De las letras al abucheo, un descenso a la intolerancia

¿Cuándo fue que la inauguración de la Feria del Libro empezó a parecerse al tablón de una cancha de fútbol? ¿En qué momento se extraviaron los códigos de tolerancia para habilitar los silbidos, el abucheo desaforado y los aplausos militantes? Lo que se vio la semana pasada, cuando el secretario de Cultura de la Nación estuvo a punto de interrumpir su discurso en el acto de apertura por los gestos de hostilidad de buena parte del auditorio, tal vez justifique una pregunta más amplia: ¿cuándo dejamos de comportarnos de manera respetuosa y civilizada hasta en los ámbitos más preservados de la agresividad callejera y la confrontación política?

La prepotencia es tan vieja como la injusticia, pero marca cada vez más el tono de la convivencia pública. Lo novedoso, y lo preocupante a la vez, es que se naturaliza ese código en ámbitos en los que debería rendirse un culto a todo lo contrario: al diálogo, la escucha y el respeto, aún en un maco de discrepancias y diferencias que pueden ser abismales. La beligerancia de un lado engendra beligerancia del otro, y aun el espacio intelectual, en el que la polémica debería aspirar a cierto vuelo, todo se termina dirimiendo en un alboroto tosco y agresivo, donde el debate y la conversación quedan sofocados por actitudes patoteriles.

Muchos actores de la cultura tienen, seguramente, motivos fundados de desacuerdo con el gobierno nacional. ¿La forma de expresarlos es intentar callar y silenciar a un funcionario con insultos y griterío? “Era inevitable contestar”, justificó la escritora Claudia Piñeiro, desde una tribuna que se autopercibe progresista. “Era necesario manifestarse contra la destrucción de la cultura”, abundó el escritor Sergio Olguín. ¿Contestar es abuchear? ¿Responder es insultar? ¿Replicar es silenciar? Esas confusiones se han instalado en la cima del poder, desde donde se contestan críticas, análisis e interpretaciones con cataratas de agravios y descalificaciones soeces. Por supuesto que el patoterismo de Estado siempre es más grave que cualquier otro. Ya se ha dicho una y otra vez. ¿Pero no deberían dar ejemplo y testimonio de pluralismo quienes integran espacios académicos y culturales? ¿No debería ser ahí donde la diversidad y la tolerancia sean prácticas innegociables?

Frente a discursos que no se comparten o que suenen directamente disonantes, siempre existe la alternativa de cruzarse de brazos para no aplaudir. Se puede recurrir también a lo que nuestras abuelas llamaban el “aplauso de uñas”, a desgano, a reglamento. Pero el silbido y el abucheo, sobre todo en ámbitos donde rompen un código tácito de convivencia, remiten a una práctica autoritaria y agresiva, en la que el objetivo no es marcar diferencias sino avasallar y expulsar al otro. Lo confesó el anterior presidente de la Fundación El Libro, Alejandro Vaccaro, cuando recordó la ausencia del secretario de Cultura en el acto inaugural del año pasado: “Le dije que no viniera porque lo iban a silbar”. Sonaba como una amenaza, y efectivamente lo era.

La Feria del Libro es, por supuesto, mucho más que eso. Es un espacio esencialmente plural, en el que conviven voces y miradas muy diversas. Eso no parece ocurrir, sin embargo, gracias al “establishment” cultural, sino más bien a pesar de él. Muchos de los que silbaban y gritaban la semana pasada son los mismos que aplaudían, durante el kirchnerismo, cuando se intentaba censurar en ese mismo espacio al Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa. Son los mismos que hacían silencio frente a la existencia evidente de listas negras y que lucían dóciles ante un régimen político que pagaba obediencia con privilegios.

El abucheo de los intelectuales remite a prácticas fascistoides, pero también a la lógica de las redes sociales, que debería ser precisamente desafiada por esos mismos sectores. Las redes proponen un debate ramplón y polarizado, en el que solo se escuchan los ecos de la propia voz y se tiende a silenciar o cancelar aquellas con las que se disiente. Todo se dirime, además, en “me gusta” o “no me gusta”, en una abierta negación de los matices y las complejidades de las cosas. Los argumentos del otro no se procesan ni se escuchan: se avalan o se rechazan de una manera ruidosa y automática. Al oponente se lo expone a una suerte de lapidación digital.

La Argentina asiste hoy a un despliegue de confrontación cada vez más desaforada, tanto en la escena política como en otros ámbitos sociales. Es un clima que inauguró el kirchnerismo y que ha engendrado una contraola exacerbada en las filas libertarias. Frente a esa escalada, ¿no hay una responsabilidad de sectores intelectuales, dirigenciales, académicos y docentes en defender los valores de la convivencia, el pluralismo y el respeto? Frente al rechazo y el peligro que genera el lenguaje violento del poder y de la oposición más radicalizada, ¿qué deberíamos ver en la inauguración de la Feria del Libro?, ¿otro despliegue de crispación, agresividad e intolerancia o una defensa de la palabra civilizada y democrática?, ¿qué deberíamos ver en las universidades y hasta en espacios recreativos como los teatros o las plateas deportivas?

Para entender lo que pasa en los niveles más encumbrados de la política es imprescindible observar lo que ocurre al ras del suelo: mirarnos a nosotros mismos y ver nuestro propio comportamiento. Hay hechos que pasan casi inadvertidos, o que solo tienen una efímera repercusión en esferas locales, y que sin embargo marcan los niveles de intolerancia y prepotencia que se han enquistado en espacios donde esas desviaciones deberían ser inadmisibles. Anteayer, por ejemplo, una patota estudiantil atacó y expulsó de la Facultad de Humanidades de La Plata a un grupo de militantes libertarios que intentaba repartir unos volantes. Los echaron a empujones, como si la universidad fuera un territorio propio, donde un grupo, por la fuerza, se arroga el derecho de admisión por cuestiones ideológicas. ¿Las autoridades universitarias dijeron algo? ¿El decanato condenó el acto violento y la censura? ¿Se identificó y se sancionó a los responsables? Las preguntas parecen ingenuas. Atropellos de este tipo tienden a consentirse y naturalizarse. Esto ocurrió en la misma universidad donde un profesor celebró, hace pocos meses, que un diputado oficialista haya sido atacado con piedras cuando iba a dar una charla: “Qué bien puesto estuvo ese piedrazo!!”, dijo el responsable de una cátedra en las redes sociales. Y no pasó nada.

La agresión en la facultada de Humanidades

La universidad fue, en los años más oscuros de la Argentina, un ámbito donde anidaron la intolerancia y la violencia. ¿No se aprendió nada? ¿No se activa ningún sensor ante gérmenes de totalitarismo tan peligrosos y evidentes?

Había espacios en los que los acuerdos tácitos de convivencia funcionaban como una norma sagrada. Nadie iba al Teatro Colón o a la Catedral de Buenos Aires, por ejemplo, con temor a sufrir actos agresivos y hostiles. La cultura del “escrache”, sin embargo, ha contaminado hasta esas “zonas neutrales”.

Las normas de urbanidad se han desdibujado, incluso, en el ámbito deportivo. El fútbol ha renunciado directamente a la convivencia entre hinchadas rivales en un mismo estadio. Pero espacios como el Buenos Aires Lawn Tennis, que históricamente se caracterizaron por respetar reglas de cortesía, han sido escenario de actitudes un tanto penosas. Uno de los grandes tenistas del mundo, el alemán Alexander Zverev, dijo en febrero de este año: “Me encantó la Argentina. El único problema es que el público no sabe comportarse durante un partido de tenis, y eso es un poco triste”. Había sufrido silbidos y agresiones mientras jugaba con Francisco Cerúndolo. La imagen no solo degrada al deporte argentino, también expresa ese espíritu de intolerancia y crispación que derrama hacia todos los ámbitos. Si Zverev hubiera estado en la Feria del Libro, hubiera visitado el Congreso de la Nación o hubiera recorrido algunas universidades públicas, se habría ido con la idea de que el problema es aún mayor.

Tal vez valga la pena releer una línea de Claudio Magris, el gran escritor italiano: “No se puede hacer de la intolerancia una ideología”. Más que una frase, es un ruego. Estamos a tiempo de escucharlo.

¿Cuándo fue que la inauguración de la Feria del Libro empezó a parecerse al tablón de una cancha de fútbol? ¿En qué momento se extraviaron los códigos de tolerancia para habilitar los silbidos, el abucheo desaforado y los aplausos militantes? Lo que se vio la semana pasada, cuando el secretario de Cultura de la Nación estuvo a punto de interrumpir su discurso en el acto de apertura por los gestos de hostilidad de buena parte del auditorio, tal vez justifique una pregunta más amplia: ¿cuándo dejamos de comportarnos de manera respetuosa y civilizada hasta en los ámbitos más preservados de la agresividad callejera y la confrontación política?

La prepotencia es tan vieja como la injusticia, pero marca cada vez más el tono de la convivencia pública. Lo novedoso, y lo preocupante a la vez, es que se naturaliza ese código en ámbitos en los que debería rendirse un culto a todo lo contrario: al diálogo, la escucha y el respeto, aún en un maco de discrepancias y diferencias que pueden ser abismales. La beligerancia de un lado engendra beligerancia del otro, y aun el espacio intelectual, en el que la polémica debería aspirar a cierto vuelo, todo se termina dirimiendo en un alboroto tosco y agresivo, donde el debate y la conversación quedan sofocados por actitudes patoteriles.

Muchos actores de la cultura tienen, seguramente, motivos fundados de desacuerdo con el gobierno nacional. ¿La forma de expresarlos es intentar callar y silenciar a un funcionario con insultos y griterío? “Era inevitable contestar”, justificó la escritora Claudia Piñeiro, desde una tribuna que se autopercibe progresista. “Era necesario manifestarse contra la destrucción de la cultura”, abundó el escritor Sergio Olguín. ¿Contestar es abuchear? ¿Responder es insultar? ¿Replicar es silenciar? Esas confusiones se han instalado en la cima del poder, desde donde se contestan críticas, análisis e interpretaciones con cataratas de agravios y descalificaciones soeces. Por supuesto que el patoterismo de Estado siempre es más grave que cualquier otro. Ya se ha dicho una y otra vez. ¿Pero no deberían dar ejemplo y testimonio de pluralismo quienes integran espacios académicos y culturales? ¿No debería ser ahí donde la diversidad y la tolerancia sean prácticas innegociables?

Frente a discursos que no se comparten o que suenen directamente disonantes, siempre existe la alternativa de cruzarse de brazos para no aplaudir. Se puede recurrir también a lo que nuestras abuelas llamaban el “aplauso de uñas”, a desgano, a reglamento. Pero el silbido y el abucheo, sobre todo en ámbitos donde rompen un código tácito de convivencia, remiten a una práctica autoritaria y agresiva, en la que el objetivo no es marcar diferencias sino avasallar y expulsar al otro. Lo confesó el anterior presidente de la Fundación El Libro, Alejandro Vaccaro, cuando recordó la ausencia del secretario de Cultura en el acto inaugural del año pasado: “Le dije que no viniera porque lo iban a silbar”. Sonaba como una amenaza, y efectivamente lo era.

La Feria del Libro es, por supuesto, mucho más que eso. Es un espacio esencialmente plural, en el que conviven voces y miradas muy diversas. Eso no parece ocurrir, sin embargo, gracias al “establishment” cultural, sino más bien a pesar de él. Muchos de los que silbaban y gritaban la semana pasada son los mismos que aplaudían, durante el kirchnerismo, cuando se intentaba censurar en ese mismo espacio al Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa. Son los mismos que hacían silencio frente a la existencia evidente de listas negras y que lucían dóciles ante un régimen político que pagaba obediencia con privilegios.

El abucheo de los intelectuales remite a prácticas fascistoides, pero también a la lógica de las redes sociales, que debería ser precisamente desafiada por esos mismos sectores. Las redes proponen un debate ramplón y polarizado, en el que solo se escuchan los ecos de la propia voz y se tiende a silenciar o cancelar aquellas con las que se disiente. Todo se dirime, además, en “me gusta” o “no me gusta”, en una abierta negación de los matices y las complejidades de las cosas. Los argumentos del otro no se procesan ni se escuchan: se avalan o se rechazan de una manera ruidosa y automática. Al oponente se lo expone a una suerte de lapidación digital.

La Argentina asiste hoy a un despliegue de confrontación cada vez más desaforada, tanto en la escena política como en otros ámbitos sociales. Es un clima que inauguró el kirchnerismo y que ha engendrado una contraola exacerbada en las filas libertarias. Frente a esa escalada, ¿no hay una responsabilidad de sectores intelectuales, dirigenciales, académicos y docentes en defender los valores de la convivencia, el pluralismo y el respeto? Frente al rechazo y el peligro que genera el lenguaje violento del poder y de la oposición más radicalizada, ¿qué deberíamos ver en la inauguración de la Feria del Libro?, ¿otro despliegue de crispación, agresividad e intolerancia o una defensa de la palabra civilizada y democrática?, ¿qué deberíamos ver en las universidades y hasta en espacios recreativos como los teatros o las plateas deportivas?

Para entender lo que pasa en los niveles más encumbrados de la política es imprescindible observar lo que ocurre al ras del suelo: mirarnos a nosotros mismos y ver nuestro propio comportamiento. Hay hechos que pasan casi inadvertidos, o que solo tienen una efímera repercusión en esferas locales, y que sin embargo marcan los niveles de intolerancia y prepotencia que se han enquistado en espacios donde esas desviaciones deberían ser inadmisibles. Anteayer, por ejemplo, una patota estudiantil atacó y expulsó de la Facultad de Humanidades de La Plata a un grupo de militantes libertarios que intentaba repartir unos volantes. Los echaron a empujones, como si la universidad fuera un territorio propio, donde un grupo, por la fuerza, se arroga el derecho de admisión por cuestiones ideológicas. ¿Las autoridades universitarias dijeron algo? ¿El decanato condenó el acto violento y la censura? ¿Se identificó y se sancionó a los responsables? Las preguntas parecen ingenuas. Atropellos de este tipo tienden a consentirse y naturalizarse. Esto ocurrió en la misma universidad donde un profesor celebró, hace pocos meses, que un diputado oficialista haya sido atacado con piedras cuando iba a dar una charla: “Qué bien puesto estuvo ese piedrazo!!”, dijo el responsable de una cátedra en las redes sociales. Y no pasó nada.

La agresión en la facultada de Humanidades

La universidad fue, en los años más oscuros de la Argentina, un ámbito donde anidaron la intolerancia y la violencia. ¿No se aprendió nada? ¿No se activa ningún sensor ante gérmenes de totalitarismo tan peligrosos y evidentes?

Había espacios en los que los acuerdos tácitos de convivencia funcionaban como una norma sagrada. Nadie iba al Teatro Colón o a la Catedral de Buenos Aires, por ejemplo, con temor a sufrir actos agresivos y hostiles. La cultura del “escrache”, sin embargo, ha contaminado hasta esas “zonas neutrales”.

Las normas de urbanidad se han desdibujado, incluso, en el ámbito deportivo. El fútbol ha renunciado directamente a la convivencia entre hinchadas rivales en un mismo estadio. Pero espacios como el Buenos Aires Lawn Tennis, que históricamente se caracterizaron por respetar reglas de cortesía, han sido escenario de actitudes un tanto penosas. Uno de los grandes tenistas del mundo, el alemán Alexander Zverev, dijo en febrero de este año: “Me encantó la Argentina. El único problema es que el público no sabe comportarse durante un partido de tenis, y eso es un poco triste”. Había sufrido silbidos y agresiones mientras jugaba con Francisco Cerúndolo. La imagen no solo degrada al deporte argentino, también expresa ese espíritu de intolerancia y crispación que derrama hacia todos los ámbitos. Si Zverev hubiera estado en la Feria del Libro, hubiera visitado el Congreso de la Nación o hubiera recorrido algunas universidades públicas, se habría ido con la idea de que el problema es aún mayor.

Tal vez valga la pena releer una línea de Claudio Magris, el gran escritor italiano: “No se puede hacer de la intolerancia una ideología”. Más que una frase, es un ruego. Estamos a tiempo de escucharlo.

 ¿Cuándo dejamos de comportarnos de manera respetuosa y civilizada hasta en los ámbitos más preservados de la agresividad callejera y la confrontación política?  Read More