¿Por qué volviste a la Argentina? La pregunta llega una y otra vez a los oídos de Fernando Resuche, que siempre insiste en dar la misma respuesta: “Extrañaba”, dice sin satisfacer los interrogantes, aun cuando para él no sea necesario exponer ninguna otra razón.
El filósofo francés Jean-François Lyotard expuso que lo esencial del deseo estriba en la estructura que combina la presencia y la ausencia. Lo ausente es deseado, lo presente se ausenta y muere: “…existe el deseo, porque hay ausencia en la presencia, muerte en lo vivo; y porque tenemos capacidad para articular lo que aún no lo está; y también porque existe la alienación, la pérdida de lo que se creía conseguido y la escisión entre lo hecho y el hacer, entre lo dicho y el decir; y finalmente porque no podemos evitar esto: atestiguar la presencia de la falta con la palabra…” (Lyotard, ¿Por qué filosofar?)
En otras palabras, en la vida de un ser humano, en muchas ocasiones, lo ausente suele estar más presente que aquello que lo acompaña en lo cotidiano. Y para Fernando, tal vez, esa es la explicación extendida de extrañar: en sus años de destierro la ausencia de cercanía con Argentina no hizo más que provocar su evocación constante y el deseo de volver.
Una novia que cambió un destino
Corrían los primeros meses de 1989, Fernando trabajaba para la agencia de publicidad de un amigo, Oscar, donde manejaba su cartera de clientes propios, produciendo páginas comerciales para los distintos diarios de Argentina.
Le iba bien, la vida le sonreía bastante seguido y, para su fortuna, su hijo de 20 años colaboraba con él como cadete. La culpable de borrar sonrisas, sin embargo, aparecía cada día, implacable: “Inflación”, recuerda con resignación, pues poco ha cambiado. “Lo que vendía, cuando cobraba, no respondía a mis necesidades”.
A pesar de la inestabilidad, Fernando volvía a la carga dispuesto a dar pelea y a disfrutar de lo simple y hermoso de la vida porteña. Cierto día, sin embargo, una noticia cambió el rumbo de su destino para siempre: Tengo novia, pa, anunció su hijo. Es yanquee y quiero irme con ella a vivir y radicarme en Estados Unidos.
Fernando no dudó en ayudarlo en su vuelo. Su propia vida, un tanto impredecible, había elegido un camino, pero la de su hijo tenía un futuro por delante que podría brillar en el gran país del norte: “Vendí una yegua de carrera que tenía para comprar su pasaje, y con la excusa de participar como periodista en un evento sobre la gráfica que se desarrollaba en Los Ángeles, preparé su viaje. Con mucho esfuerzo pude conseguir la plata del pasaje, Buenos Aires-Miami-Los Ángeles”, cuenta.
Junio mediaba cuando Fernando despidió a su hijo en Ezeiza. Si bien las condiciones de visado eran otras, tembló cuando supo que entrar a Estados Unidos no había sido tan fácil: “Había que sortear la entrada al país, siendo tan joven con visa de turista…”
Pero finalmente, y tras superar varias preguntas en el aeropuerto de Miami, su hijo abordó el vuelo a Los Ángeles, donde esperaba su novia. En los dos meses que siguieron, la comunicación, compleja por aquel entonces, fue espaciada, pero cuando Fernando escuchaba su voz, reconoció que su hijo había encontrado su lugar en el mundo.
Un amigo de fierro y un rincón en Nueva Jersey
Algunos meses pasaron, cierto día, Fernando despertó con el peso de la ausencia de su hijo intranquilizando su corazón, y con su propia situación de vida en un paréntesis que le permitía repensar su futuro: se había divorciado, su presente laboral había empeorado, vivía solo y tenía familia e incluso amigos que residían en el exterior. ¿Por qué no hacer las valijas y volar?
Llamó a un gran amigo que vivía en Nueva York y era periodista del medio latino más antiguo de habla hispana aquella ciudad -El Diario La Prensa- que circulaba con éxito en la Gran Manzana: “Le comenté mi intención de poder ir allí a ver si mejoraba mi situación, agregando la referencia de que mi hijo estaba en Los Ángeles. Me dijo que lo volviera a llamar en unos días”.
La sorpresa de Fernando fue enorme cuando su querido amigo le anunció que, si bien no tenía un puesto de trabajo para él, le había conseguido un pasaje de ida y un alojamiento que habían reservado en Nueva Jersey, muy cerca de Nueva York, en Weehawken, donde había una colonia latina y le resultaría fácil comunicarse.
La fortuna de conocer a María Victoria
La compañía de Eduardo, su querido amigo, fue fundamental en los primeros tiempos. Desde que pisó Nueva York, la ausencia de Buenos Aires fue difícil de sobrellevar.
Pero la nostalgia dio su tregua cuando consiguió un trabajo en un restaurante español en el centro de Manhattan, haciendo tareas varias, y donde un buen día conoció a un gran amor: “Cubana, de una figura y belleza singular, unos años mayor que yo, pero de gran personalidad”.
A partir de aquella noche, la vida de Fernando cambió el rumbo por completo e ingresó en una vorágine que jamás imaginó ni en sus sueños más locos. Ella, esa cubana extrovertida, era una heredera de un hombre que había invertido muy bien en Estados Unidos, gracias al respaldo del banco de Nueva York. Ya fallecido el padre, madre e hija llevaban una buena vida, muy cómoda para los estándares de Nueva York. Y por sobre ello, su enamorada era jefa de publicidad de una revista femenina renombrada.
“Las latinas en general gustan de los argentinos, María Victoria Del Valle, así su nombre, divorciada dos veces, tenía mucho mundo, había viajado alguna vez a Buenos Aires, y nuestra relación se facilitó por mi conocimiento de la publicidad, hubo una atracción mutua, tanto así que dejé mi humilde lugar de vivienda y por pedido de ella me mudé al pleno corazón del East de New York. ¡Salí de Villa Lugano a Recoleta!”, recuerda entre risas.
Un buen trabajo en los gloriosos noventa: “Llevé a mi familia”
El noviazgo con María Cristina se fortaleció, Fernando renunció a su trabajo en el restaurante y se dispuso a encontrar empleo en su profesión en el ambiente publicitario. El idioma, sin embargo, era una barrera y su pareja, una vez más, le abrió las puertas y así, otro nuevo mundo emergió ante un incrédulo Fernando, que agradecido aceptó la propuesta para una entrevista para el New York Times.
“Llegó el día y con la ayuda indispensable de María Victoria, conseguí una representación para Argentina”, recuerda con orgullo.
“Increíble los caminos que tomó mi vida desde la inquietud de mi hijo, Marcelo, pasando por todas las dificultades mencionadas, salir de Caballito, donde vivía en mi departamento de la Av. Diaz Vélez a una redacción en Nueva York, con proyectos que luego se concretaron. Era un sueño inimaginable”.
A partir de entonces, Fernando pudo regresar a su querida Argentina para promover notas para diversos medios sobre Córdoba, Mendoza, Misiones y vinos argentinos de todo el país. También sobre Bolivia, Ecuador, Uruguay, Argentina y su economía. Todo, suele decir él, fue gracias a la suerte, audacia, a su amigo que le mandó un pasaje, a María Victoria y a quien fuera su socio en Argentina.
Así transcurrieron para Fernando aquellos mágicos años noventa, con un amor que fue maravilloso mientras duró: “Gran mujer, eternamente agradecido, sus posibilidades económicas, su generosidad, me hizo conocer la noche de New York, disfruté su compañía y sus relaciones”.
“Unos años después llevé a mi familia. Todos viven hoy en Miami”.
Nada como Argentina: “Con 81 años sé lo que quiero”
Los años en Estados Unidos pasaron, los años noventa con sus espejitos de colores, también. El presente de Fernando ya no se sentía vibrante, poco a poco se había apagado para poner en evidencia algo que jamás había muerto: su deseo de volver a vivir en Argentina. La extrañaba, la extrañaba mucho. Y por ello regresó.
Y hoy Fernando tiene nietos allí, en América del Norte, así como a su hermana, hijo y sobrino. A esta altura de su vida conoce Estados Unidos casi como a la palma de su mano, pero no elige aquella tierra para vivir. Con sus años ya sabe de deseos cumplidos, de aquellos otros que estarán siempre presentes en el plano de los sueños y lo que quiere que permanezca siempre vivo, como su barrio porteño.
“No puedo estar fuera de Argentina, me gusta visitar a mi familia y conozco todo Estados Unidos. País maravilloso. Pero mi barrio es Palermo, allí vivo solo y lo disfruto, y no lo cambio por nada. Con 81 años sé lo que quiero”, concluye.
¿Por qué volviste a la Argentina? La pregunta llega una y otra vez a los oídos de Fernando Resuche, que siempre insiste en dar la misma respuesta: “Extrañaba”, dice sin satisfacer los interrogantes, aun cuando para él no sea necesario exponer ninguna otra razón.
El filósofo francés Jean-François Lyotard expuso que lo esencial del deseo estriba en la estructura que combina la presencia y la ausencia. Lo ausente es deseado, lo presente se ausenta y muere: “…existe el deseo, porque hay ausencia en la presencia, muerte en lo vivo; y porque tenemos capacidad para articular lo que aún no lo está; y también porque existe la alienación, la pérdida de lo que se creía conseguido y la escisión entre lo hecho y el hacer, entre lo dicho y el decir; y finalmente porque no podemos evitar esto: atestiguar la presencia de la falta con la palabra…” (Lyotard, ¿Por qué filosofar?)
En otras palabras, en la vida de un ser humano, en muchas ocasiones, lo ausente suele estar más presente que aquello que lo acompaña en lo cotidiano. Y para Fernando, tal vez, esa es la explicación extendida de extrañar: en sus años de destierro la ausencia de cercanía con Argentina no hizo más que provocar su evocación constante y el deseo de volver.
Una novia que cambió un destino
Corrían los primeros meses de 1989, Fernando trabajaba para la agencia de publicidad de un amigo, Oscar, donde manejaba su cartera de clientes propios, produciendo páginas comerciales para los distintos diarios de Argentina.
Le iba bien, la vida le sonreía bastante seguido y, para su fortuna, su hijo de 20 años colaboraba con él como cadete. La culpable de borrar sonrisas, sin embargo, aparecía cada día, implacable: “Inflación”, recuerda con resignación, pues poco ha cambiado. “Lo que vendía, cuando cobraba, no respondía a mis necesidades”.
A pesar de la inestabilidad, Fernando volvía a la carga dispuesto a dar pelea y a disfrutar de lo simple y hermoso de la vida porteña. Cierto día, sin embargo, una noticia cambió el rumbo de su destino para siempre: Tengo novia, pa, anunció su hijo. Es yanquee y quiero irme con ella a vivir y radicarme en Estados Unidos.
Fernando no dudó en ayudarlo en su vuelo. Su propia vida, un tanto impredecible, había elegido un camino, pero la de su hijo tenía un futuro por delante que podría brillar en el gran país del norte: “Vendí una yegua de carrera que tenía para comprar su pasaje, y con la excusa de participar como periodista en un evento sobre la gráfica que se desarrollaba en Los Ángeles, preparé su viaje. Con mucho esfuerzo pude conseguir la plata del pasaje, Buenos Aires-Miami-Los Ángeles”, cuenta.
Junio mediaba cuando Fernando despidió a su hijo en Ezeiza. Si bien las condiciones de visado eran otras, tembló cuando supo que entrar a Estados Unidos no había sido tan fácil: “Había que sortear la entrada al país, siendo tan joven con visa de turista…”
Pero finalmente, y tras superar varias preguntas en el aeropuerto de Miami, su hijo abordó el vuelo a Los Ángeles, donde esperaba su novia. En los dos meses que siguieron, la comunicación, compleja por aquel entonces, fue espaciada, pero cuando Fernando escuchaba su voz, reconoció que su hijo había encontrado su lugar en el mundo.
Un amigo de fierro y un rincón en Nueva Jersey
Algunos meses pasaron, cierto día, Fernando despertó con el peso de la ausencia de su hijo intranquilizando su corazón, y con su propia situación de vida en un paréntesis que le permitía repensar su futuro: se había divorciado, su presente laboral había empeorado, vivía solo y tenía familia e incluso amigos que residían en el exterior. ¿Por qué no hacer las valijas y volar?
Llamó a un gran amigo que vivía en Nueva York y era periodista del medio latino más antiguo de habla hispana aquella ciudad -El Diario La Prensa- que circulaba con éxito en la Gran Manzana: “Le comenté mi intención de poder ir allí a ver si mejoraba mi situación, agregando la referencia de que mi hijo estaba en Los Ángeles. Me dijo que lo volviera a llamar en unos días”.
La sorpresa de Fernando fue enorme cuando su querido amigo le anunció que, si bien no tenía un puesto de trabajo para él, le había conseguido un pasaje de ida y un alojamiento que habían reservado en Nueva Jersey, muy cerca de Nueva York, en Weehawken, donde había una colonia latina y le resultaría fácil comunicarse.
La fortuna de conocer a María Victoria
La compañía de Eduardo, su querido amigo, fue fundamental en los primeros tiempos. Desde que pisó Nueva York, la ausencia de Buenos Aires fue difícil de sobrellevar.
Pero la nostalgia dio su tregua cuando consiguió un trabajo en un restaurante español en el centro de Manhattan, haciendo tareas varias, y donde un buen día conoció a un gran amor: “Cubana, de una figura y belleza singular, unos años mayor que yo, pero de gran personalidad”.
A partir de aquella noche, la vida de Fernando cambió el rumbo por completo e ingresó en una vorágine que jamás imaginó ni en sus sueños más locos. Ella, esa cubana extrovertida, era una heredera de un hombre que había invertido muy bien en Estados Unidos, gracias al respaldo del banco de Nueva York. Ya fallecido el padre, madre e hija llevaban una buena vida, muy cómoda para los estándares de Nueva York. Y por sobre ello, su enamorada era jefa de publicidad de una revista femenina renombrada.
“Las latinas en general gustan de los argentinos, María Victoria Del Valle, así su nombre, divorciada dos veces, tenía mucho mundo, había viajado alguna vez a Buenos Aires, y nuestra relación se facilitó por mi conocimiento de la publicidad, hubo una atracción mutua, tanto así que dejé mi humilde lugar de vivienda y por pedido de ella me mudé al pleno corazón del East de New York. ¡Salí de Villa Lugano a Recoleta!”, recuerda entre risas.
Un buen trabajo en los gloriosos noventa: “Llevé a mi familia”
El noviazgo con María Cristina se fortaleció, Fernando renunció a su trabajo en el restaurante y se dispuso a encontrar empleo en su profesión en el ambiente publicitario. El idioma, sin embargo, era una barrera y su pareja, una vez más, le abrió las puertas y así, otro nuevo mundo emergió ante un incrédulo Fernando, que agradecido aceptó la propuesta para una entrevista para el New York Times.
“Llegó el día y con la ayuda indispensable de María Victoria, conseguí una representación para Argentina”, recuerda con orgullo.
“Increíble los caminos que tomó mi vida desde la inquietud de mi hijo, Marcelo, pasando por todas las dificultades mencionadas, salir de Caballito, donde vivía en mi departamento de la Av. Diaz Vélez a una redacción en Nueva York, con proyectos que luego se concretaron. Era un sueño inimaginable”.
A partir de entonces, Fernando pudo regresar a su querida Argentina para promover notas para diversos medios sobre Córdoba, Mendoza, Misiones y vinos argentinos de todo el país. También sobre Bolivia, Ecuador, Uruguay, Argentina y su economía. Todo, suele decir él, fue gracias a la suerte, audacia, a su amigo que le mandó un pasaje, a María Victoria y a quien fuera su socio en Argentina.
Así transcurrieron para Fernando aquellos mágicos años noventa, con un amor que fue maravilloso mientras duró: “Gran mujer, eternamente agradecido, sus posibilidades económicas, su generosidad, me hizo conocer la noche de New York, disfruté su compañía y sus relaciones”.
“Unos años después llevé a mi familia. Todos viven hoy en Miami”.
Nada como Argentina: “Con 81 años sé lo que quiero”
Los años en Estados Unidos pasaron, los años noventa con sus espejitos de colores, también. El presente de Fernando ya no se sentía vibrante, poco a poco se había apagado para poner en evidencia algo que jamás había muerto: su deseo de volver a vivir en Argentina. La extrañaba, la extrañaba mucho. Y por ello regresó.
Y hoy Fernando tiene nietos allí, en América del Norte, así como a su hermana, hijo y sobrino. A esta altura de su vida conoce Estados Unidos casi como a la palma de su mano, pero no elige aquella tierra para vivir. Con sus años ya sabe de deseos cumplidos, de aquellos otros que estarán siempre presentes en el plano de los sueños y lo que quiere que permanezca siempre vivo, como su barrio porteño.
“No puedo estar fuera de Argentina, me gusta visitar a mi familia y conozco todo Estados Unidos. País maravilloso. Pero mi barrio es Palermo, allí vivo solo y lo disfruto, y no lo cambio por nada. Con 81 años sé lo que quiero”, concluye.
Cuando su hijo decidió irse de Argentina, él también decidió probar suerte, sin imaginar la odisea que le tocaría vivir Read More