La película más cruel de Hitchcock, que retrató su obsesión con una actriz inaccesible y resultó un amargo fracaso

Si hay una película que despertó polémica en la filmografía de Alfred Hitchcock, esa fue Marnie, la ladrona. Situada en la etapa crepuscular del director inglés ya consagrado en Hollywood desde hacía varios años, supone la exploración más descarada de la vena fetichista de su cine, que había encontrado una cumbre en Vértigo (1958), con James Stewart y Kim Novak, y también una gran expectativa, el posible regreso de Grace Kelly a la actuación. Ninguna de esas premoniciones se concretaron: Grace Kelly rechazó el papel después de mucha deliberación, debido a sus compromisos como princesa de Mónaco, y la película no logró asomar a la fama y el prestigio que consiguió Vértigo en los años posteriores, ubicada en la cima de las listas de mejores películas de todos los tiempos.

Pero Marnie, que cumple este año 60 años de su estreno, fue también la segunda colaboración con la última de las actrices rubias y distinguidas que Hitchcock persiguió como figura clave de su universo. Una mujer elegante pero algo fría, cuyo misterio radicaba en la distancia entre una apariencia esquiva y una pasión escondida y reservada para la intimidad. En los años ingleses, la llamada “rubia hitchcockiana” había sido Madeleine Carroll, con sus anteojos de intelectual y sus modales imperiales tal como aparece en un camarote del tren que atraviesa Los 39 escalones (1935). Luego Hitchcock se “enamoró” de la imagen frágil de Ingrid Bergman, que si bien no era rubia, exudaba esa distancia tenue y vital que la hacía objeto de deseo como la psiquiatra atribulada de Cuéntame tu vida (1945), pero sobre todo como la espía hostigada por el nazismo y los entreveros políticos de su amante en Tuyo es mi corazón (1946).

La mejor de todas fue Grace Kelly, la que Hitchcock perdió a manos del principado y el rechoncho monarca de aquella pequeña parcela europea donde su actriz dejó la aventura del cine para representar siempre el mismo papel. Desde entonces, el obseso artífice del suspenso cinematográfico la buscó en una y otra sustituta: Vera Miles, Kim Novak, hasta llegar a Tippi Hedren, una modelo inexperta que apareció en un comercial y sedujo con su ingenuidad a la devota Alma Reville, esposa y fiel colaboradora de Alfred Hitchcock. Hedren encarnó a la joven perseguida por las aves enloquecidas en Los pájaros, el segundo clásico del horror del director después del inesperado batacazo de Psicosis (1960). Era el año 1963 y el clasicismo decantaba en una nueva forma de concebir el lenguaje, los ritmos y el modo de producción, nuevos contornos para los géneros, nuevos caminos para las estrellas. Hitchcock volvía a alcanzar el impacto definitivo: un estado de inquietud proveniente de esa naturaleza impredecible, pájaros desbandados, un terror silencioso que lo elevaba otra vez en la cima de la popularidad.

Altas expectativas

El proyecto de Marnie, la ladrona (1964) generó mucha expectativa. Primero, era la siguiente película después de dos éxitos consecutivos, Psicosis y Los pájaros (1963); segundo, era el perfecto salvoconducto para el regreso de la princesa de Mónaco en la pantalla. Finalmente tal regreso no se hizo efectivo. Después de mucho cavilar, y mientras el guionista Evan Hunter estaba trabajando en un primer borrador de la historia, Hitchcock se decidió por Hedren. En la biografía de Donald Spoto, La cara oculta del genio, el autor señala que su la firme competencia fue la actriz Claire Griswold, quien entonces aparecía en el único episodio que Hitchcock dirigió personalmente de su especial televisivo, La hora de Alfred Hitchcock (1962). “I Saw The Hole Thing”, filmado entre el 23 y 27 de julio de 1962, era un drama judicial en el que Griswold interpretaba un pequeño papel, pero ello le sirvió a Hitchcock para ofrecerle un contrato de siete años, mandarle a diseñar un nuevo vestuario, y ponerla a ensayar algunas escenas de prueba, sobre todo de Para atrapar al ladrón (1955), la última película que había protagonizado para él Grace Kelly. “Me sentí muy impresionada -diría la actriz, según cita Spoto-, por su evidente necesidad de recrear a Grace Kelly, o a quienquiera que imaginara, a partir del material bruto que era yo”.

Por entonces, Griswold estaba casada con el director Sidney Pollack, y en esos meses esperaba su segundo hijo. El embarazo determinó que Hitchcock se decidiera nuevamente por la actriz de Los pájaros para el personaje principal de Marnie, la ladrona y el contrato con la efímera sustituta fue rescindido de mutuo acuerdo. Ya por entonces el guion cobraba forma: inspirado en la novela de Winston Graham -quien vendió los derechos al doble de su valor inicial al sospechar que su comprador anónimo era Alfred Hitchcock-, la historia era la de una joven cleptómana que guarda un trauma en su pasado y ello la lleva a esconder sus robos y caer en la trampa de un hombre que la descubre y la obliga a casarse con él para no delatarla. Atendiendo a esa perturbadora premisa, el entonces crítico François Truffaut, quien entrevistaba a su mentor para el libro de entrevistas El cine según Hitchcock, intentó indagar en los motivos del interés por semejante historia.

“Me gustaba sobre todo la idea de presentar un amor fetichista -explica Hitchcock-. Un hombre quiere acostarse con una mujer justamente porque es ladrona”. Ese impulso que el cineasta encuentra clave para su representación cinematográfica, es el que define toda la puesta en escena de la película: filmar los robos como si fueran, en efecto, actos de amor. Pero el fetichismo no se agotaba allí, sino que todo el proceso de preparación del rodaje estaba signado por el mismo principio. En las preliminares del rodaje, a comienzos de 1963, el director grabó todas sus conversaciones con el escritor Evan Hunter y el diseñador de producción Robert Boyle. “Hitchcock describe en esas cintas -explica Spoto- cada toma de la primera mitad de la película, las localizaciones de interiores y exteriores, la utilería, las relaciones espaciales de los personajes, y con gran detalle el atuendo y la apariencia física del personaje de Marnie”.

Ese procedimiento de preproducción, recurrente en su obra previa, se hizo minucioso en este tiempo, contagiado de la obsesión que atravesaba a la película, y la que él mismo había cultivado con Tippi Hedren. El clímax en el guion de la película conducía a una escena de violación en la noche de bodas de la ladrona y su captor, cuando él descubría que ella no quería consumar el matrimonio. La escenificación violenta, que surgía de las fantasías que el propio Hitchcock luego contaría a Truffaut (“Hablando crudamente, hubiera sido necesario presentar a Sen Connery sorprendiendo a la ladrona ante la caja fuerte y sintiendo deseos de arrojarse sobre ella y violarla ahí mismo”), generó el primero de los conflictos: las desavenencias creativas con Evan Hunter, quien no estaba de acuerdo con la escena. “Le dije a Hitchcock que la escena de la violación rompía todas las simpatías hacia el personaje del hombre, y de una forma totalmente inmotivada. Pero Hitchcock insistió que quería esa escena en el film, e insistió en que, en el momento exacto de la violación, la cámara se fijara en el rostro desencajado de la mujer”, explicaba el guionista.

Todavía no completado el guion, con la escena de la violación en discusión, Hitchcock comenzó el progresivo asedio de su actriz: el día de San Valentín le envió un largo y apasionado telegrama, en el tour de promoción de Los pájaros aseguró públicamente que la tenía bajo contrato y no pensaba cederla a ningún proyecto, y en cada entrevista con la prensa resaltaba su vocación de mentor: “No le permití hacer nada más que lo que yo le ordenaba, estuvo íntegramente bajo mi control”. Al regresar del periplo de estreno de Los pájaros, Hitchcock despidió a Evan Hunter y contrató a la joven escritora Jay Presson Allen, a quien puso a colaborar estrechamente con Alma Reville para ajustar el guion y comenzar el rodaje a fines del verano boreal. La escena de la violación fue incluida tal como Hitchocok la había concebido. En septiembre de 1963 ya estaba listo, y Hitchcock se reunió con Sean Connery y Tippi Hedren antes de dar el primer grito de acción.

Connery eligió trabajar con Alfred Hitchcock para salir de su personaje de James Bond, justamente en una película en la que el aura de melodrama opresivo y el romanticismo morboso desterraban toda sospecha de la tensión y el realismo del cine de espías. Se llevó bien con Hitchcock durante el rodaje, de hecho el director elogió ese aspecto bestial del actor, que contradecía su fachada galante, para componer a Mark Rutland, el hombre que extorsionaba a Marnie para casarse con él. Pero el director de La ventana indiscreta deslizó algunas reservas en la conversación con Truffaut: “Sean Connery no es un caballero de Filadelfia convincente. En el fondo, si quisiéramos llevar la historia de Marnie a su fuente más vulgar, el resultado sería algo así como ‘El príncipe y la mendiga’. En una historia de este estilo es necesario tener a un hombre muy elegante”, se lamentaba Hitchcock. “Alguien, quizás, como Laurence Olivier”, le sugiere Truffaut. O como Cary Grant, con quien Connery no quería compararse cuando le sugerían que la estrella de Intriga internacional no leía los guiones de Hitchcock sino que directamente los aceptaba. “Bueno, yo no soy Cary Grant”.

El rodaje siguió una rutina estipulada de antemano. A las tres y media de la tarde, Hitchcock hacía una pausa para tomar el té y contar chistes, anécdotas de sus viejos rodajes, mientras los actores se escapaban para un descanso merecido. Spoto desliza en esa instancia de su relato quizás el comentario más cruel de su biografía: “Finalmente todo el mundo se había ido y entonces él se sentaba a solas, con la apariencia de un sensible chico gordo que ha escapado de las crueldades de su semejantes”. En esa lectura psicoanalítica, el biógrafo observa algunos detalles más de la obsesión de Hitchcock por su actriz, que según su pericia parecen camuflarse en la obsesión del personaje que, de alguna forma, lo representa. Los primeros planos de Hedren son cerrados e intensos, las escenas de besos desbordantes del encuadre, la filmación de la violación, perturbadora como pocas. Al final de cada día de rodaje, el director mandaba una botella de champagne a su estrella femenina. Los avances se fueron haciendo más evidentes, las molestias de Alma Reville pasaron de la curiosidad a la alarma, y Hedren parecía querer terminar con el rodaje lo antes posible.

“El film estaba convirtiéndose en la historia de los deseos de un director hacia una actriz inaccesible que, como consecuencia de ello, se convertía aún más en objeto de fantasía”. Las insinuaciones de su poder en público, con insistencia en el contrato leonino sobre Hedren, o en el control que podía demostrar sobre sus actuaciones, se completaban con los telegramas, las flores, el pretendido control sobre su vida privada, y un malhumor que se dispersaba por el set a medida que el rodaje llegaba a su fin. Spoto insiste en las páginas de su biografía que las declaraciones enamoradas del director, teñidas de veladas amenazas, y el rechazo sistemático de la actriz, derivaron en la ruptura total de comunicación entre ambos: los últimos días del rodaje, Hitchcock daba instrucciones a sus asistentes para que se las transmitieran a la actriz, había desestimado la posibilidad de volver a dirigir a Hedren en un nuevo proyecto -que llevaba el título de Mary Rose, y del que tenía avanzado el guion junto a Jay Presson Allen- y también perdió el interés creativo en Marnie, la ladrona.

“En los últimos días, Hitchcock parecía desear que la película fracasara -explica Spoto-, dejó de preocuparse por los detalles técnicos, los efectos especiales y el uso de proyecciones de fondo y sets artificiales para las escenas más importantes (…). Durante los años posteriores se negó a discutir sobre los estridentes errores técnicos de la película, y se refugió en una versión revisada de los hechos que quizás él mismo llegó a creer: ‘Hubiera necesitado más tiempo, para el guion, los decorados, todo. Fue una mezcolanza técnica, algo que yo no aprobaba. Estábamos presionados por el tiempo, de otro modo la hubiera hecho pedazos y empezado de nuevo’”. Marnie, la ladrona se convirtió entonces en la piedra angular de las discusiones sobre la obra tardía de Hitchcock, una pieza de reflexión a partir de cierto anacronismo que se intuía en su factura técnica, un amargo romanticismo que exudaban sus imágenes, y la frustración sexual que reverberaba entre los personajes y se remontaba a la psiquis del propio director.

Una venganza

¿Qué había pasado con la película? ¿Todo se malogró desde el momento en que Grace Kelly no aceptó protagonizarla y el desaire de su princesa se transformó en una venganza cinematográfica contra la actriz que fue su sustituta? ¿O esa pasión fetichista que signó a la obra del director inglés orilló demasiado en la frontera de la realidad y se convirtió en un acoso intolerable para Tippi Hedren, una crueldad malsana que quedó impregnada en el trauma sexual de Marnie, la morbosa violación, la relación entre un hombre obsesionado y una mujer que intenta escapar de sus garras? Son preguntas que se hicieron biógrafos y cinéfilos, historiadores de una era del cine marcada por cambios irremediables: la industria de Hollywood que dejaba atrás el viejo cine para abrir los brazos a los aires de modernidad, un realismo concreto que tornaba demasiado artificiales las pretensiones estéticas de quien había sido uno de los grandes innovadores de la técnica cinematográfica. Quién sabe cuál sea la respuesta adecuada. Hitchcock había obtenido dos éxitos consecutivos con Psicosis y Los pájaros, era ya una estrella de la televisión Alfred Hitchcock presenta, pero el fracaso en taquilla y el destrato crítico con Marnie fueron un golpe duro.

Para Spoto la “burda técnica” de la película, que muchos críticos de la época intentaron explicar con racionalizaciones desmedidas, tenía una explicación más mundana: el malestar emocional del director desencadenó un abandono de la película a su suerte cuando consideró que ya no era el vehículo de amor que había soñado. Sin embargo, en ese mismo 1964, apenas terminado el rodaje y antes del desastroso estreno que sobrevendría, Hitchcock y Alma Reville hicieron un viaje por Europa y en Francia el director completó sus entrevistas con François Truffaut. Fue Marnie la última película de la que hablaría en el libro, y fue justamente a ese último mojón al que Truffaut le dedicaría un análisis interesante. “Marnie, la ladrona fue un amargo fracaso que pertenece a la categoría de les grands films malades: una obra maestra abortada, una empresa ambiciosa que ha sufrido errores, un buen guion imposible de filmar, un reparto inadecuado, un rodaje envenenado por el odio o cegado por el amor (…) Son estas películas malogradas más vibrantes que las obras maestras, más sinceras, son justamente las que muestran más crudamente su razón de ser”.

Para Truffaut, Hitchcock nunca sería el mismo después de Marnie. El cine había cambiado y él también. Ya no había estrellas como las del período clásico, las invenciones de la técnica cinematográfica habían llegado a un límite en el que habían dejado de tener interés para él, tan cercanas a la tecnología y lejanas de la magia. El espionaje, la política y los asuntos más esquivos a ese romanticismo rabioso y obsesivo que había definido el mundo interior de Hitchcock inundaron sus últimas películas como Cortina rasgada (1966) o Trama macabra (1976). Marnie, la ladrona había sido también una despedida. Su película más honesta y desgarradora, incluso a su pesar, su película más cruel y despiadada. Aquella que revelaba la condición fetichista del cine, la propia como Pigmalión de amores siempre ajenos. Como concluye Truffaut, “Alfred Hitchcock ofrecía siempre el esfuerzo de llevar al público a identificarse con el joven y seductor protagonista, mientras él, Hitchcock, se identificaba con el actor secundario, el hombre equivocado, desilusionado, asesino o monstruo, el hombre rechazado por los otros, el que no tiene derecho a amar y que siempre mira lo que otros hacen sin participar”.

Marnie, la ladrona está disponible en la plataforma Max

Si hay una película que despertó polémica en la filmografía de Alfred Hitchcock, esa fue Marnie, la ladrona. Situada en la etapa crepuscular del director inglés ya consagrado en Hollywood desde hacía varios años, supone la exploración más descarada de la vena fetichista de su cine, que había encontrado una cumbre en Vértigo (1958), con James Stewart y Kim Novak, y también una gran expectativa, el posible regreso de Grace Kelly a la actuación. Ninguna de esas premoniciones se concretaron: Grace Kelly rechazó el papel después de mucha deliberación, debido a sus compromisos como princesa de Mónaco, y la película no logró asomar a la fama y el prestigio que consiguió Vértigo en los años posteriores, ubicada en la cima de las listas de mejores películas de todos los tiempos.

Pero Marnie, que cumple este año 60 años de su estreno, fue también la segunda colaboración con la última de las actrices rubias y distinguidas que Hitchcock persiguió como figura clave de su universo. Una mujer elegante pero algo fría, cuyo misterio radicaba en la distancia entre una apariencia esquiva y una pasión escondida y reservada para la intimidad. En los años ingleses, la llamada “rubia hitchcockiana” había sido Madeleine Carroll, con sus anteojos de intelectual y sus modales imperiales tal como aparece en un camarote del tren que atraviesa Los 39 escalones (1935). Luego Hitchcock se “enamoró” de la imagen frágil de Ingrid Bergman, que si bien no era rubia, exudaba esa distancia tenue y vital que la hacía objeto de deseo como la psiquiatra atribulada de Cuéntame tu vida (1945), pero sobre todo como la espía hostigada por el nazismo y los entreveros políticos de su amante en Tuyo es mi corazón (1946).

La mejor de todas fue Grace Kelly, la que Hitchcock perdió a manos del principado y el rechoncho monarca de aquella pequeña parcela europea donde su actriz dejó la aventura del cine para representar siempre el mismo papel. Desde entonces, el obseso artífice del suspenso cinematográfico la buscó en una y otra sustituta: Vera Miles, Kim Novak, hasta llegar a Tippi Hedren, una modelo inexperta que apareció en un comercial y sedujo con su ingenuidad a la devota Alma Reville, esposa y fiel colaboradora de Alfred Hitchcock. Hedren encarnó a la joven perseguida por las aves enloquecidas en Los pájaros, el segundo clásico del horror del director después del inesperado batacazo de Psicosis (1960). Era el año 1963 y el clasicismo decantaba en una nueva forma de concebir el lenguaje, los ritmos y el modo de producción, nuevos contornos para los géneros, nuevos caminos para las estrellas. Hitchcock volvía a alcanzar el impacto definitivo: un estado de inquietud proveniente de esa naturaleza impredecible, pájaros desbandados, un terror silencioso que lo elevaba otra vez en la cima de la popularidad.

Altas expectativas

El proyecto de Marnie, la ladrona (1964) generó mucha expectativa. Primero, era la siguiente película después de dos éxitos consecutivos, Psicosis y Los pájaros (1963); segundo, era el perfecto salvoconducto para el regreso de la princesa de Mónaco en la pantalla. Finalmente tal regreso no se hizo efectivo. Después de mucho cavilar, y mientras el guionista Evan Hunter estaba trabajando en un primer borrador de la historia, Hitchcock se decidió por Hedren. En la biografía de Donald Spoto, La cara oculta del genio, el autor señala que su la firme competencia fue la actriz Claire Griswold, quien entonces aparecía en el único episodio que Hitchcock dirigió personalmente de su especial televisivo, La hora de Alfred Hitchcock (1962). “I Saw The Hole Thing”, filmado entre el 23 y 27 de julio de 1962, era un drama judicial en el que Griswold interpretaba un pequeño papel, pero ello le sirvió a Hitchcock para ofrecerle un contrato de siete años, mandarle a diseñar un nuevo vestuario, y ponerla a ensayar algunas escenas de prueba, sobre todo de Para atrapar al ladrón (1955), la última película que había protagonizado para él Grace Kelly. “Me sentí muy impresionada -diría la actriz, según cita Spoto-, por su evidente necesidad de recrear a Grace Kelly, o a quienquiera que imaginara, a partir del material bruto que era yo”.

Por entonces, Griswold estaba casada con el director Sidney Pollack, y en esos meses esperaba su segundo hijo. El embarazo determinó que Hitchcock se decidiera nuevamente por la actriz de Los pájaros para el personaje principal de Marnie, la ladrona y el contrato con la efímera sustituta fue rescindido de mutuo acuerdo. Ya por entonces el guion cobraba forma: inspirado en la novela de Winston Graham -quien vendió los derechos al doble de su valor inicial al sospechar que su comprador anónimo era Alfred Hitchcock-, la historia era la de una joven cleptómana que guarda un trauma en su pasado y ello la lleva a esconder sus robos y caer en la trampa de un hombre que la descubre y la obliga a casarse con él para no delatarla. Atendiendo a esa perturbadora premisa, el entonces crítico François Truffaut, quien entrevistaba a su mentor para el libro de entrevistas El cine según Hitchcock, intentó indagar en los motivos del interés por semejante historia.

“Me gustaba sobre todo la idea de presentar un amor fetichista -explica Hitchcock-. Un hombre quiere acostarse con una mujer justamente porque es ladrona”. Ese impulso que el cineasta encuentra clave para su representación cinematográfica, es el que define toda la puesta en escena de la película: filmar los robos como si fueran, en efecto, actos de amor. Pero el fetichismo no se agotaba allí, sino que todo el proceso de preparación del rodaje estaba signado por el mismo principio. En las preliminares del rodaje, a comienzos de 1963, el director grabó todas sus conversaciones con el escritor Evan Hunter y el diseñador de producción Robert Boyle. “Hitchcock describe en esas cintas -explica Spoto- cada toma de la primera mitad de la película, las localizaciones de interiores y exteriores, la utilería, las relaciones espaciales de los personajes, y con gran detalle el atuendo y la apariencia física del personaje de Marnie”.

Ese procedimiento de preproducción, recurrente en su obra previa, se hizo minucioso en este tiempo, contagiado de la obsesión que atravesaba a la película, y la que él mismo había cultivado con Tippi Hedren. El clímax en el guion de la película conducía a una escena de violación en la noche de bodas de la ladrona y su captor, cuando él descubría que ella no quería consumar el matrimonio. La escenificación violenta, que surgía de las fantasías que el propio Hitchcock luego contaría a Truffaut (“Hablando crudamente, hubiera sido necesario presentar a Sen Connery sorprendiendo a la ladrona ante la caja fuerte y sintiendo deseos de arrojarse sobre ella y violarla ahí mismo”), generó el primero de los conflictos: las desavenencias creativas con Evan Hunter, quien no estaba de acuerdo con la escena. “Le dije a Hitchcock que la escena de la violación rompía todas las simpatías hacia el personaje del hombre, y de una forma totalmente inmotivada. Pero Hitchcock insistió que quería esa escena en el film, e insistió en que, en el momento exacto de la violación, la cámara se fijara en el rostro desencajado de la mujer”, explicaba el guionista.

Todavía no completado el guion, con la escena de la violación en discusión, Hitchcock comenzó el progresivo asedio de su actriz: el día de San Valentín le envió un largo y apasionado telegrama, en el tour de promoción de Los pájaros aseguró públicamente que la tenía bajo contrato y no pensaba cederla a ningún proyecto, y en cada entrevista con la prensa resaltaba su vocación de mentor: “No le permití hacer nada más que lo que yo le ordenaba, estuvo íntegramente bajo mi control”. Al regresar del periplo de estreno de Los pájaros, Hitchcock despidió a Evan Hunter y contrató a la joven escritora Jay Presson Allen, a quien puso a colaborar estrechamente con Alma Reville para ajustar el guion y comenzar el rodaje a fines del verano boreal. La escena de la violación fue incluida tal como Hitchocok la había concebido. En septiembre de 1963 ya estaba listo, y Hitchcock se reunió con Sean Connery y Tippi Hedren antes de dar el primer grito de acción.

Connery eligió trabajar con Alfred Hitchcock para salir de su personaje de James Bond, justamente en una película en la que el aura de melodrama opresivo y el romanticismo morboso desterraban toda sospecha de la tensión y el realismo del cine de espías. Se llevó bien con Hitchcock durante el rodaje, de hecho el director elogió ese aspecto bestial del actor, que contradecía su fachada galante, para componer a Mark Rutland, el hombre que extorsionaba a Marnie para casarse con él. Pero el director de La ventana indiscreta deslizó algunas reservas en la conversación con Truffaut: “Sean Connery no es un caballero de Filadelfia convincente. En el fondo, si quisiéramos llevar la historia de Marnie a su fuente más vulgar, el resultado sería algo así como ‘El príncipe y la mendiga’. En una historia de este estilo es necesario tener a un hombre muy elegante”, se lamentaba Hitchcock. “Alguien, quizás, como Laurence Olivier”, le sugiere Truffaut. O como Cary Grant, con quien Connery no quería compararse cuando le sugerían que la estrella de Intriga internacional no leía los guiones de Hitchcock sino que directamente los aceptaba. “Bueno, yo no soy Cary Grant”.

El rodaje siguió una rutina estipulada de antemano. A las tres y media de la tarde, Hitchcock hacía una pausa para tomar el té y contar chistes, anécdotas de sus viejos rodajes, mientras los actores se escapaban para un descanso merecido. Spoto desliza en esa instancia de su relato quizás el comentario más cruel de su biografía: “Finalmente todo el mundo se había ido y entonces él se sentaba a solas, con la apariencia de un sensible chico gordo que ha escapado de las crueldades de su semejantes”. En esa lectura psicoanalítica, el biógrafo observa algunos detalles más de la obsesión de Hitchcock por su actriz, que según su pericia parecen camuflarse en la obsesión del personaje que, de alguna forma, lo representa. Los primeros planos de Hedren son cerrados e intensos, las escenas de besos desbordantes del encuadre, la filmación de la violación, perturbadora como pocas. Al final de cada día de rodaje, el director mandaba una botella de champagne a su estrella femenina. Los avances se fueron haciendo más evidentes, las molestias de Alma Reville pasaron de la curiosidad a la alarma, y Hedren parecía querer terminar con el rodaje lo antes posible.

“El film estaba convirtiéndose en la historia de los deseos de un director hacia una actriz inaccesible que, como consecuencia de ello, se convertía aún más en objeto de fantasía”. Las insinuaciones de su poder en público, con insistencia en el contrato leonino sobre Hedren, o en el control que podía demostrar sobre sus actuaciones, se completaban con los telegramas, las flores, el pretendido control sobre su vida privada, y un malhumor que se dispersaba por el set a medida que el rodaje llegaba a su fin. Spoto insiste en las páginas de su biografía que las declaraciones enamoradas del director, teñidas de veladas amenazas, y el rechazo sistemático de la actriz, derivaron en la ruptura total de comunicación entre ambos: los últimos días del rodaje, Hitchcock daba instrucciones a sus asistentes para que se las transmitieran a la actriz, había desestimado la posibilidad de volver a dirigir a Hedren en un nuevo proyecto -que llevaba el título de Mary Rose, y del que tenía avanzado el guion junto a Jay Presson Allen- y también perdió el interés creativo en Marnie, la ladrona.

“En los últimos días, Hitchcock parecía desear que la película fracasara -explica Spoto-, dejó de preocuparse por los detalles técnicos, los efectos especiales y el uso de proyecciones de fondo y sets artificiales para las escenas más importantes (…). Durante los años posteriores se negó a discutir sobre los estridentes errores técnicos de la película, y se refugió en una versión revisada de los hechos que quizás él mismo llegó a creer: ‘Hubiera necesitado más tiempo, para el guion, los decorados, todo. Fue una mezcolanza técnica, algo que yo no aprobaba. Estábamos presionados por el tiempo, de otro modo la hubiera hecho pedazos y empezado de nuevo’”. Marnie, la ladrona se convirtió entonces en la piedra angular de las discusiones sobre la obra tardía de Hitchcock, una pieza de reflexión a partir de cierto anacronismo que se intuía en su factura técnica, un amargo romanticismo que exudaban sus imágenes, y la frustración sexual que reverberaba entre los personajes y se remontaba a la psiquis del propio director.

Una venganza

¿Qué había pasado con la película? ¿Todo se malogró desde el momento en que Grace Kelly no aceptó protagonizarla y el desaire de su princesa se transformó en una venganza cinematográfica contra la actriz que fue su sustituta? ¿O esa pasión fetichista que signó a la obra del director inglés orilló demasiado en la frontera de la realidad y se convirtió en un acoso intolerable para Tippi Hedren, una crueldad malsana que quedó impregnada en el trauma sexual de Marnie, la morbosa violación, la relación entre un hombre obsesionado y una mujer que intenta escapar de sus garras? Son preguntas que se hicieron biógrafos y cinéfilos, historiadores de una era del cine marcada por cambios irremediables: la industria de Hollywood que dejaba atrás el viejo cine para abrir los brazos a los aires de modernidad, un realismo concreto que tornaba demasiado artificiales las pretensiones estéticas de quien había sido uno de los grandes innovadores de la técnica cinematográfica. Quién sabe cuál sea la respuesta adecuada. Hitchcock había obtenido dos éxitos consecutivos con Psicosis y Los pájaros, era ya una estrella de la televisión Alfred Hitchcock presenta, pero el fracaso en taquilla y el destrato crítico con Marnie fueron un golpe duro.

Para Spoto la “burda técnica” de la película, que muchos críticos de la época intentaron explicar con racionalizaciones desmedidas, tenía una explicación más mundana: el malestar emocional del director desencadenó un abandono de la película a su suerte cuando consideró que ya no era el vehículo de amor que había soñado. Sin embargo, en ese mismo 1964, apenas terminado el rodaje y antes del desastroso estreno que sobrevendría, Hitchcock y Alma Reville hicieron un viaje por Europa y en Francia el director completó sus entrevistas con François Truffaut. Fue Marnie la última película de la que hablaría en el libro, y fue justamente a ese último mojón al que Truffaut le dedicaría un análisis interesante. “Marnie, la ladrona fue un amargo fracaso que pertenece a la categoría de les grands films malades: una obra maestra abortada, una empresa ambiciosa que ha sufrido errores, un buen guion imposible de filmar, un reparto inadecuado, un rodaje envenenado por el odio o cegado por el amor (…) Son estas películas malogradas más vibrantes que las obras maestras, más sinceras, son justamente las que muestran más crudamente su razón de ser”.

Para Truffaut, Hitchcock nunca sería el mismo después de Marnie. El cine había cambiado y él también. Ya no había estrellas como las del período clásico, las invenciones de la técnica cinematográfica habían llegado a un límite en el que habían dejado de tener interés para él, tan cercanas a la tecnología y lejanas de la magia. El espionaje, la política y los asuntos más esquivos a ese romanticismo rabioso y obsesivo que había definido el mundo interior de Hitchcock inundaron sus últimas películas como Cortina rasgada (1966) o Trama macabra (1976). Marnie, la ladrona había sido también una despedida. Su película más honesta y desgarradora, incluso a su pesar, su película más cruel y despiadada. Aquella que revelaba la condición fetichista del cine, la propia como Pigmalión de amores siempre ajenos. Como concluye Truffaut, “Alfred Hitchcock ofrecía siempre el esfuerzo de llevar al público a identificarse con el joven y seductor protagonista, mientras él, Hitchcock, se identificaba con el actor secundario, el hombre equivocado, desilusionado, asesino o monstruo, el hombre rechazado por los otros, el que no tiene derecho a amar y que siempre mira lo que otros hacen sin participar”.

Marnie, la ladrona está disponible en la plataforma Max

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