Toda máquina necesita detenerse, dijo mi hija mayor. Un período de apagado tras haber estado encendida, el descanso tras la actividad. Si no, se recalienta y se quema. “¿Y si con el mundo es igual? –agregó–. Quizá la pandemia es la oportunidad que tenemos de parar”. La idea, en medio de la cuarentena (se cumplen por estos días cinco años de su inicio), me gustó. Un mundo medio quemado había pulsado, obligado por un virus, el botón de “stop”. Algo de eso había. Por entonces yo me había sumado a unos encuentros por zoom con un grupo de personas que, ante lo inédito de la situación, habían acordado reflexionar juntas y reunir propuestas de cambio. La sensación de que la pandemia había congelado la acción promovía el fervor utópico. La pausa abría la oportunidad de corregir. De pronto, en medio del desastre, teníamos la pelota detenida y la posibilidad de levantar la mirada.
Esta ilusión de parate es lo que busco recrear a nivel personal cada vez que me tomo unas vacaciones y me quedo en casa. Salirme del flujo, dejar atrás la correntada y trepar a la orilla. Que el vasto mundo siga girando, pero sin un servidor. Yo me pongo entre paréntesis. En modo stop.
La naturaleza tiene ciclos que se suceden imperturbables. Día y noche, invierno y verano. Se supone que nosotros, como organismos, también los tenemos. Nuestra vida ha de oscilar entre la actividad y el descanso, entre la vigilia y el sueño, entre el trabajo y el ocio. Pero la red informática en la que vivimos inmersos ha ido borrando los límites entre estos polos interdependientes y hoy nuestra existencia se parece a esas luces rojas que están sobre la base del televisor y nunca se apagan. La red permanece activa y nosotros con ella. Zombis o sonámbulos, pero encendidos. Siempre. Y ya medio quemados.
Lo mejor de las vacaciones llega siempre un día antes de que empiecen, cuando nos sobra fervor utópico y volvemos a creer en la fábula de la desconexión
La desconexión es una quimera imposible, lo sabemos. Aun así, en las semanas de vacaciones yo presento lucha. Vivo agotando recursos para recuperar, al menos por un momento, una sensación primigenia de libertad que me devuelva a la vivencia de aquellos largos veranos adolescentes de días eternos y vacantes, cuando habíamos superado primer o segundo año sin llevarnos ninguna materia a marzo.
Pero no hay caso, lo mejor de las vacaciones llega un día antes de que empiecen, cuando nos sobra fervor utópico y volvemos a creer en la fábula de la desconexión, sin saber todavía que esa súbita sensación de libertad ante los días despejados que tenemos por delante, esa libertad en estado de promesa, condensa el momento más álgido del sentimiento que queremos recuperar. Los días traerán otra cosa.
No hacer nada requiere un esfuerzo descomunal. En las dos semanas de vacaciones que pasé en casa a principios de enero me propuse lo de siempre: entregarme a actividades que no supongan ninguna productividad o rédito, a fin de que lo que haga no responda a demanda alguna, ni propia ni ajena. Por ejemplo, pasarme la tarde en el jardín viendo cómo cae la noche. Por ejemplo, calzarme los auriculares y salir a caminar sin rumbo al compás de la música. Por ejemplo, hacer lecturas de forma antojadiza, libros olvidados o fuera de catálogo que no me dejen otro beneficio que haber pasado un buen rato.
Este año, ni eso fui capaz de cumplir. Después de leer una decente novela policial del islandés Arnaldur Indridason cometí el error de abrir Nexus, de Yuval Noah Harari, sobre la irrupción y los riesgos de la inteligencia artificial. Solo quería curiosear la introducción, pero me gustó y seguí de largo. Lo que no me gustó fue que su contenido tenía alguna utilidad para mi trabajo. Remedié esa traición al espíritu de mis vacaciones con otras lecturas paralelas más ligeras y azarosas, a modo de paliativo.
No solo Harari conspiró contra mis propósitos. No hay modo de que un plan como el mío tenga éxito mientras exista WhatsApp o mientras yo exista para WhatsApp. Uno decide parar, pero el mundo no obedece y te arrastra al tumulto de la corriente desde el celular.
La casa estaba sola la mayor parte del día. Mi mujer salía a trabajar y yo debía estar atento a la llegada de las compras a distancia que ella había hecho, “esenciales” para su trabajo. Mercado Libre me arrebataba la libertad. Mi hija menor había vuelto temporariamente a casa después de varios años de vivir afuera, pero salía buena parte del día. Cuando me quedaba solo, me disponía a poner en acto aquella promesa de libertad, pero nada. Lo cierto es que esa promesa, inmaculada al principio, se fue marchitando con los días, hasta que llegó el momento de volver al trabajo.
Tuve unas buenas vacaciones, no vayan a creer. Un poco solitarias, eso sí. Mi mujer, con razón y cierta malicia, me dice que eso es precisamente lo que busco. Pero me pregunto ahora por qué no concreté esa salida al café para charlar largo que nos prometimos con mi hija o la ida al cine con la que mi mujer y yo venimos amagando desde hace rato. A veces buscamos donde no vamos a encontrar y postergamos aquello que secretamente deseamos más. Y ya es tarde cuando lo advertimos.
Toda máquina necesita detenerse, dijo mi hija mayor. Un período de apagado tras haber estado encendida, el descanso tras la actividad. Si no, se recalienta y se quema. “¿Y si con el mundo es igual? –agregó–. Quizá la pandemia es la oportunidad que tenemos de parar”. La idea, en medio de la cuarentena (se cumplen por estos días cinco años de su inicio), me gustó. Un mundo medio quemado había pulsado, obligado por un virus, el botón de “stop”. Algo de eso había. Por entonces yo me había sumado a unos encuentros por zoom con un grupo de personas que, ante lo inédito de la situación, habían acordado reflexionar juntas y reunir propuestas de cambio. La sensación de que la pandemia había congelado la acción promovía el fervor utópico. La pausa abría la oportunidad de corregir. De pronto, en medio del desastre, teníamos la pelota detenida y la posibilidad de levantar la mirada.
Esta ilusión de parate es lo que busco recrear a nivel personal cada vez que me tomo unas vacaciones y me quedo en casa. Salirme del flujo, dejar atrás la correntada y trepar a la orilla. Que el vasto mundo siga girando, pero sin un servidor. Yo me pongo entre paréntesis. En modo stop.
La naturaleza tiene ciclos que se suceden imperturbables. Día y noche, invierno y verano. Se supone que nosotros, como organismos, también los tenemos. Nuestra vida ha de oscilar entre la actividad y el descanso, entre la vigilia y el sueño, entre el trabajo y el ocio. Pero la red informática en la que vivimos inmersos ha ido borrando los límites entre estos polos interdependientes y hoy nuestra existencia se parece a esas luces rojas que están sobre la base del televisor y nunca se apagan. La red permanece activa y nosotros con ella. Zombis o sonámbulos, pero encendidos. Siempre. Y ya medio quemados.
Lo mejor de las vacaciones llega siempre un día antes de que empiecen, cuando nos sobra fervor utópico y volvemos a creer en la fábula de la desconexión
La desconexión es una quimera imposible, lo sabemos. Aun así, en las semanas de vacaciones yo presento lucha. Vivo agotando recursos para recuperar, al menos por un momento, una sensación primigenia de libertad que me devuelva a la vivencia de aquellos largos veranos adolescentes de días eternos y vacantes, cuando habíamos superado primer o segundo año sin llevarnos ninguna materia a marzo.
Pero no hay caso, lo mejor de las vacaciones llega un día antes de que empiecen, cuando nos sobra fervor utópico y volvemos a creer en la fábula de la desconexión, sin saber todavía que esa súbita sensación de libertad ante los días despejados que tenemos por delante, esa libertad en estado de promesa, condensa el momento más álgido del sentimiento que queremos recuperar. Los días traerán otra cosa.
No hacer nada requiere un esfuerzo descomunal. En las dos semanas de vacaciones que pasé en casa a principios de enero me propuse lo de siempre: entregarme a actividades que no supongan ninguna productividad o rédito, a fin de que lo que haga no responda a demanda alguna, ni propia ni ajena. Por ejemplo, pasarme la tarde en el jardín viendo cómo cae la noche. Por ejemplo, calzarme los auriculares y salir a caminar sin rumbo al compás de la música. Por ejemplo, hacer lecturas de forma antojadiza, libros olvidados o fuera de catálogo que no me dejen otro beneficio que haber pasado un buen rato.
Este año, ni eso fui capaz de cumplir. Después de leer una decente novela policial del islandés Arnaldur Indridason cometí el error de abrir Nexus, de Yuval Noah Harari, sobre la irrupción y los riesgos de la inteligencia artificial. Solo quería curiosear la introducción, pero me gustó y seguí de largo. Lo que no me gustó fue que su contenido tenía alguna utilidad para mi trabajo. Remedié esa traición al espíritu de mis vacaciones con otras lecturas paralelas más ligeras y azarosas, a modo de paliativo.
No solo Harari conspiró contra mis propósitos. No hay modo de que un plan como el mío tenga éxito mientras exista WhatsApp o mientras yo exista para WhatsApp. Uno decide parar, pero el mundo no obedece y te arrastra al tumulto de la corriente desde el celular.
La casa estaba sola la mayor parte del día. Mi mujer salía a trabajar y yo debía estar atento a la llegada de las compras a distancia que ella había hecho, “esenciales” para su trabajo. Mercado Libre me arrebataba la libertad. Mi hija menor había vuelto temporariamente a casa después de varios años de vivir afuera, pero salía buena parte del día. Cuando me quedaba solo, me disponía a poner en acto aquella promesa de libertad, pero nada. Lo cierto es que esa promesa, inmaculada al principio, se fue marchitando con los días, hasta que llegó el momento de volver al trabajo.
Tuve unas buenas vacaciones, no vayan a creer. Un poco solitarias, eso sí. Mi mujer, con razón y cierta malicia, me dice que eso es precisamente lo que busco. Pero me pregunto ahora por qué no concreté esa salida al café para charlar largo que nos prometimos con mi hija o la ida al cine con la que mi mujer y yo venimos amagando desde hace rato. A veces buscamos donde no vamos a encontrar y postergamos aquello que secretamente deseamos más. Y ya es tarde cuando lo advertimos.
Toda máquina necesita detenerse, dijo mi hija mayor. Un período de apagado tras haber estado encendida, el descanso tras la actividad. Si no, se recalienta y se quema. “¿Y si con el mundo es igual? –agregó–. Quizá la pandemia es la oportunidad que tenemos de parar”. La idea, en medio de la cuarentena (se cumplen por estos días cinco años de su inicio), me gustó. Un mundo medio quemado había pulsado, obligado por un virus, el botón de “stop”. Algo de eso había. Por entonces yo me había sumado a unos encuentros por zoom con un grupo de personas que, ante lo inédito de la situación, habían acordado reflexionar juntas y reunir propuestas de cambio. La sensación de que la pandemia había congelado la acción promovía el fervor utópico. La pausa abría la oportunidad de corregir. De pronto, en medio del desastre, teníamos la pelota detenida y la posibilidad de levantar la mirada.Esta ilusión de parate es lo que busco recrear a nivel personal cada vez que me tomo unas vacaciones y me quedo en casa. Salirme del flujo, dejar atrás la correntada y trepar a la orilla. Que el vasto mundo siga girando, pero sin un servidor. Yo me pongo entre paréntesis. En modo stop.La naturaleza tiene ciclos que se suceden imperturbables. Día y noche, invierno y verano. Se supone que nosotros, como organismos, también los tenemos. Nuestra vida ha de oscilar entre la actividad y el descanso, entre la vigilia y el sueño, entre el trabajo y el ocio. Pero la red informática en la que vivimos inmersos ha ido borrando los límites entre estos polos interdependientes y hoy nuestra existencia se parece a esas luces rojas que están sobre la base del televisor y nunca se apagan. La red permanece activa y nosotros con ella. Zombis o sonámbulos, pero encendidos. Siempre. Y ya medio quemados.Lo mejor de las vacaciones llega siempre un día antes de que empiecen, cuando nos sobra fervor utópico y volvemos a creer en la fábula de la desconexiónLa desconexión es una quimera imposible, lo sabemos. Aun así, en las semanas de vacaciones yo presento lucha. Vivo agotando recursos para recuperar, al menos por un momento, una sensación primigenia de libertad que me devuelva a la vivencia de aquellos largos veranos adolescentes de días eternos y vacantes, cuando habíamos superado primer o segundo año sin llevarnos ninguna materia a marzo.Pero no hay caso, lo mejor de las vacaciones llega un día antes de que empiecen, cuando nos sobra fervor utópico y volvemos a creer en la fábula de la desconexión, sin saber todavía que esa súbita sensación de libertad ante los días despejados que tenemos por delante, esa libertad en estado de promesa, condensa el momento más álgido del sentimiento que queremos recuperar. Los días traerán otra cosa.No hacer nada requiere un esfuerzo descomunal. En las dos semanas de vacaciones que pasé en casa a principios de enero me propuse lo de siempre: entregarme a actividades que no supongan ninguna productividad o rédito, a fin de que lo que haga no responda a demanda alguna, ni propia ni ajena. Por ejemplo, pasarme la tarde en el jardín viendo cómo cae la noche. Por ejemplo, calzarme los auriculares y salir a caminar sin rumbo al compás de la música. Por ejemplo, hacer lecturas de forma antojadiza, libros olvidados o fuera de catálogo que no me dejen otro beneficio que haber pasado un buen rato.Este año, ni eso fui capaz de cumplir. Después de leer una decente novela policial del islandés Arnaldur Indridason cometí el error de abrir Nexus, de Yuval Noah Harari, sobre la irrupción y los riesgos de la inteligencia artificial. Solo quería curiosear la introducción, pero me gustó y seguí de largo. Lo que no me gustó fue que su contenido tenía alguna utilidad para mi trabajo. Remedié esa traición al espíritu de mis vacaciones con otras lecturas paralelas más ligeras y azarosas, a modo de paliativo.No solo Harari conspiró contra mis propósitos. No hay modo de que un plan como el mío tenga éxito mientras exista WhatsApp o mientras yo exista para WhatsApp. Uno decide parar, pero el mundo no obedece y te arrastra al tumulto de la corriente desde el celular.La casa estaba sola la mayor parte del día. Mi mujer salía a trabajar y yo debía estar atento a la llegada de las compras a distancia que ella había hecho, “esenciales” para su trabajo. Mercado Libre me arrebataba la libertad. Mi hija menor había vuelto temporariamente a casa después de varios años de vivir afuera, pero salía buena parte del día. Cuando me quedaba solo, me disponía a poner en acto aquella promesa de libertad, pero nada. Lo cierto es que esa promesa, inmaculada al principio, se fue marchitando con los días, hasta que llegó el momento de volver al trabajo.Tuve unas buenas vacaciones, no vayan a creer. Un poco solitarias, eso sí. Mi mujer, con razón y cierta malicia, me dice que eso es precisamente lo que busco. Pero me pregunto ahora por qué no concreté esa salida al café para charlar largo que nos prometimos con mi hija o la ida al cine con la que mi mujer y yo venimos amagando desde hace rato. A veces buscamos donde no vamos a encontrar y postergamos aquello que secretamente deseamos más. Y ya es tarde cuando lo advertimos. Read More