió en esas instancias el sentido del deber, de “hacerse cargo”, de involucrarse y estar cerca del sufrimiento de la sociedad. Hoy vemos, en la provincia de Buenos Aires, los frutos de esa doctrina que engendró una cultura basada en el cinismo político.
Ese desinterés desde el poder que quedó retratado en Quilmes es el mismo que se practica frente al avance del narcotráfico, del juego clandestino, de la trata de personas y de otros entramados mafiosos que han colonizado el conurbano bonaerense, aunque tal vez en algunos casos se combinen la indolencia con la complicidad. La foto del viernes pasado nos muestra, por lo pronto, algo mucho más profundo que la sola indiferencia frente a una tragedia familiar. Desnuda a un poder que les da la espalda a los problemas más serios y más angustiantes que sufre la sociedad.
Por supuesto que no se trata de tener gestos demagógicos ni de fingir preocupación y empatía. Se trata de “dar la cara” y de abandonar las mezquindades y las miserias de la politiquería para conectarse con los dramas y las urgencias de la sociedad.
La de Quilmes completa un álbum de fotos que ha retratado la cultura política bonaerense. Una fue la de Insaurralde en el yate del Mediterráneo. Otra fue la de Chocolate Rigau en aquella madrugada furtiva por los cajeros de La Plata. Esta tercera lo muestra al gobernador mirando para otro lado, como si no pasara nada, indiferente a una realidad que arruina la vida de muchísimos bonaerenses y enfrascado en los tironeos del internismo y el poder. ¿Son fotos desconectadas? ¿O se explican unas a otras? Tal vez debamos volver a mirarlas con alguna perspectiva.
Hay que rebobinar unos días en la “película bonaerense” para encontrar un registro nítido, categórico y definitivo del divorcio entre la política y la sociedad.
Existen muchas pruebas y una infinidad de indicios, claro, de la distancia que, desde hace décadas, separa a muchos funcionarios y dirigentes de las angustias y demandas de la ciudadanía. Pero pocas veces esa distancia se deja fotografiar. Eso es lo que ocurrió el viernes pasado en la ciudad de Quilmes: quedó retratada, de una manera concluyente, la absoluta indiferencia de los máximos exponentes de la política provincial frente a la tragedia, el dolor y las penurias de los ciudadanos bonaerenses.
Vale la pena precisar los hechos. Eran las 3 y media de la madrugada del viernes 25 de julio. Caía una niebla espesa en un barrio de casas bajas de Quilmes. Cinco delincuentes que se movilizaban en un Corolla robado merodeaban la zona. Sobre la calle General Acha detectaron una vivienda que les habrá parecido vulnerable: forzaron una reja y entraron. Cuando el dueño de casa escuchó ruidos, bajó desesperado desde su dormitorio en la planta alta. Le pegaron un tiro en el pecho y cayó muerto mientras intentaba pedir auxilio. Todo fue delante de su hijo adolescente, que también se había despertado en medio del asalto.
La víctima se llamaba Leonardo Ezequiel Vence; era una figura muy querida en el Club Alemán de Quilmes, donde se destacó como jugador de handball y había sido ayudante técnico. Estaba casado y tenía 46 años.
Esa misma tarde, cuando todo era dolor e impotencia en aquel barrio de Quilmes, el gobernador Axel Kicillof y la vicegobernadora Magario llegaron a ese distrito del sur del conurbano. Fue para compartir un acto de campaña junto a la intendenta Mayra Mendoza. Les importaba una sola cosa: transmitir una imagen de impostada unidad, porque Mendoza representa a La Cámpora, una facción interna del kirchnerismo con la que el gobernador ha estado enfrentado. Desde la mañana, la noticia del asesinato de Vence recorría todos los portales y canales de televisión. Pero el acto de campaña no solo se realizó como si nada hubiera ocurrido en esa ciudad atravesada por la inseguridad y la pobreza. Tampoco incluyó la mínima referencia al hecho que en ese mismo momento conmocionaba a los vecinos. No hubo una sola mención; mucho menos, un minuto de silencio. Ningún gesto público que interpretara el dolor y el estupor de una parte de la comunidad.
El acto se hizo en la sede de la Universidad Nacional de Quilmes, a unas treinta cuadras de ese barrio que seguía conmovido y en estado de shock. Nunca fue tan grande la distancia entre un lugar y otro. Pocas veces quedó tan en evidencia el abismo que separa un modo de ejercer la política del ciudadano común. En ese barrio había dolor, pero también mucho miedo: los delincuentes huyeron y todavía siguen sueltos. En el acto de campaña había un clima festivo, con sonrisas y abrazos para la foto. Tal vez haya que mirar ese contraste para entender la creciente apatía ciudadana frente al proceso electoral. En esas dos fotos quizá esté la clave de un desapego cada vez más pronunciado del ciudadano frente a la política: siente que la dirigencia no lo representa, no lo comprende, no lo mira. Así es como el ausentismo llegó a su nivel más alto (26%) desde la recuperación de la democracia en las presidenciales de 2023 y ya superó el 40% en algunos comicios provinciales, como los de Salta, Formosa y Santa Fe, con un pronóstico alarmante en las encuestas de la provincia de Buenos Aires. Pero así es, también, como se incentivan sentimientos antipolítica y se engorda el caldo de cultivo en el que germinan los riesgos de atajos autoritarios.
Si el gobierno bonaerense hace semejante alarde de indiferencia y desconexión en el momento más activo de una campaña, cuando se supone que la política sobreactúa cierta intención de conectar con el electorado, y cuando además la sociedad los está mirando, ¿qué cabe esperar para después de la elección, cuando la dirigencia se encapsula en sus despachos y se repliega en la oscuridad del poder?
La administración de Kicillof no registra el flagelo de la inseguridad. Quedó claro, el viernes pasado, que toma distancia de las víctimas al extremo de ignorarlas. No hace ningún esfuerzo de comprensión ni de empatía. Pero ese es el reflejo concreto de algo mucho más de fondo: la indiferencia y la inacción frente al problema más angustiante y dramático que sufre la provincia. La amenaza del accionar delictivo no figura en el discurso del gobernador. El ministro de Seguridad es una figura casi fantasmal: se le conoce muy poco la voz; la inmensa mayoría de los bonaerenses no sabe su nombre. La decisión más enérgica de Kicillof con respecto a la policía no ha sido para darle más herramientas ni para respaldarla en la lucha contra el delito, sino para exonerar a 24 oficiales que habrían dicho algo que no le gustó en un asado con un excomisario convertido ahora en candidato opositor.
Todo remite a un manual de acción política que se escribió en el auge del kirchnerismo: lo que no se nombra no existe. El tiempo ha demostrado la ineficacia, al menos a largo plazo, de esa estrategia electoralista que procura enmascarar los hechos. Sin embargo, la lógica de construir un relato a espaldas de la realidad se ha encarnado en una cultura partidaria.
Si se les presta atención a los discursos del viernes en ese acto de Quilmes se escuchará una catarata de alusiones a “la cercanía con el pueblo”, al “Estado presente”, a la “dignidad” y a la “inclusión”. Son palabras y conceptos que giran en el vacío. Se proclama una supuesta sensibilidad social mientras se ignora el dolor en carne viva de una parte de la sociedad. Es la técnica del relato: una fachada retórica que encubre la indiferencia ante una realidad desgarradora.
Se trata de una cultura política que ni siquiera cuida las formas. Así es como se entiende también el oscuro procedimiento que tiñó el cierre de listas bonaerenses y del que emergió, con desparpajo, una nueva oleada de “candidaturas testimoniales”. Son, en realidad, postulaciones simuladas, ficticias. Otra vez el relato y las palabras huecas. Se intenta revestir de “testimonio” lo que constituye un burdo fraude electoral: ofrecer de candidato a alguien que no va a asumir.
Hubo un tiempo en el que la política, por lo menos, disimulaba. Había cosas que no se podían hacer. Entre paréntesis: no se podían hacer actos partidarios en universidades nacionales, que algún día deberán explicar cómo se han convertido, sin ruborizarse, en unidades básicas. Había actitudes y gestos que resultaban ineludibles. La desfachatez estaba desaconsejada y la sensibilidad era un valor. Todo eso, sin embargo, hoy se conjuga en pasado. Ha caído entre muchos gobernantes y funcionarios el honorable principio de “dar la cara” y hacer frente a los hechos cuando la responsabilidad lo exige.
La expresidenta Kirchner marcó una jurisprudencia en esta forma de actuar. Frente a tragedias y catástrofes en las que el poder tenía responsabilidad, como la de Once o la de Cromañón, procuró siempre estar lejos. Como si la distancia la despegara. La política perdió en esas instancias el sentido del deber, de “hacerse cargo”, de involucrarse y estar cerca del sufrimiento de la sociedad. Hoy vemos, en la provincia de Buenos Aires, los frutos de esa doctrina que engendró una cultura basada en el cinismo político.
Ese desinterés desde el poder que quedó retratado en Quilmes es el mismo que se practica frente al avance del narcotráfico, del juego clandestino, de la trata de personas y de otros entramados mafiosos que han colonizado el conurbano bonaerense, aunque tal vez en algunos casos se combinen la indolencia con la complicidad. La foto del viernes pasado nos muestra, por lo pronto, algo mucho más profundo que la sola indiferencia frente a una tragedia familiar. Desnuda a un poder que les da la espalda a los problemas más serios y más angustiantes que sufre la sociedad.
Por supuesto que no se trata de tener gestos demagógicos ni de fingir preocupación y empatía. Se trata de “dar la cara” y de abandonar las mezquindades y las miserias de la politiquería para conectarse con los dramas y las urgencias de la sociedad.
La de Quilmes completa un álbum de fotos que ha retratado la cultura política bonaerense. Una fue la de Insaurralde en el yate del Mediterráneo. Otra fue la de Chocolate Rigau en aquella madrugada furtiva por los cajeros de La Plata. Esta tercera lo muestra al gobernador mirando para otro lado, como si no pasara nada, indiferente a una realidad que arruina la vida de muchísimos bonaerenses y enfrascado en los tironeos del internismo y el poder. ¿Son fotos desconectadas? ¿O se explican unas a otras? Tal vez debamos volver a mirarlas con alguna perspectiva.
Existen muchas pruebas de la distancia que separa a funcionarios y dirigentes de las angustias de la ciudadanía, pero pocas veces esa distancia se deja fotografiar como el viernes en Quilmes Read More