Varun Mohan era la estrella absoluta de Windsurf, una startup que inventó algo tan revolucionario para desarrolladores que gigantes como OpenAI y Google la valoraron en más de US$3000 millones. Hasta acá, la historia típica de Silicon Valley: cerebros brillantes, dinero a montones y futuro asegurado. Pero todo se torció cuando OpenAI (creador de ChatGPT) intentó comprar Windsurf y Microsoft, como socio comercial, bloqueó el acuerdo. En medio del caos, Google hizo lo impensado: se llevó directamente a Varun y 40 ingenieros clave por un trato que le dejó al fundador US$200 millones. La startup quedó vacía, confundida y terminó siendo fusionada con Cognition, una competidora menor, dejando a más de 200 empleados mirando al techo. ¿Traición? Quizás. Pero, en esta guerra fría por el talento en inteligencia artificial (IA), la ética parece tener precio.
Bienvenidos a la nueva fiebre del oro: una carrera donde el capital fluye como si no existiera un mañana. En 2024, la inversión privada global en inteligencia artificial superó los US$252.000 millones, un salto del 30% respecto del año anterior. Solo el segmento de IA generativa se llevó más de US$33.000 millones, ocho veces más que en 2022. Y OpenAI, el jugador más codiciado, recaudó por sí sola US$40.000 millones en marzo de 2025, en una ronda récord liderada por SoftBank. Sí, la era de tasas cero parece haber vuelto, pero esta vez alimentada por chips de entrenamiento masivo (GPU) en lugar de ladrillos y cemento.
Y hablando de GPU, el gran ganador de todo esto tiene nombre y apellido: Nvidia. Con ingresos trimestrales superiores a los US$39.000 millones solo por sus chips para data centers, es hoy el traficante oficial de “armas” en la revolución de la IA. Gigantes como Microsoft, Google, Amazon y Meta están invirtiendo miles de millones para romper este monopolio, creando chips propios que prometen más eficiencia y menos dependencia. Pero, por ahora, y probablemente por varios años más, Nvidia sigue siendo el patrón del hardware, la OPEP del silicio. En toda fiebre del oro, el negocio más seguro es vender las herramientas. Nvidia no vende promesas: vende palas (poder de cómputo). Las que todos necesitan para seguir cavando.
Con tanta plata dando vueltas, el verdadero campo de batalla es humano: la guerra por el talento es feroz y ha hecho que salarios astronómicos sean casi normales. Ingenieros estrella de OpenAI ya ganan más de US$10 millones anuales, mientras que Meta entrega bonos de firma por más de US$100 millones para captar cerebros clave.
¿Excesivo? Quién sabe. Lo cierto es que el talento es un factor limitante y en Silicon Valley ya nadie escatima en gastos. Es un mercado donde el 1% del top talent global puede definir si una empresa lidera o queda afuera. Donde los capitanes, como Varun, se bajan del barco con el timón en la mano si les ofrecen lo suficiente. Incluso fuera del núcleo duro tech saber sobre IA empieza a pagar en grande: según Lightcast, los profesionales que suman habilidades de IA –aunque no sean desarrolladores– ganan, en promedio, un 28% más que sus colegas.
Pero, ¿por qué vale tanto este conocimiento? Porque lo que está en juego es la posibilidad de crear una superinteligencia capaz de resolver cualquier problema mejor que nosotros: más creativa, más estratégica, más todo. Una que diseñe otras IA, que descubra nuevas formas de energía o que replantee la ciencia, la defensa y la economía. La empresa que llegue primero no solo se queda con la tecnología: se queda con el futuro.
Y no es solo una guerra empresarial: es una competencia geopolítica de alto voltaje. Estados Unidos inyecta miles de millones en infraestructura, datos, chips y talento a través de empresas como OpenAI, Microsoft o Nvidia. China sigue una estrategia de Estado: quiere ganar esta carrera antes de 2030. Fondos como BlackRock están formando consorcios de más de US$100.000 millones solo para construir data centers. No están apostando a startups: están redibujando la economía global desde las bases.
Mientras todos miran los dólares y el silicio, la carrera se topa con un límite más básico: la electricidad. Se calcula que para 2030 los centros de datos consumirán 945 TWh, más energía que todo Japón hoy. La IA es voraz y la infraestructura eléctrica no da abasto. Gigantes como Amazon y Microsoft lo entendieron rápido y están invirtiendo en energía nuclear. Amazon firmó acuerdos masivos para abastecerse de centrales nucleares como la de Susquehanna, mientras Microsoft comprometió la reapertura del reactor Three Mile Island para alimentar exclusivamente sus operaciones. Hoy, el 30% de los centros de datos planea generar energía propia antes del fin de la década, ante la imposibilidad de depender de una red saturada. En EE.UU., los data centers ya consumen el 4% de toda la electricidad del país. En tres años, podrían consumir el 12%.
Todo esto recuerda inquietantemente a escenarios predichos por la ciencia ficción hace décadas. Gibson imaginó en Neuromancer un futuro dominado por mega-corporaciones más fuertes que los gobiernos; hoy, Google o Microsoft marcan agendas geopolíticas. Nick Bostrom alertaba en Superinteligencia sobre humanos jugando con bombas sin saber controlarlas; Asimov intentó anticipar con sus Leyes de la Robótica un futuro donde las máquinas debían proteger a la humanidad. Hoy, esos debates ya no son ficción: Trump lanzó el “AI Action Plan” que busca el “dominio tecnológico global incuestionable”, mientras Europa implementa una regulación ética que busca controlar desde afuera a estos gigantes. Y Stephen Hawking lo advirtió sin vueltas: crear una inteligencia más avanzada que la humana puede ser “nuestro mayor logro… o el último”.
Las ideas más extremas sobre cómo garantizar que esta revolución con una concentración económica inédita beneficie a la humanidad en su conjunto vienen incluso desde los líderes tecnológicos: Sam Altman propone entregar potencia computacional básica universal en vez de dinero, lo que llama “Universal Basic Compute”. Elon Musk imagina un ingreso universal “premium” financiado por la IA, con robots como Optimus produciendo más riqueza de la que podemos gastar. Bill Gates insiste en impuestos a robots y donaciones millonarias para contrarrestar la desigualdad. En sus palabras, “la automatización puede ser netamente positiva, pero exige repensar la distribución del ingreso”. Los tres coinciden: el problema no será la falta de riqueza, sino el exceso de desigualdad si no se reparte bien.
Puede que estemos creando algo que nos exceda. Algo que piense más rápido, razone más hondo y actúe sin cansancio. Pero aún no hay IA capaz de decidir qué tipo de futuro queremos construir. Esa pregunta, por ahora, sigue siendo humana.
Varun Mohan era la estrella absoluta de Windsurf, una startup que inventó algo tan revolucionario para desarrolladores que gigantes como OpenAI y Google la valoraron en más de US$3000 millones. Hasta acá, la historia típica de Silicon Valley: cerebros brillantes, dinero a montones y futuro asegurado. Pero todo se torció cuando OpenAI (creador de ChatGPT) intentó comprar Windsurf y Microsoft, como socio comercial, bloqueó el acuerdo. En medio del caos, Google hizo lo impensado: se llevó directamente a Varun y 40 ingenieros clave por un trato que le dejó al fundador US$200 millones. La startup quedó vacía, confundida y terminó siendo fusionada con Cognition, una competidora menor, dejando a más de 200 empleados mirando al techo. ¿Traición? Quizás. Pero, en esta guerra fría por el talento en inteligencia artificial (IA), la ética parece tener precio.
Bienvenidos a la nueva fiebre del oro: una carrera donde el capital fluye como si no existiera un mañana. En 2024, la inversión privada global en inteligencia artificial superó los US$252.000 millones, un salto del 30% respecto del año anterior. Solo el segmento de IA generativa se llevó más de US$33.000 millones, ocho veces más que en 2022. Y OpenAI, el jugador más codiciado, recaudó por sí sola US$40.000 millones en marzo de 2025, en una ronda récord liderada por SoftBank. Sí, la era de tasas cero parece haber vuelto, pero esta vez alimentada por chips de entrenamiento masivo (GPU) en lugar de ladrillos y cemento.
Y hablando de GPU, el gran ganador de todo esto tiene nombre y apellido: Nvidia. Con ingresos trimestrales superiores a los US$39.000 millones solo por sus chips para data centers, es hoy el traficante oficial de “armas” en la revolución de la IA. Gigantes como Microsoft, Google, Amazon y Meta están invirtiendo miles de millones para romper este monopolio, creando chips propios que prometen más eficiencia y menos dependencia. Pero, por ahora, y probablemente por varios años más, Nvidia sigue siendo el patrón del hardware, la OPEP del silicio. En toda fiebre del oro, el negocio más seguro es vender las herramientas. Nvidia no vende promesas: vende palas (poder de cómputo). Las que todos necesitan para seguir cavando.
Con tanta plata dando vueltas, el verdadero campo de batalla es humano: la guerra por el talento es feroz y ha hecho que salarios astronómicos sean casi normales. Ingenieros estrella de OpenAI ya ganan más de US$10 millones anuales, mientras que Meta entrega bonos de firma por más de US$100 millones para captar cerebros clave.
¿Excesivo? Quién sabe. Lo cierto es que el talento es un factor limitante y en Silicon Valley ya nadie escatima en gastos. Es un mercado donde el 1% del top talent global puede definir si una empresa lidera o queda afuera. Donde los capitanes, como Varun, se bajan del barco con el timón en la mano si les ofrecen lo suficiente. Incluso fuera del núcleo duro tech saber sobre IA empieza a pagar en grande: según Lightcast, los profesionales que suman habilidades de IA –aunque no sean desarrolladores– ganan, en promedio, un 28% más que sus colegas.
Pero, ¿por qué vale tanto este conocimiento? Porque lo que está en juego es la posibilidad de crear una superinteligencia capaz de resolver cualquier problema mejor que nosotros: más creativa, más estratégica, más todo. Una que diseñe otras IA, que descubra nuevas formas de energía o que replantee la ciencia, la defensa y la economía. La empresa que llegue primero no solo se queda con la tecnología: se queda con el futuro.
Y no es solo una guerra empresarial: es una competencia geopolítica de alto voltaje. Estados Unidos inyecta miles de millones en infraestructura, datos, chips y talento a través de empresas como OpenAI, Microsoft o Nvidia. China sigue una estrategia de Estado: quiere ganar esta carrera antes de 2030. Fondos como BlackRock están formando consorcios de más de US$100.000 millones solo para construir data centers. No están apostando a startups: están redibujando la economía global desde las bases.
Mientras todos miran los dólares y el silicio, la carrera se topa con un límite más básico: la electricidad. Se calcula que para 2030 los centros de datos consumirán 945 TWh, más energía que todo Japón hoy. La IA es voraz y la infraestructura eléctrica no da abasto. Gigantes como Amazon y Microsoft lo entendieron rápido y están invirtiendo en energía nuclear. Amazon firmó acuerdos masivos para abastecerse de centrales nucleares como la de Susquehanna, mientras Microsoft comprometió la reapertura del reactor Three Mile Island para alimentar exclusivamente sus operaciones. Hoy, el 30% de los centros de datos planea generar energía propia antes del fin de la década, ante la imposibilidad de depender de una red saturada. En EE.UU., los data centers ya consumen el 4% de toda la electricidad del país. En tres años, podrían consumir el 12%.
Todo esto recuerda inquietantemente a escenarios predichos por la ciencia ficción hace décadas. Gibson imaginó en Neuromancer un futuro dominado por mega-corporaciones más fuertes que los gobiernos; hoy, Google o Microsoft marcan agendas geopolíticas. Nick Bostrom alertaba en Superinteligencia sobre humanos jugando con bombas sin saber controlarlas; Asimov intentó anticipar con sus Leyes de la Robótica un futuro donde las máquinas debían proteger a la humanidad. Hoy, esos debates ya no son ficción: Trump lanzó el “AI Action Plan” que busca el “dominio tecnológico global incuestionable”, mientras Europa implementa una regulación ética que busca controlar desde afuera a estos gigantes. Y Stephen Hawking lo advirtió sin vueltas: crear una inteligencia más avanzada que la humana puede ser “nuestro mayor logro… o el último”.
Las ideas más extremas sobre cómo garantizar que esta revolución con una concentración económica inédita beneficie a la humanidad en su conjunto vienen incluso desde los líderes tecnológicos: Sam Altman propone entregar potencia computacional básica universal en vez de dinero, lo que llama “Universal Basic Compute”. Elon Musk imagina un ingreso universal “premium” financiado por la IA, con robots como Optimus produciendo más riqueza de la que podemos gastar. Bill Gates insiste en impuestos a robots y donaciones millonarias para contrarrestar la desigualdad. En sus palabras, “la automatización puede ser netamente positiva, pero exige repensar la distribución del ingreso”. Los tres coinciden: el problema no será la falta de riqueza, sino el exceso de desigualdad si no se reparte bien.
Puede que estemos creando algo que nos exceda. Algo que piense más rápido, razone más hondo y actúe sin cansancio. Pero aún no hay IA capaz de decidir qué tipo de futuro queremos construir. Esa pregunta, por ahora, sigue siendo humana.
Con tanta plata dando vueltas, el verdadero campo de batalla es humano; la guerra por el talento es feroz y ha hecho que los salarios sean astronómicos Read More